– ¡Quieto ahí! Ella me dijo que se llamaba Daphne.
– Sí, claro -se burló Dan-. ¡Pues se llama Molly, maldito cabrón, y está esperando un hijo tuyo!
Kevin se sintió como si le estuvieran despidiendo.
– ¿De qué estás hablando?
– Estoy hablando de que estoy hasta las narices de deportistas millonarios que creen que tienen el derecho divino de ir dejando hijos ilegítimos por ahí, como si nada.
Kevin sintió un mareo. Ella le había dicho que no había habido consecuencias cuando la llamó. Si incluso estaba con un novio.
– ¡Al menos podrías haber tenido la decencia de utilizar una goma!
El cerebro de Kevin volvía a funcionar y no estaba dispuesto a asumir las culpas por lo ocurrido.
– Hablé con Daph… con tu cuñada antes de marcharme de Chicago, y me dijo que no había ningún problema. Tal vez sería mejor que tuvieras esta conversación con su novio.
– Ahora mismo está un poco preocupada como para tener novios.
– Te está ocultando algo -dijo con cautela-. Has hecho este viaje en balde. Está saliendo con un tipo llamado Benny.
– ¿Benny?
– No sé cuánto tiempo llevan juntos, pero me temo que él es el responsable de su estado actual.
– ¡Benny no es su novio, cabronazo arrogante! ¡Es un puto tejón!
Kevin se quedó mirándole y luego se dirigió al mueble bar.
– Tal vez será mejor que volvamos a empezar desde el principio -dijo finalmente.
Molly aparcó su Escarabajo detrás del BMW de Phoebe. Al salir del coche, esquivó un montón de nieve sucia. El norte de Illinois vivía en plena ola fría y todo parecía indicar que iba para largo, pero no le importaba. Febrero era la mejor época del año para acurrucarse junto al calor de un ordenador y un cuaderno de dibujo, o simplemente para soñar despierta.
Daphne se moría de ganas de que la bebé conejita fuera lo bastante mayor como para jugar con ella. Se pondrían faldas con lentejuelas brillantes y dirían: «¡O lá lá, estás divina!» Luego les lanzarían globos llenos de agua a Benny y a sus amigos.
Molly estaba contenta de que su charla en la comida literaria hubiera terminado y que Phoebe hubiera ido a darle apoyo moral. Aunque le encantaba visitar escuelas para leerles a los niños, dar charlas para adultos la ponía nerviosa, sobre todo con un estómago imprevisible.
Hacía ya un mes que había descubierto que estaba embarazada, y la idea del bebé se hacía cada día más real para ella. No había podido resistir la tentación de comprar un conjunto vaquero en miniatura, y se moría de ganas de empezar a ponerse ropa de premamá, aunque, estando sólo de dos meses y medio, aún no resultaba necesario.
Siguió a su hermana hacia el interior de la laberíntica alquería de piedra. Había pertenecido a Dan antes de que se casara con Phoebe, y él no había tenido queja cuando Molly se instaló allí junto a su nueva esposa.
Roo salió corriendo a recibirlas, mientras que su hermana Kanga, más educada, trotaba detrás. Molly lo había dejado allí mientras estaba en la comida, y en cuanto colgó su abrigo, se agachó para saludar a los dos perros.
– Hola, Roo. Hola, Kanga, bonita.
Ambos caniches se tumbaron panza arriba para que les rascase la barriga.
Mientras Molly cumplía con sus obligaciones con los perros, vio que Phoebe metía el pañuelo Hermés que había llevado puesto en el bolsillo de la chaqueta de Andrew.
– ¿Qué te pasa? -le preguntó Molly-. Llevas toda la tarde distraída.
– ¿Distraída? ¿Por qué lo dices?
Molly sacó el pañuelo y se lo entregó a su hermana.
– Andrew dejó de travestirse cuando cumplió los cuatro años.
– Oh, vaya. Supongo que… -se interrumpió al ver aparecer a Dan por la parte posterior de la casa.
– ¿Qué haces tú aquí? -preguntó Molly-. Phoebe me había dicho que estabas de viaje.
– Y lo estaba. -Dan besó a su mujer-. Acabo de volver.
– ¿Has dormido con la ropa puesta? Tienes muy mal aspecto.
– Ha sido un vuelo muy largo. Entra en la sala familiar, ¿quieres, Molly?
– Claro.
Los perros la siguieron mientras se dirigía a la parte posterior de la casa. La sala familiar formaba parte del añadido que se había construido al crecer la familia Calebow. Tenía mucho cristal y zonas cómodas para sentarse, algunas con butacas para leer, otra con una mesa para hacer los deberes o jugar. En el mueble para el equipo estéreo de vanguardia había de todo, desde Raffi hasta Rachmaninoff.
– ¿Y dónde has ido, si puede saberse? Creía que estabas… -Las palabras de Molly murieron en cuanto vio al hombre alto con el pelo rubio oscuro que estaba en pie en un rincón de la habitación. Los ojos verdes que antes le habían parecido tan atractivos la miraban en aquel momento con una hostilidad declarada.
Su corazón empezó a latir rápidamente. La ropa de Kevin estaba tan arrugada como la de Dan, y llevaba barba de varios días. Aunque estaba bronceado, nadie hubiera dicho que acababa de llegar de unas vacaciones de relax. Más bien parecía peligrosamente malhumorado y a punto de estallar.
Molly recordó la distracción de Phoebe de aquella tarde, su expresión furtiva cuando, justo después de la charla de Molly, había salido un momento de la sala para responder a una llamada a su teléfono móvil. Aquella reunión no tenía nada de casual. De algún modo, Phoebe y Dan habían descubierto la verdad.
Phoebe habló con determinación, pero también con serenidad.
– Sentémonos.
– Yo me quedaré en pie -dijo Kevin, sin apenas abrir los labios.
Molly se sintió mareada, enojada y atemorizada.
– No sé qué está pasando aquí, pero no quiero tener nada que ver con esto -dijo volviéndose; Kevin, sin embargo, dio un paso adelante y le cerró el paso.
– Ni se te ocurra -le espetó.
– Esto no tiene nada que ver contigo -dijo ella.
– No es lo que me han contado. -Sus ojos verdes la atravesaron como témpanos de hielo verde.
– Pues te lo han contado mal.
– Molly, vamos a sentarnos para poder hablar del tema -dijo Phoebe-. Dan ha volado hasta Australia para ir a buscar a Kevin, y lo mínimo que…
– ¿Has volado hasta Australia? -interrumpió Molly volviéndose hacia su cuñado.
Dan le dedicó la misma mirada obstinada que Molly había visto en sus ojos el día que se negó a dejarla ir a un campamento mixto tras el baile de despedida del instituto. La misma expresión que había observado en su cara cuando no le permitió posponer sus estudios en la universidad para hacer turismo de mochila por toda Europa. Pero ya hacía años que había dejado de ser una adolescente, y algo se rompió en su interior.
– ¡No tenías ningún derecho! -exclamó.
Sin pensárselo, se encontró atravesando la habitación como un rayo con la intención de pegarle.
Molly no era una persona violenta. Ni siquiera tenía ataques de mal humor. Le gustaban los conejitos y los bosques de los cuentos de hadas, las teteras de porcelana y los camisones de lino. Nunca le había pegado a nadie, y menos a alguien a quien quisiera. Aun así, sintió que su mano se cerraba formando un puño y volaba hacia su cuñado.
– ¿Cómo has podido?
Molly golpeó a Dan en el pecho.
– ¡Molly! -gritó su hermana.
Dan abrió los ojos como platos, asombrado. Roo empezó a ladrar.
La culpa, la ira y el miedo se fundieron y formaron una bola en el interior de Molly. Dan retrocedió, pero ella fue tras él y le asestó otro golpe.
– ¡Esto no es asunto tuyo! -gritó.
– ¡Basta, Molly! -exclamó Phoebe.