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– Está en Alaska, Kincaid ¿Qué esperaba, palmeras y una suave brisa del océano?

Ella lo miró de nuevo con esa expresión, la que le decía que estaba a punto de empezar con otra arenga.

– Esperaba…

– La camioneta está en al aparcamiento -le dijo Joe que prefirió interrumpirla para que no se pusiera a hablar otra vez.

La agarró del brazo y tiró de ella. Desde luego empezaba a gustarle mucho más Perrie Kincaid con la boca cerrada.

Llegaron al hangar sin más discusión, y Perrie escogió sentarse en silencio a su lado. Para alivio de Joe, el avión tenía el depósito lleno y listo para despegar cuando llegó donde estaba el aparato. Aparcó la camioneta y después corrió al otro lado para abrirle la puerta a Perrie; pero ella ya había saltado y estaba tirando de la bolsa que estaba detrás. Así que Joe se caló la gorra y corrió adonde estaba Tanner O'Neill de pie junto a la puerta del hangar.

– ¿Cómo está el tiempo? -preguntó Joe-. ¿Nos van a dejar salir?

Tanner gritó para proyectar su voz a través del fuerte viento del ártico.

– Si despegas en los próximos quince minutos, creo que todo irá bien. Le ganaréis terreno a la tormenta de camino a Muleshoe. He puesto la saca del correo detrás, y hay una caja de champiñón fresco que Burdy pidió para los espaguetis de la fiesta del sábado por la tarde. Hay un montón de leña en la cabina que he atado bien para que no se mueva. Dile a Hawk que la descargue y que de momento la coloque en el cobertizo.

Joe asintió. Hacía una semana que no veía a Tanner. Julia y él se habían casado en Muleshoe hacía dos fines de semana y habían pasado una luna de miel familiar en Disneyworld con el hijo de nueve años de Julia, Sammy. Habían regresado y decidido quedarse en Fairbanks y buscar un apartamento, donde pasarían los meses del invierno mientras Sammy iba al colegio.

– ¿Cómo está Sam? -preguntó Joe.

– A Sammy le encantó Florida, pero os echa de menos a ti y a Hawk y el refugio. Y Julia está terminando de cerrar sus negocios en Chicago. Por cierto, hemos tomado una decisión.

– ¿Y cuál es?

– No vamos a vivir en Fairbanks durante los meses de invierno. Hemos decidido vivir en el refugio. Sammy irá al colegio a Muleshoe.

Joe sonrió, contento al pensar en tener a su compañero en el refugio todo el año, por no hablar de Sammy y de su madre. Había llegado a querer al niño como a un hijo y a apreciar a la madre. Julia hacía de Tanner el hombre más feliz del mundo. Algún día, cuando Joe estuviera listo para establecerse, esperaba encontrar a una mujer tan dulce y tan cariñosa como Julia Logan.

Pero de momento, tenía que conformarse con Perrie Kincaid; una pesada de cuidado. Ella se unió a ellos y se quedó de pie junto a Joe.

– ¿Vamos a poder llegar a Seattle? -preguntó Perrie.

Tanner frunció el ceño, entonces abrió la boca; pero Joe le echó una mirada de advertencia.

– Tanner O'Neill; te presento a Perrie Kincaid -dijo Joe-. Vaya a meter su equipaje en el avión, Kincaid. Yo estaré con usted dentro de un momento.

Ambos la observaron apresurándose hacia el Otter, y después Tanner le agarró a Joe del brazo y la señaló.

– ¿Cómo diablos lo consigues, Brennan? Se suponía que ibas a recoger a un tipo al aeropuerto, y acabas con una mujer; y encima preciosa.

Joe sonrió.

– Encanto puro, sin adulterar.

– Si la llevas a Seattle, vas a meterte de cabeza en esa tormenta.

Joe se echó a reír y le dio a su compañero una palmada en el hombro.

– No te preocupes. No nos vamos a Seattle, aunque ella lo crea así. Vamos de camino a Muleshoe como le prometí a su jefe.

– ¿Vas a hospedarla en el refugio? -le preguntó Tanner-. ¿Estás seguro de que quieres probar de nuevo la leyenda? Yo dejé entrar a Julia y acabé casándome con ella.

Joe negó con la cabeza. Cuando Julia Logan se había presentado en el Refugio Bachelor Creek, Joe había sido el primero en mudarse. La leyenda decía que la mujer que entrara en el refugio estaba destinada a casarse con uno de sus ocupantes, y Joe no estaba dispuesto a arriesgarse. La leyenda se había cumplido, pero el cazado había sido Tanner.

– Perrie Kincaid se hospedará en una de las cabañas de los huéspedes.

Tanner pestañeó.

– Eso no le va a hacer mucha gracia. No tiene baño dentro, y en pleno invierno…

– Bueno, tendrá que aguantarse -contestó Joe-. Ésa no va a poner el pie en el refugio.

Tanner miró a Perrie y después a Joe.

– No parece una persona que se conforme con lo que no le guste.

– Lo sé -gruñó Joe-. Pero trataré con ese problema más adelante.

Perrie se acurrucó en el asiento del copiloto, se abrazó y empezó a dar con los pies en el suelo. El aliento se trasformaba en vaho al contacto con el aire helado, y -tenía la nariz tan fría, que estaba segura de que se le rompería si se la frotaba.

– ¿No tiene calefacción este avión?

Brennan la miró con aire ausente, como si le sorprendiera tener un pasajero a bordo. No había dicho ni palabra desde que habían despegado hacía una hora, y parecía bastante cómodo con aquel silencio. Cerró el puño y le asestó un golpe firme a un botón de la consola de mandos. Algo empezó a sonar, y poco a poco la cabina del Otter se calentó a una temperatura sobre cero.

– Espero que el resto de su avión funcione mejor que la calefacción -murmuró ella.

El emitió un gruñido como respuesta; pero su expresión quedaba escondida tras sus gafas de sol y ensombrecida por la visera de su gorra. Parecía concentrado en la panorámica que se divisaba a través del parabrisas del avión, de modo que Perrie aprovechó la oportunidad para estudiarlo.

Ella se tenía por una excelente juez de carácter, poseedora de una habilidad para discernir inmediatamente la verdadera naturaleza de una persona con un simple vistazo. En su trabajo le había ido muy bien; le había permitido separar la paja para llegar directamente al meollo de cuestión. Pero Joe Brennan desafiaba la impresión inmediata.

Sus atributos físicos eran sencillamente suficientes. Poseía un cuerpo alto y esbelto, el cabello negro y espeso, tal vez necesitado de un corte de pelo, y un rostro apuesto tras la oscura pelusilla de tres días que cubría su mentón. Pero para juzgarlo bien tendría que verle los ojos. Y desde que se habían conocido, sus ojos habían estado escondidos tras esas gafas de sol.

Perrie se volvió a mirar el paisaje más abajo, buscando algún signo de civilización. Pero lo único que vio fue bosques, cortados de tanto en cuanto por franjas blancas que supuso serían lagos o ríos en el verano. Como no podía discernir dónde estaban, volvió a centrar su atención en el piloto.

¿Qué le importaba adivinar como era Joe Brennan? Sería un gasto de energía. Cuando aterrizaran en Seattle y ella le pagara, jamás volvería a verlo. ¿Qué le importaba el carácter que se escondía tras esas gafas? Mientras fuera un buen piloto, no necesitaba saber más.

– ¿Cuánto falta para aterrizar en Seattle? -le preguntó-. Pensaba que podríamos ver ya la costa. ¿Vamos a tener combustible suficiente? ¿O tenemos que parar? La verdad es que ahora mismo me encantaría tomar una taza de café.

– Hay un termo detrás de mi asiento -dijo él-. Y no vamos a Seattle.

Perrie se echó a reír y miró por la ventanilla.

– Pues claro que sí… -su voz se fue apagando, y se volvió despacio a mirarlo-. ¿Qué quiere decir con que no vamos a Seattle? Voy a pagarle para que me lleve allí.

– La voy a llevar a Muleshoe, como le prometí a Milt Freeman.

Ella se volvió en el asiento y tiró del cinturón de seguridad con gesto frenético.

– Habíamos hecho un trato, Brennan. Dé la vuelta inmediatamente y lléveme a Seattle.