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Él se bajó las gafas y se volvió a mirarla. Sus ojos de un azul cielo luminoso la contemplaron con expresión divertida. Primero la miró a la cara despacio, después continuó mirándole el cuerpo. Perrie se preguntó cuántas veces la habrían observado de ese modo tras las lentes de espejo de unas gafas. Pero de pronto su instinto empezó a fallarle, porque lo único que podía leer en los ojos azules de Brennan era una clara curiosidad sexual. Una curiosidad que ella compartió desde ese mismo momento.

La idea zarandeó sus sentidos y una inesperada oleada de deseo le recorrió la sangre. Se dijo que debía dejar de mirarlo, segura de que sus preciosos ojos eran de algún modo los culpables de aquel lapso momentáneo. El tipo era sin duda alguna un encantador de primera categoría; y estaba utilizando todo ese encanto para renegociar los términos de su acuerdo, empleando todas las armas disponibles, incluida su debilidad recién descubierta por un rostro apuesto y una sonrisa pícara. Aunque desde luego ella no pensaba dejarse camelar por eso…

– Yo… quiero volver a Seattle -dijo ella, tratando de dominar su voz trémula.

Él arqueó las cejas.

– Parece olvidar quién pilota el avión, Kincaid. Usted irá a donde vaya yo. A no ser, por supuesto, que quiera saltar. No tengo paracaídas, pero eso no debería importarle a una mujer como usted.

Azul celeste. Sus ojos eran más celestes que zafiro. El mismo azul claro del cielo más claro y luminoso. Tragó saliva mientras trataba de ignorar el calor que le subía por el cuello y la cara.

– ¿Qué se supone que significa eso de una mujer como yo?

– Conozco a las de tu tipo. Nada se le pone por delante, ¿verdad?

No. Perrie jamás dejaba que nada se interpusiera entre su trabajo y ella. Pero, de algún modo, viniendo de él, el comentario le pareció más bien un insulto. Se puso tensa, y su repentina atracción pareció atemperada por el despecho.

– Y un cuerno si piensa que voy a ir a Donkeyleg -le repitió, y soltó una palabrota mientras agarraba los controles de su lado del copiloto.

Él se echó a reír y se arrellanó en el asiento; se cruzó de brazos y la miró con expectación.

– Si quiere pilotarla, adelante. Si puede llevarnos a Seattle, le pago el viaje, cariño.

No había pilotado un avión en su vida, pero no podía ser tan difícil. Era una mujer inteligente, una mujer que una vez había conducido por el centro de Chicago durante una tormenta de nieve en hora punta. Al menos allí no pasarían taxis a toda velocidad ni molestos peatones. Sólo había arriba, abajo, derecha e izquierda. Aunque «abajo» era una dirección que no le interesaba en ese momento.

Plantó los pies en los pedales y agarró el mando con fuerza.

– Cree que no soy capaz de pilotar este avión, ¿verdad? -dijo con los dientes apretados.

– Se perfectamente que no sabe pilotar este avión. Pero estoy dispuesto a darle una oportunidad.

Apretó los dientes mientras giraba despacio el mando. El aeroplano respondió ladeándose un poco hacia la derecha. Pero al girar, el morro del avión descendió ligeramente, y Perrie abrió los ojos como platos.

– Está perdiendo altitud -comentó él.

– Eso lo sé -cerró los ojos y trató de recordar todo lo que sabía de aviones; entonces tiró del mando despacio hacia atrás.

El morro del avión empezó a elevarse y una sonrisa de satisfacción curvó sus labios. Aquello no era tan difícil. Echó un vistazo a la brújula. Al sur. Tendrían que dirigirse al sur para llegar a Seattle. Y cuando llegaran allí, intentaría aterrizar el avión. Si sabía algo de Joe Brennan, era que no le dejaría chocarse con su maravilloso avión por un estúpido juego.

– Antes de meterse en esa borrasca que tenemos por delante, será mejor que presente un nuevo plan de vuelo en Fairbanks. Necesitarán saber dónde buscarnos una vez que caigamos.

– No vamos a caernos -dijo ella.

– Si va directamente hacia esa tormenta, Kincaid, le garantizo que caeremos. Las alas se congelarán y no tendremos la potencia suficiente para mantener la velocidad en el aire. Perderemos altura lentamente y sin duda nos estrellaremos en algún lugar de los Montes de Alaska. Tal vez, si tiene suerte, caeremos en el Monte McKinley.

– Se lo está pasando muy bien, ¿verdad? -le soltó ella enfadada.

– No sabe cómo.

Las nubes negras que tenían delante seguramente pondrían fin a su corta carrera de piloto.

Si continuaba aquel juego con Joe Brennan, tal vez acabaría perdiendo la vida. Maldición. Iría a Donkeyleg con él. Pero no le dejaría ganar. Se metería en el primer autobús que la sacara de aquel congelador y volvería a Seattle por sus propios medios.

– De acuerdo, lo haremos a su modo -dijo ella mientras apartaba las manos de los mandos de control-. Por el momento -añadió entre dientes.

Él sonrió, se volvió a poner las gafas de sol y lentamente desvió el avión hasta que apuntaba de nuevo hacia el noreste.

– Creo que Muleshoe le parecerá infinitamente más soportable que chocarse contra la ladera nevada de una montaña. Tenemos una taberna, un almacén, un supermercado y nuestra propia estafeta de correos. Y los sábados por la noche sirven espaguetis en el parque de bomberos.

– Ay, Dios mío -murmuró Perrie-. Espaguetis. Trataré de contener la emoción.

– Bienvenida a Muleshoe, Kincaid.

Joe observó que Perrie se asomaba por el parabrisas cubierto de escarcha de su Blazer, que había aparcado en medio de la calle principal del pueblo. No tenía que fijarse mucho para ver la ciudad; sobre todo porque casi toda estaba alineada a un lado de la calle.

Los edificios eran un destartalado conjunto de pintura descolorida y porches desvencijados, ventanas congeladas y volutas de humo enroscándose sobre los tejados. Los patios delanteros estaban atestados con una variedad de posesiones cubiertas de nieve: viejos neumáticos, trineos, botas de piel, latas de combustible, canoas oxidadas, pieles de animales y cualquier cosa que mereciera la pena utilizar en el futuro. Para el que venía de fuera tal vez le pareciera un tanto decrépito, pero para Joe era su hogar.

– Santo cielo -murmuró ella-. Es peor de lo que yo imaginaba.

Joe ahogó una respuesta desdeñosa. En ese momento, no estaba de humor para meterse en otra discusión con Perrie Kincaid, sobre todo en defensa del sitio que él había elegido para vivir.

– El refugio está a kilómetro y medio al norte de la población.

– ¿Y dónde vive usted?

– En el refugio.

Perrie soltó un gemido entrecortado.

– ¿Y yo voy a hospedarme allí? -dijo con desesperación.

– En realidad va a hacerlo en una de las cabañas para los huéspedes que pertenecen a la propiedad. Es un sitio muy bonito; caliente y acogedor. Le pedí a Burdy McCormack que llenara la cabaña con todo lo que pudiera necesitar para su estancia. Si conozco bien a Burdy, tendrá un fuego en la chimenea y una cafetera lista. Él será su vecino mientras esté aquí. Cuando se hiela el río Yukon, Burdy se traslada a la cabaña que está junto a la suya para pasar el invierno. Va al pueblo cada día, así que si necesita algo de allí o quiere ir, levante el banderín que hay en el porche delantero y él se parará.

Ella soltó el aire despacio y se frotó los brazos.

– No se moleste con la cabaña, Brennan. Lléveme adonde esté el transporte público más cercano. La estación de autobuses me viene bien.

¿Cuándo se daría por vencida? Brennan se dijo que jamás había conocido a una mujer más testaruda y con más determinación que aquélla. Además, todavía tenía que analizar por qué a pesar de eso le resultaba atractiva.

– No puedo hacer eso -le contestó él mientras se arrellanaba en el asiento y la miraba con recelo.

– Pues será mejor que lo haga -ella levantó el mentón de nuevo como había hecho antes-. De otro modo iré caminando hasta allí. No puede impedirme que me marche.

– Eso sería un poco duro, ya que la estación de autobuses más cercana está en Eairbanks.