– No será necesario.
Molly subió las escaleras hacia el desván, y descubrió que la habitación era sorprendentemente espaciosa, a pesar de lo inclinado del techo y de las buhardillas. Los muebles de anticuario eran acogedores y el colchón de la cama de matrimonio parecía la mar de cómodo. Se había añadido un ventanal en un extremo para darle más luz. Molly lo abrió para que entrase el aire fresco, luego investigó el diminuto y anticuado baño en el extremo opuesto. Apenas era apropiado, pero al menos era íntimo, y si a Lilly Sherman no le gustaba, podía marcharse.
La sola idea le levantó la moral.
Le pidió a Amy que preparase la habitación y bajó corriendo las escaleras. No había ni rastro de Kevin. Molly volvió al porche principal.
Lilly estaba en pie junto a la baranda, acariciando a una enorme gata anaranjada que sostenía en brazos, mientras Roo protestaba desde detrás de uno de los balancines de madera. Cuando Molly abrió la puerta principal, el pobre animal dio un respingo, miró a Lilly con expresión herida y se escabulló adentro. Molly cambió su cara por una expresión agradable.
– Espero que su gata sea buena con él.
– Han mantenido las distancias -dijo Lilly mientras acariciaba con el pulgar la barbilla de su gata-. Ella es Mermelada, también conocida como Mermy.
Era una gata peluda del tamaño casi de un mapache, con los ojos dorados, unas garras enormes y una cabeza grande.
– Hola, Mermy. Pórtate bien con Roo, ¿vale?
La gata maulló.
– Me temo que la única habitación vacía es el desván. Es bonito, pero al fin y al cabo es un desván, y el baño deja algo que desear. Puede reconsiderar la posibilidad de quedarse o tal vez prefiera alquilar una de las casitas. No están todas ocupadas, todavía.
– Prefiero la casa, y estoy segura de que estaré bien.
Como Lilly llevaba escrito en todo su cuerpo el nombre de los hoteles Four Seasons, Molly no podía imaginar que nada de aquello le pareciera bien. Aun así, los modales son los modales.
– Me llamo Molly Somerville.
– Sí, te he reconocido -dijo fríamente-. Eres la esposa de Kevin.
– Estamos separados. Sólo le estoy ayudando durante unos días.
– Claro -dijo con expresión de no verlo nada claro.
– Le serviré un té con hielo mientras se espera.
Molly lo preparó todo a toda prisa y cuando ya volvía hacia el porche vio a Kevin que cruzaba el comedor hacia la casa. Se había cambiado de ropa: llevaba unos vaqueros gastados, un par de deportivas medio despedazadas y una vieja camiseta negra que había perdido las mangas. El martillo que le sobresalía del bolsillo indicaba que o bien se había recuperado de la resaca, o bien tenía una gran tolerancia al dolor. Recordando los golpes que se había dado a lo largo de aquellos años, sospechó que era lo segundo. Molly se preguntó por qué se disponía a hacer los arreglos necesarios personalmente, si tanto le desagradaba aquel lugar. El aburrimiento, imaginó, o tal vez aquel sentido del deber de hijo de predicador que no dejaba de complicarle la vida.
– ¡Eh, Daphne! ¿Quieres acompañarme al pueblo a comprar algunas provisiones?
Molly sonrió al oír que volvía a llamarla Daphne.
– Tenemos una nueva huésped.
– Genial -dijo sin ningún entusiasmo-. Lo que nos faltaba.
El balancín se golpeó contra la pared y Molly se volvió y vio que Lilly se levantaba. La diva se había esfumado, y en su lugar había una mujer vulnerable de rostro pálido. Molly dejó el vaso de té helado.
– ¿Se encuentra bien?
Lilly asintió con un movimiento casi imperceptible de la cabeza.
Kevin puso un pie en el primer escalón del porche principal y miró hacia arriba.
– Había pensado que podríamos… -Kevin enmudeció.
Habían tenido una aventura. En ese momento Molly estuvo segura. A pesar de la disparidad de edades, Lilly era una mujer hermosa: sus cabellos, aquellos ojos verdes, aquel cuerpo voluptuoso. Había venido a buscar a Kevin porque quería recuperarlo. Y Molly no estaba dispuesta a entregarlo. Aquella idea la sorprendió. ¿No estaría volviendo a hurtadillas su viejo encaprichamiento?
Kevin se quedó inmóvil donde estaba.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
Lilly no se inmutó por sus malos modales. Casi parecía que se lo esperaba.
– Hola, Kevin.
Lilly aleteó con el brazo hacia un lado, como si quisiera tocarlo y no pudiera. Sus ojos se embebieron del rostro de Kevin.
– Estoy aquí de vacaciones. -Su voz gutural sonó asfixiada y muy insegura.
– Olvídate.
Lilly recuperó la compostura.
– Tengo una reserva. Me quedo.
Kevin dio media vuelta y se alejó de la casa.
Lilly se tapó la boca con los dedos y se le corrió la pintura de labios de color perla. Tenía los ojos inundados de lágrimas. Molly sintió lástima. Pero Lilly no estaba dispuesta a tolerar ese trato, así que se volvió y espetó:
– ¡Me quedo!
Molly miró con incertidumbre hacia el espacio comunitario, pero Kevin había desaparecido.
– Como quiera. -Molly tenía que saber si habían sido amantes, pero no podía soltarlo así por las buenas-. Parece que Kevin y usted tienen algo en común.
Lilly se dejó caer en el balancín, y la gata saltó a su regazo.
– Soy su tía.
Al alivio de Molly le siguió casi inmediatamente un extraño sentido protector hacia Kevin.
– Su relación parece dejar algo que desear.
– Él me odia -dijo Lilly, que de repente parecía demasiado frágil para ser una estrella-. Él me odia y yo le quiero más que a nada en este mundo -añadió mientras cogía el vaso de té con hielo como distracción-. Su madre, Maida, era mi hermana mayor.
Al percibir la intensidad de su voz, Molly sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
– Kevin me había dicho que sus padres eran muy mayores.
– Sí. Maida se casó con John Tucker el mismo año que nací yo.
– Una gran diferencia de edad.
– Fue como una segunda madre para mí. Vivíamos en el mismo pueblo cuando yo era niña, prácticamente en la puerta de al lado.
Molly tuvo la sensación de que Lilly le estaba contando aquello no porque quisiera que Molly lo supiera, sino simplemente para no desmoronarse. Su curiosidad la llevó a sacar partido de la situación.
– Recuerdo haber leído que era usted muy joven cuando se marchó a Hollywood.
– Maida se trasladó cuando asignaron a John a una iglesia de Grand Rapids. Mi madre y yo no nos llevábamos bien, y las cosas fueron en franca decadencia, así que me escapé y terminé en Hollywood.
Lilly se quedó callada.
Molly tenía que saber más.
– Le fueron muy bien las cosas.
– Costó lo suyo. Yo era una locuela y cometí muchos errores -dijo inclinándose en el balancín-. Algunos irreparables.
– Mi hermana mayor también me crió, aunque no entró en mi vida hasta que yo cumplí los quince años.
– Tal vez me habría ido mejor así, no lo sé. Supongo que las hay que nacemos para armar la gorda.
Molly quería saber por qué Kevin era tan hostil, pero Lilly había apartado la mirada, y justo entonces Amy se asomó al porche. O era demasiado joven o estaba demasiado ensimismada para reconocer a su famosa huésped.
– La habitación está lista.
– La acompañaré arriba. Amy, ¿puedes ir a buscar la maleta de la señora Sherman a su coche?
Cuando Molly llevó a Lilly al desván, esperó que se quejara de un espacio tan humilde, pero Lilly no dijo nada. Desde la ventana, Molly le indicó hacia dónde se encontraba la playa.
– Hay un bonito paseo junto al lago -le explicó-, aunque tal vez ya lo conozca. ¿Había estado antes aquí?
– Nunca me invitaron-dijo Lilly, dejando el bolso sobre la cama.