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Perrie cerró los ojos y apretó la mandíbula. Joe se temió lo peor. Ella había estado deseando tener otro enfrentamiento con él desde la discusión del avión. Pero cosa rara la mujer dominó su genio y esbozó una sonrisa superficial.

– De acuerdo, me plantaré en Main Street y sacaré el pulgar. Tiene que pasar algún camión que se dirija a algún lugar civilizado. A no ser que me diga que no tienen ni carreteras ni camiones aquí.

– Oh, sí, tenemos carreteras. Y camiones también. Pero no en invierno. Éste es el final de la autopista, Kincaid, y una vez que uno está en Muleshoe después de la primera nevada importante, se queda aquí durante toda la estación. Hasta el deshielo de la primavera, claro está.

Perrie arqueó una ceja con expresión dubitativa.

– ¿Y qué hay de esta carretera? ¿Adónde lleva?

– En este momento a ningún sitio. Erv maneja la máquina quitanieves. Mantiene limpia la carretera en dirección a la pista de aterrizaje y hacia el norte un poco más allá del refugio. Pero tratar de retirar la nieve mucho más es como tratar de limpiar el polvo en una tormenta de arena. En cuanto termina uno, cae una nueva tormenta que vuelve a bloquear las carreteras.

– ¿Quiere decirme que no hay modo de salir de la ciudad?

– Desde luego que lo hay. En mi avioneta. Pero ya sabe que no estoy dispuesto a hacerlo.

Perrie entrecerró los ojos y maldijo entre dientes. Entonces agarró el asa de la puerta y saltó de la camioneta. En cuanto sus pies tocaron el suelo se resbaló; y de no haber sido porque estaba agarrada a la puerta de la camioneta, se habría caído.

– ¿Y qué hay de las comidas? -preguntó mientras se volvía y asomaba la cabeza por la ventanilla abierta de la camioneta.

– La traemos con camiones en otoño. La mayoría de la comida es enlatada o comida deshidratada. Tenemos carne fresca congelada en el congelador de Kelly; hay venado, alce, caribú, salmón y varios cortes de ternera. Pero si busca fruta y verduras frescas, no tendrá mucha suerte. Yo traigo lo que puedo, pero sólo cuando tengo sitio en el avión.

Ella se paseó de un lado a otro unos minutos más, nerviosa, llena de energía, antes de detenerse de nuevo.

– ¿Y qué pasa si alguien se pone enfermo?

– Si es una urgencia, yo los llevo en el avión. O el hospital de Fairbanks envía un avión para evacuar al enfermo. Y si hace mal tiempo, bueno, no hay muchas oportunidades. Kincaid, la vida aquí es bastante dura. Casi se puede decir que está en el borde de la frontera. Una vez que se cruce el río Yukon, no hay otra ciudad hasta al menos doscientos cincuenta kilómetros.

Ella apretó los puños y gruñó de frustración. Maldición. Incluso cuando se ponía así estaba guapa. La rabia encendió el color de sus mejillas y el verde de sus ojos pareció más intenso. Brennan se dio cuenta de que no podía dejar de mirarla.

– ¿Cómo va la gente a trabajar? -le soltó ella enfadada.

– Todo el mundo trabaja aquí. Cazan y pescan; se las apañan.

Ella dejó de pasearse delante de él y se subió de nuevo a la camioneta. Con expresión desesperada, lo agarró de las solapas de la cazadora y tiró de él.

– Tengo que salir de aquí, Brennan. Puede llevarme ahora, o empezaré a andar. De uno u otro modo, volveré a Seattle.

Él se quitó las gafas, y sintió su aliento caliente en la cara. Una leve chispa de deseo lo sorprendió, y bajó la vista a sus labios. De pronto experimentó el extraño deseo de besar a esa mujer, y se quedó pensativo. ¿Serían sus labios tan suaves como parecían? ¿A qué sabría su boca?

Pero apartó la vista de sus labios y agarró el volante con fuerza. No quería besarla. Lo que de verdad deseaba hacer era zarandearla hasta que le castañetearan los dientes.

– Maldita sea, Kincaid, no sea tonta. Si trata de irse de aquí a pie, en veinticuatro horas estará muerta. El tiempo puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos. Ésa es una razón por la cual la carretera está cerrada. Para que los locos como usted no se jueguen el cuello tratando de viajar. Estará aquí hasta que yo la lleve en mi avión, y cuanto antes se meta eso en su dura cabezota, mejor.

Ella pestañeó, frunció el ceño y se retiró ligeramente para mirarlo. Lo miró brevemente con los ojos muy abiertos, ciertamente sorprendida. Finalmente, Joe se dijo que parecía estar entendiendo lo que él le decía. Con todo lo que le había reñido, parecía que Perrie Kincaid hubiera decidido hacerle caso y ser razonable. Tal vez a partir de ese momento dejara de luchar contra lo inevitable. Y Kincaid se quedara allí hasta que Milt Freeman le dijera que ya no corría peligro en Seattle.

– Quiere besarme, ¿verdad? -su voz ronca encerraba igual mezcla de sorpresa y satisfacción.

Brennan soltó una carcajada, que sonó forzada y vacía. Se movió en el asiento, pero ella no le soltó la cazadora. ¿Qué diablos? ¿Es que aparte de ser una pesada también adivinaba el pensamiento? ¿O acaso se le notaba tanto ese repentino deseo? Hacía tiempo que no había estado con una mujer. En realidad, había tenido miedo de reconocer que últimamente tenía un bajón. Había habido un montón de posibilidades, un montón de cenas románticas, pero nada más. No queriendo dejar ver otro impulso que la mirada curiosa de esa mujer pudiera captar, se dio la vuelta y se puso las gafas de sol despacio.

– Tiene una opinión muy buena de sí misma, ¿no, Kincaid?

Ella suspiró, le soltó las solapas y se apartó de él con impaciencia.

– No es para tanto. ¿Quiero decir, por qué tratar de esconderlo? Es un tipo sano, que vive en un lugar apartado de la civilización. Yo soy una mujer culta, atractiva. Puede decirlo, Brennan. No soy ninguna mojigata. Lo reconozco, usted me atrae ligeramente, también. Resulta inexplicable, pero la atracción está ahí.

Él metió la llave en el contacto y arrancó, satisfecho en cierta medida de que la atracción fuera mutua. Aun así, el sentido común le decía que ir detrás de Perrie Kincaid sería un error colosal. Cuanto antes la dejara en la cabaña, antes podría escapar de esos ojos verdes de mirada turbadora. Ella era demasiado despierta, demasiado franca para su gusto; aunque fuera la única mujer guapa en un radio de sesenta kilómetros a la redonda.

– ¿Siempre es así de clara?

– No me parece un defecto -dijo ella-. En mi trabajo, es una necesidad. Siempre digo lo que pienso. ¿Por qué malgastar el tiempo dándole vueltas a un tema cuando puede uno ir directamente al grano? Me ahorra dinero y problemas.

– Bueno, mientras esté aquí en Muleshoe, tal vez quiera moderarse un poco en ese sentido. Hará más amistades si no va por ahí soltando todo lo que se le pasa por la cabeza. Sobre todo esas opiniones un tanto negativas sobre este sitio.

– No pienso quedarme tanto tiempo como para hacer amistades.

– Diga lo que quiera, Kincaid -murmuró él mientras metía la marcha y pisaba el acelerador-. Lo que no quiero es tener que meterla en el congelador de Kelly.

– ¿Me metería en un congelador para impedir que me marchara?

– No, allí es donde metemos a la gente que fallece hasta que podemos transportarlos a la funeraria de Fairbanks. Sí planea salir de la ciudad por su cuenta, allí será donde acabará tarde o temprano.

Ella se mudó de postura en el asiento y lo miró con expresión angustiada.

– Lo tendré en cuenta, Brennan.

Mientras conducían por Main Street, Joe le señaló los lugares más conocidos: el almacén, la taberna, el supermercado, la oficina de correos; pero ella apenas mostró interés.

– Y ésa de allí es la cabaña de las novias -señaló una pequeña cabaña de cuya chimenea de piedra salía un hilo de humo-. Los solteros la construyeron el verano pasado cuando planearon el asunto de las novias por correo. Se les ocurrió traer a las chicas en pleno invierno para probar su entereza. Pensaron que, si podían sobrevivir al frío y a la nieve, entonces tal vez mereciera la pena casarse con ellas. A lo mejor le apetece pasar y saludarlas. Las tres constituyen la mayor concentración de mujeres que pueda encontrar entre Muleshoe y Fairbanks.