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– Lo comprendo, pero creemos…

– Me dijiste que te encantaba el libro.

– Y lo apoyamos totalmente. Los cambios que te sugiero son de poca monta. Tú míralos y piénsatelo. Podemos volver a hablar la semana próxima. Molly se sentía furiosa al salir del restaurante. En cuanto llegó a casa, sin embargo, la furia se había desvanecido, y aquella desoladora sensación de vacío de la que no podía librarse volvió a apoderarse de ella. Dejó a un lado el sobre con las recomendaciones de Helen y se fue a la cama.

Lilly llevó el chal que le había regalado Mallory al museo J. Paul Getty. Se quedó en pie en uno de los balcones curvos que hacían del museo un edificio tan asombroso y observó el panorama por encima de las colinas de Los Ángeles. Era un día soleado de mayo, y si volvía un poco la cabeza, podía ver Brentwood. Podía distinguir incluso el tejado de su casa. Le había encantado la casa cuando Craig y ella la habían descubierto, pero ahora parecía que las paredes se le cayeran encima. Como tantas otras cosas de su vida, era más de Craig que de ella.

Volvió a entrar en el museo, pero no le prestó demasiada atención a las obras antiguas que había colgadas en las paredes. Lo que le gustaba era el Getty en sí mismo. El grupo de edificios ultramodernos con sus maravillosos balcones e imprevisibles ángulos formaban una obra de arte que le gustaba más que los preciosos objetos de su interior. Desde la muerte de Craig, había tomado una docena de veces el resplandeciente tranvía blanco que llevaba a los visitantes al museo, situado en la cima de la colina. La forma en que la envolvían los edificios la hacía sentir como si se hubiera convertido en parte del arte: congelada en el tiempo en el momento de la perfección.

La revista People había aparecido aquel día en los quioscos con un reportaje de dos páginas sobre Kevin y su misteriosa boda. Lilly había huido al museo para escapar al casi irreprimible deseo de coger el teléfono y llamar a Charlotte Long, su única fuente de información sobre Kevin. Era mayo, y la boda y la separación habían tenido lugar hacía tres meses, pero Lilly seguía sabiendo exactamente lo mismo que entonces. Si pudiera estar segura de que Charlotte Long no iba a contarle nada a Kevin, la llamaría sin dudarlo.

Mientras bajaba por la escalinata hacia el patio, intentó pensar alguna manera de mantenerse ocupada durante el resto del día. Nadie iba a llamar a su puerta suplicándole que protagonizara su nueva película. No quería iniciar otro proyecto de colcha porque le dejaría demasiado tiempo para pensar, y de eso ya había tenido demasiado últimamente. La brisa soltó un mechón de sus cabellos y se lo estampó en la mejilla. Tal vez debería dejar de preocuparse por las consecuencias y ceder al deseo de llamar a Charlotte Long. Pero ¿cuánto dolor estaba dispuesta a soportar en caso de no ver ninguna posibilidad de un final feliz?

Si al menos pudiera verle…

Capítulo siete

.

– ¿Me tomo una sobredosis de pastillas? -se preguntó Daphne-. ¿O salto desde lo alto de un árbol enorme? ¿Dónde está esa práctica fuga de monóxido de carbono cuando una chica la necesita?

El ataque de nervios de Daphne

(Notas para un manuscrito que jamás va a publicarse)

– Estoy bien -le decía Molly a su hermana cada vez que hablaban.

– ¿Por qué no vienes a casa este fin de semana? Te prometo que no verás ningún ejemplar de People en ningún lado. Los lirios están preciosos, y sé cómo te gusta el mes de mayo.

– Este fin de semana no me va bien. Tal vez el siguiente.

– Eso fue lo que dijiste la última vez que hablamos -le recordó Phoebe.

– Pronto, te lo prometo. Pero es que ahora tengo tantas cosas de que ocuparme.

Eso era cierto. Molly había pintado los armarios, había pegado fotos en álbumes, había borrado archivos y había cepillado a su soñoliento perro. Había hecho de todo excepto trabajar en las revisiones que finalmente se había visto obligada a aceptar porque necesitaba el resto del dinero del anticipo.

Helen quería cambios en algún diálogo en Daphne se cae de bruces, y también tres nuevos dibujos. Dos de ellos mostrarían a Daphne y Melissa algo más separadas, y en el tercero, Benny y sus amigos comerían bocadillos de queso en lugar de perritos calientes. Habían revisado a Daphne con las mentes adultas más lascivas. Helen también le había pedido a Molly que introdujera cambios en el texto de dos libros de Daphne más antiguos que se editarían de nuevo. Pero Molly no había hecho nada de eso, no por principios, aunque deseó que hubiera sido ésta la razón, sino porque no era capaz de concentrarse.

Su amiga Janine, que todavía estaba dolida por la condena que NHAH había hecho de su propio libro, se había enfadado con Molly por no haber mandado a freír espárragos a Birdcage, pero Janine tenía un marido que pagaba la hipoteca cada mes.

– Los niños te echan de menos -dijo Phoebe.

– Les llamaré esta noche, te lo prometo.

Lo hizo, y logró salir bien parada con las gemelas y con Andrew. Pero Hannah le partió el corazón.

– Es por mi culpa, ¿verdad, tía Molly? -susurró-. Por eso no quieres venir más aquí. Es porque la última vez que estuviste aquí yo te dije que estaba triste porque tu bebé había muerto.

– Oh, cariño…

– No sabía que se suponía que no tenía que hablar del bebé. Te prometo que nunca, nunca más volveré a decir nada.

– No hiciste nada malo, cielo. Vendré este fin de semana. Y lo pasaremos en grande.

Pero con ese viaje sólo consiguió sentirse peor. Detestaba ser la responsable de la preocupación que nublaba los ojos de Phoebe, y no podía soportar el tono suave y considerado con que le hablaba Dan, como si temiera que ella fuera a romperse. Estar con los niños era incluso más doloroso. Mientras rodeaban su cintura con sus brazos y le pedían que les acompañara a ver sus últimos proyectos, ella apenas podía respirar.

La familia la estaba desgarrando con su amor. Se marchó en cuanto pudo.

Mayo se convirtió en junio. Molly se sentó una docena de veces a trabajar en los dibujos, pero su pluma, normalmente ágil, se negaba a moverse. Intentó pensar en algo para su artículo para Chik, pero su mente estaba tan vacía como su cuenta bancaria. Podía seguir pagando su hipoteca hasta julio, pero no más.

Los días de junio iban pasando, y a Molly empezaron a escapársele pequeñas cosas. Uno de sus vecinos le dejó junto a la puerta un saco con todas las cartas que había extraído de su atiborrado buzón. La ropa sucia se amontonaba, y el polvo se estaba adueñando por primera vez de su piso. Pilló un resfriado y no se lo acababa de quitar de encima.

Un viernes por la mañana, le dolía tanto la cabeza que llamó a sus clases voluntarias para decir que estaba enferma y se quedó en la cama. Aparte de arrastrarse al exterior el tiempo justo para que Roo hiciera sus necesidades y obligarse ocasionalmente a comer una tostada, se pasó todo el fin de semana durmiendo.

Cuando llegó el lunes, el dolor de cabeza había desaparecido, pero las secuelas del resfriado la habían dejado sin energía, así que volvió a llamar para decir que estaba enferma. Su caja del pan estaba vacía, y se habían acabado los cereales. Encontró algo de fruta en conserva en el armario.

El martes por la mañana, mientras dormitaba en la cama, su sueño se vio interrumpido por el interfono del vestíbulo. Roo se incorporó, atento. Molly se enterró aún más bajo las sábanas, pero justo cuando volvía a dormirse, alguien empezó a golpear la puerta del piso. Se puso una almohada sobre la cabeza, pero no consiguió aislar sus oídos de esa voz profunda, conocida, y claramente audible a pesar de los gañidos de Roo.