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– ¡Abre! ¡Sé que estás ahí!

Ese horrible Kevin Tucker.

Molly estornudó y se tapó los oídos con los dedos, pero Roo seguía ladrando y Kevin seguía golpeando. Miserable perro. Desconsiderado y temible futbolista. Toda la gente del edificio iba a quejarse. Echando pestes, se arrastró fuera de la cama.

– ¿Qué quieres? -preguntó con la voz cascada por la falta de uso.

– Quiero que abras la puerta.

– ¿Por qué?

– Porque tengo que hablar contigo.

– Yo no quiero hablar.

Molly cogió un pañuelo y se sonó la nariz.

– Mala suerte. A menos que quieras que toda la gente del bloque se entere de tus asuntos privados, te sugiero que abras.

De mala gana, corrió el pestillo. Al abrir la puerta, deseó haber ido armada.

Kevin estaba en pie en el umbral, deslumbrante y perfecto con su cuerpo sano, sus relucientes cabellos rubios y sus brillantes ojos verdes. Molly sintió aporreada su cabeza. Quería esconderse bajo unas gafas oscuras.

Kevin entró sin hacer caso del caniche gruñón y cerró la puerta.

– Tienes un aspecto horrible -le dijo. Molly arrastró los pies hacia el salón.

– Roo, cállate.

El perro resopló ofendido mientras ella se dejaba caer en el sofá.

– ¿Te ha visto algún médico?

– No necesito a ningún médico. El resfriado ya casi está curado.

– ¿Y qué me dices de un psiquiatra?

Kevin anduvo hasta las ventanas y empezó a abrirlas.

– Ya basta -espetó ella.

Ya tenía bastante con tener que soportar su arrogancia y el destello amenazador de su buen aspecto. No estaba dispuesta además a tolerar el aire fresco.

– ¿Por qué no te vas?

Kevin miró a su alrededor y observó los platos sucios que se amontonaban en el fregadero de la cocina, el albornoz colgando del respaldo del sofá, y las mesas llenas de polvo. Era un huésped no invitado, así que a ella no le importó.

– Ayer te saltaste la cita con el abogado -dijo Kevin.

– ¿Qué cita?

Molly se pasó la mano por sus cabellos andrajosos e hizo una mueca de dolor al encontrar una maraña. Media hora antes había ido al baño para cepillarse los dientes, pero no recordaba la última vez que se había duchado. Y su raído camisón gris olía a caniche.

– ¿La anulación? -Kevin echó un vistazo al montón de correo sin abrir que sobresalía de la bolsa de compra de Crate & Barrel, junto a la puerta, y dijo sarcásticamente-: Supongo que no has recibido la carta.

– Supongo que no. Será mejor que te vayas. Podría ser contagioso.

– Me arriesgaré. -Kevin avanzó hasta las ventanas y miró hacia el aparcamiento-. Bonita vista.

Molly cerró los ojos para echarse un sueñecito.

Kevin no creía haber visto jamás a nadie más patético. Aquella mujer de cara pálida, pelo enmarañado, olor rancio, ojos tristes y que se sorbía los mocos era su esposa. Se hacía difícil de creer que fuera la hija de una corista. Debería haber permitido que su abogado se encargara de todo, pero no dejaba de ver la pura desesperación de los ojos de Molly mientras le suplicaba que le sujetara las piernas y las mantuviera juntas, como si el bebé pudiera mantenerse en su interior con la simple fuerza bruta.

«Sé que me odias, pero…»

Él ya no podía seguir odiándola; no después de ver su infructuosa lucha por mantener a ese bebé. Pero odiaba en cambio cómo se sentía, como si tuviera algún tipo de responsabilidad con ella. La pretemporada empezaba al cabo de menos de dos meses. Necesitaba concentrar toda su energía en prepararse para la siguiente temporada. La miró con resentimiento.

«Tienes que servir de ejemplo, Kevin. Haz lo correcto.»

Se apartó de las ventanas e hizo a un lado a aquel perro inútil y mimado. ¿Por qué alguien con sus millones vivía en un lugar tan pequeño? Por comodidad, tal vez. Probablemente tenia al menos tres casas más, todas ellas en climas cálidos.

Kevin se dejó caer en el extremo opuesto del sofá desmontable donde estaba ella tumbada y la examinó críticamente. Debía de haber perdido unos cinco kilos desde el aborto. Tenía el pelo más largo, casi hasta la mandíbula, y había perdido ese lustre sedoso que tenía el día de su boda. No se había molestado en maquillarse, y esas profundas ojeras bajo aquellos ojos exóticos le daban el aspecto de alguien al que han estado golpeando como a un saco de arena.

– He tenido una interesante conversación con uno de tus vecinos -confesó Kevin.

Molly se frotó los ojos con la muñeca.

– Te prometo que llamaré a tu abogado mañana a primera hora si te largas.

– El hombre me ha reconocido enseguida.

– Cómo no.

Kevin observó que no estaba demasiado cansada para el sarcasmo. Su resentimiento renació.

– Ha estado encantado de cotillear sobre ti. Parece ser que dejaste de vaciar el buzón hace varias semanas.

– Nadie me envía nada interesante.

– Y la única vez que has salido del apartamento desde el jueves por la noche fue para pasear a tu «pit-bull».

– Deja de llamarle así. Me estoy recuperando de un resfriado, eso es todo.

Su nariz roja era evidente, pero de algún modo Kevin no creía que su único problema fuera un resfriado. Se levantó.

– Venga, Molly. Encerrarse de esta forma no es normal. Ella le miró por encima de la muñeca.

– Míralo, el experto en comportamiento normal. Me dijeron que estabas nadando con tiburones cuando Dan te encontró en Australia.

– Tal vez sea depresión.

– Gracias, doctor Tucker. Ahora puedes irte.

– Perdiste a un hijo, Molly.

Kevin había expuesto una realidad, pero era como si le hubiera disparado. Molly se levantó de un brinco del sofá y al ver el aire feroz que adquirió su expresión, Kevin supo lo que quería saber.

– ¡Vete de aquí antes de que llame a la policía! -gritó ella.

Lo único que tenía que hacer Kevin era salir por la puerta. Dios sabía que a esas alturas, con la publicidad que había armado el artículo de People, había acumulado ya bastantes agravios. Y el simple hecho de estar con ella le revolvía las tripas. Si al menos pudiera olvidar la expresión de sus ojos cuando luchaba por salvar al bebé.

– Vístete, vendrás conmigo. -Y justo cuando esas palabras se escapaban de sus labios, Kevin intentó silenciarlas.

Molly parecía asustada por su propia rabia, y Kevin la vio esforzarse por liberarse y volver a ver la luz. Molly logró por fin responder con un gruñido lastimero:

– Has estado fumando demasiada hierba últimamente, ¿no?

Kevin, furioso consigo mismo, subió los cinco escalones que llevaban al dormitorio. El caniche le siguió para asegurarse de que no robaba las joyas. Kevin miró a Molly desde encima de los armarios de la cocina. Dios, no soportaba tener que adoptar esa actitud.

– Puedes elegir entre vestirte o acompañarme tal como vas, con lo que probablemente conseguirás que el Departamento de Salud te ponga en cuarentena -le advirtió Kevin.

Ella siguió tumbada en el sofá.

– Estás desperdiciando tu saliva -repuso ella.

Sería sólo por unos días, se dijo Kevin. Ya le ponía de suficiente mal humor verse obligado a conducir hasta el campamento de Wind Lake. ¿Por qué no acabar de estropearlo del todo llevándosela a ella consigo?

Nunca había tenido la intención de volver allí, pero no podía evitarlo. Durante semanas se había dicho que podía venderse la propiedad sin volver a verla. Pero cuando no pudo responder a ninguna de las preguntas que le había planteado su gestor, supo que tenía que tomar una decisión heroica y ver exactamente lo descuidado que estaba todo aquello.