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Los ornitólogos Pearson estaban en pie, detrás de dos ancianas sentadas en el sofá capitoné. Al otro lado de la sala, dos parejas de cabellos blancos conversaban. Los nudosos dedos de las mujeres lucían diamantes antiguos y anillos de aniversario más nuevos. Uno de los hombres tenía un bigote de morsa, el otro llevaba un pantalón corto de golf de color verde lima y unos zapatos blancos de charol. Otra pareja era más joven, de cincuenta y pocos, tal vez, prósperos hijos del baby boom que podrían haber salido de un anuncio de Ralph Lauren. Era Kevin, sin embargo, quien dominaba la sala. De pie junto a la chimenea, parecía tanto el dueño de la hacienda que su pantalón corto y su camiseta de los Stars podrían haber sido unos pantalones y una chaqueta de montar.

– … o sea que el presidente de los Estados Unidos está sentado en la línea de cincuenta yardas, los Stars vamos perdiendo por cuatro puntos, sólo quedan siete segundos en el reloj y yo estoy casi seguro de haberme torcido la rodilla.

– Eso debe de ser doloroso -se compadeció la mujer del baby boom.

– Uno no nota el dolor hasta más tarde.

– ¡Ya recuerdo ese partido! -exclamó su marido-. Le hiciste un pase de cincuenta yardas a Tippet y los Stars ganaron de tres.

Kevin asintió con la cabeza, lleno de modestia.

– Tuve suerte, Chet.

Molly puso los ojos en blanco. Nadie llegaba a la cima de la NFL confiando en la suerte. Kevin había llegado donde estaba por ser el mejor. Su representación del buen muchacho de siempre podía parecerles encantadora a los huéspedes, pero ella conocía la verdad.

Aun así, mientras le miraba se dio cuenta de que lo que veía era el autodominio en acción, y, aunque de mala gana, le ofreció su respeto. Nadie sospechaba hasta qué punto detestaba Kevin estar allí. Molly había olvidado que era el hijo de un predicador, y no debería haberlo hecho. Kevin era un hombre que cumplía con sus obligaciones, aunque las detestara. Tal como había hecho al casarse con ella.

– No me lo puedo creer -se alegró la señora Chet-. Cuando elegimos una casa de huéspedes en el remoto noreste de Michigan, nunca habríamos imaginado que nuestro anfitrión sería el famoso Kevin Tucker.

Kevin le regaló una de sus expresiones zalameras. Molly quería decirle a la buena mujer que no se molestara en intentar flirtear con él, puesto que no tenía acento extranjero.

– Me gustaría escuchar cómo te eligieron para la liga -dijo Chet recolocándose el jersey de algodón de la marina que llevaba sobre los hombros de su vistoso polo verde.

– ¿Qué me dices, compartimos una cerveza en el porche más tarde, por la noche? -le propuso Kevin.

– No me importaría unirme a vosotros -se interpuso bigote de morsa mientras pantalón verde lima asentía con la cabeza.

– Pues nos encontramos todos -dijo Kevin amablemente.

John Pearson daba cuenta de las últimas Oreo.

– Ahora que Betty y yo te conocemos en persona, tendremos que hacernos seguidores de los Stars. ¿No… mmm… habrás encontrado alguno de los pasteles de limón y semillas de amapola de Judith en el congelador, por casualidad?

– No tengo ni idea -dijo Kevin-. Y eso me recuerda que debo pedir disculpas por adelantado por el desayuno de mañana. Lo máximo que puedo hacer son tortitas con algunos ingredientes, así que, si deciden marcharse, lo entenderé. La oferta de devolverles el doble de su dinero sigue en pie.

– Ni se nos ocurriría marcharnos de un lugar tan encantador -dijo la señora Chet lanzándole a Kevin una mirada que llevaba escrita la palabra adulterio-. Y no te preocupes por el desayuno. Te echaré una mano encantada.

Molly hizo lo que le tocaba para proteger los Diez Mandamientos y se obligó a cruzar la puerta y entrar en el salón.

– No va a ser necesario. Sé que Kevin quiere que se relajen mientras están aquí, y creo que puedo prometer que la comida será un poco mejor mañana.

Kevin parpadeó, aunque si ella esperaba que cayera a sus pies como muestra de agradecimiento, se olvidó de la idea al oír su presentación.

– Ella es mi hostil esposa, Molly.

– No parece hostil -le dijo la esposa de bigote de morsa a su amiga con un susurro perfectamente audible.

– Eso es porque no la conoce -murmuró Kevin.

– Mi esposa es un poco dura de oído -dijo el señor Bigote, sorprendido como los demás por la presentación de Kevin. Varias de las personas del salón la observaron con curiosidad. No había duda de que la revista People se vendía…

Molly intentó enojarse, aunque era un alivio no tener que fingir que eran una pareja felizmente casada.

John Pearson dio enseguida un paso adelante.

– Su marido tiene mucho sentido del humor. Estamos encantados de que cocine para nosotros, señora Tucker.

– Llámeme Molly, por favor. Y ahora, si me perdonan, voy a inspeccionar las existencias de la despensa. Y ya sé que sus habitaciones no están tan ordenadas como sería de esperar, pero Kevin las limpiará para ustedes antes de la hora de acostarse.

Mientras avanzaba por el pasillo, decidió que el señor Tipo Listo no tenía que tener siempre la última palabra.

Su satisfacción se esfumó en cuanto abrió la puerta de la cocina y vio a los jóvenes amantes practicando el sexo contra la nevera de la tía Judith. Se volvió de inmediato y chocó con el pecho de Kevin, que echó un vistazo por encima de su cabeza.

– Oh, por el amor de Dios…

Los amantes se separaron de golpe. Molly estaba a punto de apartar la mirada, pero Kevin entró en la cocina. Miró a Amy, que, con la diadema colgándole descuidadamente de los cabellos, se estaba abrochando mal los botones.

– Creía que te había dicho que lavaras esos platos -le espetó Kevin.

– Sí, bueno, es que…

– Troy, se supone que tú deberías estar segando la hierba del espacio comunitario -le recordó al chico.

Troy se peleaba con su bragueta.

– Justo ahora me disponía a…

– ¡Sé exactamente a qué te disponías, y créeme, con eso no consigues que la hierba quede segada!

Troy frunció el ceño y murmuró algo entre dientes.

– ¿Decías algo? -ladró Kevin, tal como debía hacer con los novatos del equipo.

La nuez de Troy se movió.

– Aquí… hay demasiado trabajo por lo que nos pagan.

– ¿Y eso cuánto es?

Troy se lo dijo y Kevin lo duplicó al momento. A Troy le brillaron los ojos.

– Genial.

– Pero hay un inconveniente -dijo Kevin pausadamente-. Vais a tener que trabajar realmente por ese dinero. Amy, cielo, ni se te pase por la cabeza marcharte esta noche hasta que las habitaciones de los huéspedes estén limpias como una tacita de plata. Y tú, Troy, tienes una cita con la segadora de césped. ¿Alguna pregunta?

Cuando asintieron respetuosamente, Molly observó dos chupetones a juego en sus cuellos. Algo se removió en la boca de su estómago.

Troy salió por la puerta, y al ver la mirada anhelante de Amy, recordó a Molly la expresión que había en los ojos de Ingrid Bergman al despedirse para siempre de Humphrey Bogart en la pista de aterrizaje de Casablanca.

¿Qué se debía sentir al estar tan enamorado? Volvió a tener el mismo temblor desagradable en el estómago. Sólo cuando los amantes se hubieron marchado se dio cuenta de que eran celos. Ellos tenían algo que ella parecía condenada a no experimentar jamás.

Capítulo diez

– Es demasiado peligroso – le dijo Daphne.

– Ahí está la gracia – contestó Benny.

Daphne se pierde

Pocas horas después, Molly dio un paso atrás para admirar el rincón hogareño que había creado para sí misma en el porche cubierto de la casita guardería. Había colocado los cojines a rayas azules y amarillas en el columpio y los que estaban forrados con una tela de cretona, en las sillas de sauce. La pequeña mesa plegable decapada en blanco de la cocina estaba ahora a un lado del porche, junto a dos sillas rústicas desparejadas. Al día siguiente saldría a buscar algunas flores para adornar la regadera que había colocado encima de la mesa.