Fueron las dos mejores semanas de la infancia de Molly. Leyó las obras completas de Mary Stewart, pedía pastel de queso con cerezas al servicio de habitaciones cada vez que le apetecía y entabló amistad con las camareras hispanas. Algunas veces le decía a su canguro que bajaba a la piscina, aunque, en vez de eso, se paseaba por los alrededores del casino hasta que encontraba a una familia con muchos hijos. Se quedaba lo más cerca posible de ellos y fingía formar parte de la familia.
Normalmente, cada vez que recordaba sus intentos infantiles de crearse una familia se ponía a reír, pero ahora sintió el hormigueo de las lágrimas y tuvo que tragar saliva.
– ¿Sabías que hay un límite de velocidad? -le preguntó a Kevin con ironía.
– ¿Te pongo nerviosa?
– Eres tú quien deberías estarlo. Yo ya estoy acostumbrada: han sido muchos años yendo en el coche de Dan.
Además, tampoco le importaba demasiado. Se sorprendió al darse cuenta de que no tenía ningún interés por el futuro. Ni siquiera podía reunir la energía para preocuparse por su economía, ni tampoco por la insistencia de las llamadas de la editora de Chik.
Kevin levantó un poco el pie del acelerador.
– Sólo para que lo sepas, el campamento está en medio de la nada, las casitas son tan viejas que probablemente ya deben de estar en ruinas, y el lugar es más aburrido que la música de ascensor porque nunca va nadie más joven de setenta años -dijo inclinando la cabeza hacia la bolsa de comida que había comprado en la estación de servicio-. Si ya has acabado con el zumo de naranja, hay algunas galletas y queso para untar ahí dentro.
– De rechupete, pero creo que pasaré.
– Diría que has pasado de muchas comidas últimamente.
– Gracias por darte cuenta. Supongo que si pierdo otros veinticinco kilos, estaré tan delgada como alguna de tus chéres amies.
– Casi que te concentres en esa crisis nerviosa que sufres. Al menos así estarás calladita.
Molly sonrió. Si algo podía decir a favor de Kevin era que no la trataba con guantes de seda como Phoebe y Dan. Era agradable ser tratada como una adulta.
– Paso, aunque puede que me eche una siesta.
– Pues hazlo.
Pero no durmió: cerró los ojos e intentó obligarse a pensar en su próximo libro, aunque su mente se negaba a adentrarse ni un solo paso en los confortables caminos apartados del Bosque del Ruiseñor.
Tras salir de la interestatal, Kevin paró junto a la carretera en una tienda con estanco incorporado y volvió cargado con una bolsa de papel marrón que dejó en el regazo de Molly.
– Desayuno de Michigan. ¿Te ves capaz de hacer algunos bocadillos?
– Tal vez si me concentro…
Dentro de la bolsa, Molly encontró una cantidad generosa de pescado blanco ahumado, un buen pedazo de queso cheddar fuerte y una hogaza de pan de centeno integral, junto a un cuchillo de plástico y algunas servilletas de papel. Reunió la energía suficiente para preparar un par de rebanadas para él y, para ella, otra más pequeña, que, tras unos pocos mordiscos, acabó devorando Roo.
Se dirigieron al este hacia el centro del estado. Molly, aunque aún con los ojos medio cerrados, distinguió huertos florecientes y bonitas granjas con sus silos. Luego, cuando las últimas luces de la tarde empezaron a apagarse, se dirigieron al norte hacia la I-75, que se extendía hasta Sault Ste. Marie.
No hablaron demasiado. Kevin escuchaba los CD que había traído consigo. Le gustaba el jazz de todo tipo, descubrió Molly, desde el bebop de los cuarenta hasta las fusiones. Por desgracia, también le gustaba el rap, y después de quince minutos intentando hacer oídos sordos a la visión machista de Tupac sobre las mujeres, Molly pulsó el botón de eyección, agarró el disco y lo tiró por la ventanilla del coche.
Descubrió que a Kevin se le enrojecían las orejas cuando gritaba.
Ya anochecía cuando llegaron a la zona norte del estado. Justo después del bonito pueblo de Grayling, cambiaron la autopista por una carretera de dos carriles que parecía no llevar a ninguna parte. Al poco rato estaban atravesando densos bosques.
– El noreste de Michigan quedó prácticamente deforestado por la industria maderera durante el siglo XIX -explicó Kevin-. Lo que ves ahora son segundas y terceras plantaciones. Hay partes bastante salvajes. Los pueblos de la zona son pequeños y están aislados.
– ¿Falta mucho?
– Sólo poco más de una hora, pero el lugar está en ruinas, así que no quiero llegar allí cuando haya anochecido. Se supone que hay un motel no muy lejos de aquí, pero no te esperes el Ritz.
Como no podía imaginar que Kevin le temiera a la oscuridad, sospechó que le había contestado con evasivas, y decidió acurrucarse aún más en su asiento. Las luces de algún coche ocasional iluminaban sus rasgos masculinos, proyectando peligrosas sombras tras esos pómulos de modelo de ropa interior. Molly sintió un escalofrío, por lo que cerró los ojos e imaginó que estaba sola.
No volvió a abrirlos hasta que Kevin paró el coche frente a un motel de carretera de aluminio blanco y falso ladrillo de ocho habitaciones. Cuando Kevin salió del coche para registrarse, Molly pensó en ir tras él para asegurarse de que tenía claro que ella quería una habitación independiente, pero la detuvo el sentido común.
Efectivamente, Kevin salió de la oficina con dos llaves. Su habitación, según observó, estaba en el extremo opuesto de la de Kevin.
Se despertó a primera hora de la mañana: estaban aporreando su puerta y Roo no dejaba de ladrar.
– Slytherins -gruñó-. Esto se está convirtiendo en una mala costumbre.
– Nos vamos dentro de media hora -gritó Kevin desde fuera-. Despabila.
– Vale, vale -murmuró contra la almohada.
Se arrastró hacia la destartalada ducha e incluso logró pasarse un peine por el pelo. Aplicarse el lápiz de labios, sin embargo, ya era demasiado para ella. Se sentía como si tuviera una resaca colosal.
Cuando finalmente salió de la habitación, Kevin se paseaba nervioso junto al coche. La luz ácida de la mañana lo iluminaba y evidenciaba una mueca de malhumor y una expresión poco amistosa. Mientras Roo aprovechaba los arbustos, Kevin tomó la maleta de Molly y la dejó en la parte posterior del coche.
Esa mañana había decorado sus músculos con una camiseta verde mar de los Stars y un pantalón corto de color gris claro. Era ropa corriente, pero la llevaba con la confianza de quienes han nacido guapos.
Molly rebuscó en su bolso las gafas de sol y le miró con resentimiento.
– ¿Nunca la desconectas?
– ¿Desconectar el qué?
– Tu fealdad habitual -murmuró ella.
– Tal vez debería dejarte en alguna granja para chistosos en vez de llevarte a Wind Lake.
– Como quieras. ¿Es demasiado pedir, un café? -dijo poniéndose las gafas, aunque no ayudaron mucho a apagar el brillo cegador de su irritante hermosura.
– Está en el coche, pero has tardado tanto en arreglarte que probablemente ya esté frío.
Casi quemaba, y mientras volvían a la carretera, Molly se lo tomó con un sorbo largo y lento.
– Lo mejor que he podido encontrar para desayunar ha sido fruta y donuts. Están en esa bolsa -dijo con una voz tan malhumorada como su aspecto. Molly no tenía hambre, y se concentró en el paisaje.
Podrían haber estado en lo más remoto de Yukon en vez de en el estado donde se producían los Chevrolet, los Sugar Pops y la música soul. Desde un puente que cruzaba el río Au Sable, Molly vio acantilados rocosos en una orilla y densos bosques interminables en la otra. Un águila pescadora planeaba sobre las aguas. Todo parecía agreste y remoto.