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Momentos después dos figuras emergieron del edificio, flanqueadas por un par de corpulentos guardaespaldas de Tony. Perrie sonrió para sus adentros al reconocer a Tony y al jefe de la oficina del congresista en el visor de la cámara. Tranquilamente volvió a enfocar y deslizó el dedo hacia el obturador. Pero cuando estaba a punto de hacer su primera fotografía, el ruido de un móvil interrumpió el silencio de la noche.

Asustada, Perrie se asomó por encima de la cámara, preguntándose quién podría estar llamando a Riordan a las dos de la madrugada. Pero cuando el teléfono sonó de nuevo, se dio cuenta de que el grupo del muelle de carga miraba en su dirección. ¡El sonido provenía del bolsillo de su abrigo! En un instante, los dos tipos del muelle sacaron sus pistolas y la situación se descontroló totalmente.

Perrie tiró la cámara y metió la mano torpemente en el bolsillo para sacar el teléfono, al tiempo que la primera bala le silbaba sobre la cabeza y rebotaba contra el edificio que tenía detrás. Se escondió más entre las sombras y abrió el teléfono, mientras otra bala le pasaba muy cerca.

– ¿Perrie? ¿Perrie, eres tú?

– Mamá, ahora mismo no puedo hablar. Te llamo luego.

Agachó la cabeza al tiempo que otro tiro daba contra el muro de ladrillo.

– Perrie, sólo me llevará un minuto decírtelo.

– Mamá, son las dos de la madrugada.

– Cariño, sé que no duermes mucho y pensé que estarías despierta de todos modos. Sólo quería decirte que el hijo de la señora Wilke viene a casa de visita. Es dentista, sabes, y está soltero. Creo que sería agradable si… ¿Perrie? ¿Eso que he oído es un tiro de bala?

Perrie maldijo entre dientes y empezó a avanzar despacio a lo largo de un muro.

– ¡Mamá, ahora no puedo hablar! Te llamaré dentro de unos minutos -cortó la comunicación y llamó a la policía con manos temblorosas.

Cuando la operadora contestó, le dio rápidamente su nombre y su localización. Desde donde estaba en ese momento, acurrucada en la oscuridad, parecía como si estuviera en medio de una guerra entre bandas. Los disparos procedían ya de ambas direcciones, y parecía que ella estaba justo en medio.

¿Estaría la policía ya allí? ¿O acaso había otra pieza de aquel rompecabezas que ella desconocía? Se adelantó un poco y se arriesgó a echar una mirada al tumulto al otro lado de la calle. Los hombres de Riordan seguían disparándole, pero otros los disparaban también a ellos. La pieza que le faltaba del rompecabezas iba muy armada con rifles semiautomáticos, al menos eso lo tenía claro.

– Señora, por favor, no se retire. ¿El tiroteo continúa?

– ¡Sí, continúa! -gritó Perrie-. ¿Es que no lo oye? -se retiró el teléfono de la oreja para que la operadora saboreara unos momentos del conflicto.

– Mantenga la calma, señora -dijo la mujer.

– Tengo que ir a por la cámara -dijo Perrie, que en ese momento pensó que aquél era el único pensamiento normal que había tenido desde que había empezado el tiroteo.

– Señora, quédese donde está. Tendrá un coche ahí en un par de minutos.

– Necesito mi cámara.

Perrie se deslizó pegada al edificio, desandando el camino que había recorrido momentos antes, con los ojos fijos en la cámara que estaba junto a un charco de agua sobre el pavimento mojado. Estiró el brazo para agarrar la correa, a unos centímetros de sus dedos. Otro disparo de bala pasó tan cerca de su brazo, que le pareció como si pudiera sentir el calor de la bala a través de la manga de la cazadora. Hizo una mueca y seguidamente se lanzó desesperadamente a por la correa.

La agarró y tiró de ella para ocultarse enseguida entre las sombras, donde estaría más segura.

– Una imagen vale más que mil palabras -murmuró mientras limpiaba la lente mojada con el puño de la cazadora-. No mil de mis palabras. Una foto sólo valdría como unas cien de mis palabras -fijó la vista en una mancha negra de la manga y suspiró mientras trataba de limpiarse el barro. Pero no era barro lo que le manchaba la manga. Al tocarse sintió un dolor horrible en el brazo, y pestañeó muy sorprendida.

– Oh, maldita sea -murmuró mientras frotaba la sangre pegajosa entre los dedos-. Me han disparado -se llevó el móvil a la oreja-. Me han disparado -le repitió a la operadora.

– Señora, ¿dice que le han disparado?

– Siempre me había preguntado cómo sería -le explicaba Perrie-. Que una bala te traspasara la piel. Me preguntaba si sería una sensación fría o caliente; si sabría que me acababa de ocurrir, o tardaría un rato.

Cerró los ojos y trató de dominar un ligero mareo.

– Señora, por favor, no se mueva. Le enviaremos un coche en treinta segundos. Y una ambulancia va de camino. ¿Puede decirme dónde le han disparado? Por favor, no se mueva de ahí.

– No me voy a ninguna parte -dijo Perrie mientras echaba la cabeza hacia detrás para apoyarla sobre el muro de ladrillo.

La lluvia la pegaba en la cara y acogió la sensación de frescor de buen grado; además, era lo único que le parecía real en aquella situación.

– Ni una manada de caballos salvajes podría apartarme de esta historia -murmuró mientras en la distancia se oía el ruido de las sirenas.

La siguiente media hora pasó en un torbellino de parpadeantes luces rojas y personal sanitario que no dejaba de ir de un lado a otro. La habían metido en una ambulancia y le habían vendado el brazo, pero ella se negaba a que la llevaran al hospital, y había elegido quedarse allí justo a observar el desarrollo de la escena delante del almacén y a los detectives que interrogaban para recoger pruebas del tiroteo.

– ¡Perrie!

Volvió la cabeza y vio a Milt Freeman, que iba hacia ella con expresión furiosa. Ignorando a Freeman, ella le dio la espalda al detective y continuó con su propio interrogatorio.

– Maldita sea, Kincaid, ¿qué diablos ha ocurrido aquí?

– Estoy segura de que ya lo sabes todo -dijo Perrie.

El detective levantó la vista cuando Milt agarró del brazo a Perrie. Ella hizo una mueca de dolor, y su jefe la miró con expresión ceñuda.

– Llévela al hospital -le aconsejó el detective-. Y quítemela de encima. Le han dado un tiro en el brazo.

– ¿Cómo? -chillo Milt.

– Estoy bien -insistió Perrie mientras centraba su atención en el detective-. ¿Por qué no me deja que le eche un vistazo a esa billetera?

El detective le echó a Milt un a mirada exasperada antes de alejarse sacudiendo la cabeza.

– Ya está -dijo Milt mientras tiraba de ella hacia la ambulancia-. Hace dos semanas te estropearon los frenos del coche, la semana pasada entraron en tu apartamento, y ahora te encuentro esquivando balazos en medio de una guerra de mafiosos. Quiero que te marches de Seattle. Esta misma noche.

– Sí, claro. ¿Y adónde voy a ir? -le preguntó Perrie.

– A Alaska -dijo Milt mientras la empujaba para que se sentara sobre el ancho parachoques de una ambulancia.

– ¿A Alaska? -dijo Perrie en tono chillón-. No voy a ir a Alaska.

– Sí que irás -respondió Milt-. Y no quiero que me des la lata. Esta noche te han pegado un tiro y te estás comportando como si fuera un día cualquiera en la oficina.

– Sólo ha sido una herida superficial -gruñó mientras se miraba el vendaje del brazo-. La bala sólo me ha rozado -sonrió a su jefe, pero éste no sonreía-. Milt, no puedo creer que acabe de decir eso. Esto es como lo de esos tipos que solían cubrir zonas de combate en Vietnam. Siento como si finalmente me hubiera ganado un respeto. Ya no soy una escritora de Lifestyles. Incluso me han herido mientras cumplía con mi deber.