«La misa empieza dentro de media hora, hijo. Ve a arreglarte.»
«¿Has vuelto a jugar a lanzar la pelota contra la pared del tabernáculo? ¡La has dejado llena de marcas!»
Cuando cumplió los quince años, se rebeló por fin y a sus padres casi se les rompió el corazón.
«¡No pienso volver y no podéis obligarme! ¡Allí me aburro como una ostra! ¡No lo soporto! ¡Me escaparé si tratáis de hacerme volver allí! ¡Lo digo en serio!»
Cedieron, y él se pasó los tres veranos siguientes en Grand Rapids con su amigo Matt. El padre de Matt era joven y fuerte. Había jugado al fútbol universitario con los Spartans, y cada tarde jugaba al balón con ellos. Kevin le adoraba.
Con el tiempo, John Tucker acabó siendo demasiado mayor para ejercer de ministro, el tabernáculo se quemó y el propósito religioso de los campamentos llegó a su fin. Su tía Judith se trasladó a la inhospitalaria y vieja casa donde solían instalarse Kevin y sus padres, y había seguido alquilando las casitas durante el verano. Kevin no había regresado jamás.
No quería seguir pensando en aquellos interminables y aburridos veranos repletos de ancianos que le hacían callar, así que subió el volumen de su nuevo CD. Pero, justo cuando dejaba atrás la interestatal, divisó un conocido Escarabajo chartreuse en la cuneta de la carretera. La gravilla golpeó los bajos de su coche al frenar. Era el coche de Molly, no cabía duda. Ella estaba inclinada sobre el volante.
Genial. Lo último que necesitaba. Una mujer histérica. ¿Qué derecho tenía a estar histérica? Era él quien tenía razones para echarse a gritar.
Se planteó la posibilidad de seguir su camino, pero probablemente ella ya le había visto, así que bajó del coche y se acercó a ella.
El dolor la estaba dejando sin respiración, o tal vez era el miedo. Molly sabía que tenía que llegar a un hospital, pero le daba miedo moverse. Tenía miedo de que, si se movía, aquella humedad caliente y pegajosa que ya empapaba la falda de su vestido de novia de lana blanca se convirtiera en una inundación que se llevara consigo a su bebé.
Como no había comido apenas nada en todo el día, Molly había atribuido los primeros calambres al hambre. Luego había sufrido un espasmo tan fuerte que apenas pudo hacerse a un lado con el coche.
Plegó las manos sobre su estómago y se hizo un ovillo. «Por favor, no dejes que pierda el bebé. Por favor, Dios mío.»
– ¿Molly?
A través de la neblina de sus lágrimas, vio que Kevin miraba por la ventanilla del coche. Como ella no se movió, él golpeó el cristal.
– Molly, ¿qué te pasa?
Ella intentó responder, pero no pudo. Kevin señaló el seguro de la puerta.
– Abre el cierre.
Ella estiró el brazo, pero tuvo otro calambre. Gimió y se envolvió los muslos entre los brazos para que no se separasen.
Kevin volvió a golpear el cristal, esta vez con más fuerza.
– ¡Toca el seguro! ¡Sólo tócalo! Sin saber cómo, Molly logró hacer lo que le pedía.
Una ola de aire frío la golpeó cuando él abrió la puerta de par en par y su aliento creó una nube de vaho en el aire.
– ¿Qué te ocurre?
El miedo la había dejado sin habla. Lo único que pudo hacer fue morderse los labios y apretar aún más los muslos.
– ¿Es el bebé?
Ella asintió nerviosamente con la cabeza.
– ¿Crees que tienes un aborto?
– ¡No! -Molly combatió el dolor e intentó hablar con más calma-. No, no es un aborto. Sólo… sólo son calambres.
Ella se dio cuenta de que él no se lo creía, y le odió por ello.
– Hay que llevarte a un hospital.
Kevin corrió hacia el otro lado del coche, abrió la puerta y le tendió los brazos para trasladarla al asiento del pasajero, pero ella no podía permitírselo. Si se movía…
– ¡No! ¡No…! ¡No me muevas!
– Tengo que hacerlo. No te haré daño, te lo prometo.
Kevin no lo entendía. No era a ella a quien le haría daño.
– No…
Pero él no la escuchaba. Ella se agarró los muslos con más fuerza mientras él la sujetaba por debajo y, con dificultad, la desplazaba hacia el otro asiento. El esfuerzo dejó a Molly jadeando.
Kevin volvió corriendo a su coche y regresó enseguida con su teléfono móvil y una manta de lana con la que tapó a Molly. Antes de sentarse al volante, colocó una chaqueta en el asiento. Para cubrir su sangre.
Mientras él se dirigía de nuevo hacia la autopista, ella deseó que sus brazos tuvieran la fuerza suficiente para seguir manteniendo sus dos piernas juntas. Kevin hablaba con alguien al teléfono… Estaba intentando localizar un hospital. Los neumáticos de su diminuto Escarabajo chirriaron mientras salía como un rayo de la autopista y trazaba una curva. Conducción temeraria. «Por favor, Dios mío…»
Molly no tenía ni idea de cuánto habían tardado en llegar a ese hospital. Sólo se dio cuenta de que él abría la puerta del pasajero y se preparaba para volver a tomarla en sus brazos.
Intentó apartar las lágrimas de sus ojos pestañeando y le miró.
– Por favor… Ya sé que me odias, pero… -Molly jadeó tras un nuevo calambre-. Mis piernas… Tengo que mantenerlas juntas.
Él la examinó un momento y luego asintió con la cabeza.
Molly sintió como si no pesara nada cuando Kevin deslizó sus manos por debajo de la falda de su vestido de novia y la levantó sin esfuerzo. Kevin apretó los muslos de Molly contra su cuerpo y cruzó la puerta de entrada.
Alguien se acercó con una silla de ruedas y Kevin corrió hacia ella.
– No… -Molly intentó agarrarle el brazo, pero estaba demasiado débil-. Las piernas… Si me sueltas…
– Por aquí, señor -gritó una enfermera.
– Indíqueme dónde tengo que llevarla -dijo Kevin.
– Lo siento, señor, pero…
– ¡Vamos, deprisa!
Molly apoyó la mejilla en el pecho de Kevin y por un momento sintió que el bebé estaba a salvo. Ese momento se esfumó en cuanto él la llevó a un cubículo con cortinas y la dejó cuidadosamente sobre la camilla.
– Nosotros nos encargaremos de ella. Mientras, vaya usted a registrarla, señor -dijo la enfermera.
Kevin apretó la mano de Molly. Por primera vez desde que había regresado de Australia, parecía preocupado en lugar de hostil.
– Vuelvo enseguida.
Con la mirada fija en la luz fluorescente que había en el techo, Molly se preguntó cómo iba Kevin a rellenar los papeles. No sabía ni su fecha de nacimiento ni su segundo nombre de pila. No sabía nada de ella.
La enfermera era joven, de rostro dulce. Pero cuando quiso ayudar a Molly a quitarse las medias ensangrentadas, ésta se negó. Tendría que aflojar las piernas para hacerlo.
La enfermera le acarició el brazo.
– Iré con mucho cuidado.
Pero de nada sirvió. Cuando llegó el médico de la sala de urgencias a examinarla, Molly ya había perdido a su bebé.
Kevin se negó a que le dieran el alta antes del día siguiente, y, como era una celebridad, su deseo se cumplió. A través de la ventana de su habitación privada, Molly veía un aparcamiento y una fila de árboles deshojados. Cerró los ojos intentando no oír.
Uno de los médicos hablaba con Kevin, utilizando el tono deferente que adopta la gente cuando habla con alguien famoso.
– Su esposa es joven y goza de buena salud, señor Tucker. Tendrá que ir a que la visite su médico de cabecera, pero no veo ningún motivo para que ustedes dos no puedan tener otro hijo.
Molly sí que vio uno.
Alguien tomó su mano. Molly no sabía si era una enfermera, el médico o Kevin. No le importaba, y la apartó.
– ¿Cómo te encuentras? -susurró Kevin. Ella fingió estar dormida.
Kevin se quedó en la habitación durante mucho rato. Cuando finalmente se marchó, Molly se dio la vuelta para alcanzar el teléfono.
Se sentía aturdida por las pastillas que le habían dado, y tuvo que marcar dos veces antes de poder hablar. Cuando Phoebe respondió, Molly se echó a llorar.