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Cuando Kevin dio la vuelta por delante del coche, le dio un vistazo rápido al cuerpo de Molly y enseguida lo estudió más de cerca. Molly sintió un incómodo hormigueo y se preguntó si a Kevin le gustaba lo que veía, o si estaba haciendo una comparación desfavorable con sus amiguitas de las Naciones Unidas.

¿Y qué, si la hacía? A Molly le gustaba su cuerpo y su cara. Tal vez no le resultaran memorables a Kevin, pero ella era feliz con lo que tenía. Además, no le importaba lo que pudiera pensar él.

Kevin hizo un gesto hacia la boutique.

– Ahí deben de tener sandalias, si quieres sustituir las que perdiste en el lago.

Las sandalias que vendían en las boutiques se escapaban bastante de su presupuesto.

– Mejor probaré en la tienda de artículos de playa.

– Lo que tienen es muy barato.

Molly se colocó las gafas de sol un poco más arriba de la nariz. A diferencia de las Revo de Kevin, las suyas habían costado nueve dólares en Marshall's.

– Tengo gustos sencillos. Kevin la miró con curiosidad.

– ¿No serás una de esas multimillonarias tacañas, verdad?

Molly pensó un momento y decidió dejar de seguir fingiendo sobre esa cuestión. Ya era hora de que Kevin supiera quién era, con locura incluida.

– En realidad, no soy multimillonaria.

– Todo el mundo sabe que recibiste una herencia.

– Sí, ya… -dijo mordiéndose el labio.

Kevin suspiró.

– ¿Por qué tengo la sensación de que voy a oír algo realmente absurdo?

– Supongo que eso depende de tu perspectiva.

– Sigue, todavía te escucho.

– Estoy arruinada, ¿vale?

– ¿Arruinada?

– No importa. No lo entenderías ni en un millón de años-dijo alejándose de él.

Cuando cruzó la calle en dirección a la tienda de artículos de playa, Kevin la siguió. A Molly le disgustó descubrir en sus ojos una mirada de desaprobación, aunque debería haberse esperado algo así del señor Yo-voy-por-el-camino-correcto, que podía muy bien ser el modelo para los hijos de predicadores ya adultos, aunque él mismo renegase de su condición.

– Despilfarraste todo el dinero a la primera oportunidad que tuviste, ¿verdad? Por eso vives en un piso tan pequeño.

Molly se volvió y, en mitad de la calle, le dijo:

– No, no lo despilfarré. Malgasté un poco el primer año, pero créeme, todavía me quedaba un montón.

Kevin la tomó del brazo y la apartó del tráfico hacia el bordillo.

– Entonces, ¿qué pasó?

– ¿No tienes nada mejor que hacer que importunarme?

– En realidad no. ¿Malas inversiones? ¿Lo pusiste todo en comida vegetariana para cocodrilos?

– Muy gracioso.

– ¿Saturaste el mercado de zapatillas con cabeza de conejito?

– ¿Qué te parece ésta? -dijo parada ante la tienda de artículos de playa-. Me jugué todo lo que tenía en el último partido de los Stars y algún cretino dio un pase a un compañero doblemente marcado.

– Eso ha sido un golpe bajo.

Molly respiró profundamente y se puso las gafas de sol sobre la cabeza.

– En realidad, lo di todo hace unos años. Y no me arrepiento.

Kevin pestañeó, luego se rió.

– ¿Lo diste?

– ¿Tienes problemas de oído?

– No, en serio. Dime la verdad. Ella le miró y entró en la tienda.

– No me lo puedo creer. Sí que lo hiciste -dijo Kevin siguiéndola hasta el interior de la tienda-. ¿Cuánto era?

– Mucho más de lo que llevas tú en la cartera.

– Vamos, a mí puedes decírmelo -dijo sonriendo. Molly se dirigió a una cesta de calzado, pero deseó no haberlo hecho: no había más que sandalias de plástico de colores chillones.

– ¿Más de tres millones?

Molly hizo oídos sordos y alargó las manos para coger las más sencillas, un horroroso par con brillantinas plateadas incrustadas en la empella.

– ¿Menos de tres?

– No te lo diré. Y ahora, vete y no me agobies.

– Si me lo dices, te llevaré a esa boutique y podrás cargar todo lo que quieras en mi tarjeta de crédito.

– Tú ganas.

Molly soltó las sandalias con brillantinas plateadas y se dirigió a la puerta. Kevin se adelantó para abrírsela.

– ¿No quieres que te retuerza un poco el brazo para poder mantener tu orgullo?

– ¿Acaso no has visto lo feas que eran esas sandalias? Además, sé cuánto ganaste la temporada pasada.

– Me alegro de haber firmado aquel acuerdo prematrimonial. Yo que pensaba que estábamos protegiendo tu fortuna y resulta que, en uno de esos irónicos giros que a veces tiene la vida, la que realmente protegíamos era la mía. -Su sonrisa se hizo más amplia-. ¿Quién iba a decirlo?

Kevin se lo estaba pasando bien, demasiado bien, y Molly quería estar a la altura.

– Me apostaría algo a que puedo vaciar tu tarjeta de crédito en menos de media hora.

– ¿Fueron más de tres millones?

– Te lo diré cuando terminemos de comprar -dijo sonriendo a una pareja de ancianos.

– Si mientes, lo devolveré todo.

– ¿No hay por ahí algún espejo donde puedas ir a admirarte?

– Nunca había conocido a ninguna mujer tan impresionada por mi belleza.

– Todas tus mujeres están impresionadas por tu belleza. Sólo que fingen que es por tu personalidad.

– Te juro que alguien tendría que darte una azotaina.

– No eres, diría, lo bastante hombre como para hacerlo.

– Y tú eres, diría, un poco cargante.

Molly sonrió y entró en la boutique. Quince minutos después salió con dos pares de sandalias. Cuando se puso de nuevo las gafas de sol se dio cuenta de que Kevin también llevaba una bolsa de compra.

– ¿Qué te has comprado?

– Necesitas un bañador.

– ¿Me has comprado uno?

– Espero haber adivinado la talla.

– ¿Qué tipo de bañador?

– Vaya, si alguien me regalara algo, yo estaría contento en lugar de mostrar tanto recelo.

– Si es un tanga, lo devuelvo.

– Vamos, ¿crees que te insultaría de esta manera? Kevin y Molly empezaron a andar calle abajo.

– Probablemente el tanga es el único tipo de bañador que sabes que existe. Seguro que es lo que llevan todas tus amigas.

– Si lo que pretendes es conseguir que me distraiga y me olvide, no te va a funcionar.

Pasaron junto a una tienda de dulces llamada Di azúcar. Junto a ella había un diminuto parque público, poco más que unas pocas matas de hortensias y un par de bancos.

– Ha llegado la hora de la verdad, Daphne-dijo Kevin señalando uno de los bancos y sentándose luego a su lado-. Háblame de tu dinero. ¿Tuviste que esperar a cumplir los veintiuno para ponerle las manos encima?

– Sí, pero todavía estaba en la facultad, y Phoebe no me dejó tocar ni un centavo. Me dijo que si quería sacar algo de las cuentas antes de graduarme, tendría que demandarla.

– Chica lista.

– Ella y Dan me dejaban muy poca cuerda, así que en cuanto me gradué y finalmente Phoebe me dio el dinero, hice todo lo que se podría esperar. Me compré un coche, me mudé a un lujoso apartamento, compré toneladas de ropa… La ropa sí que la echo de menos. Pero al cabo de un tiempo, la vida de hija heredera perdió su encanto.

– ¿Y no podías contentarte con buscar un trabajo?

– Lo hice, pero el dinero todavía me pesaba demasiado. No me había ganado ni uno solo de esos centavos. Tal vez si hubiera venido de alguien que no fuera Bert Somerville, no me habría costado tanto aceptarlo, pero me parecía como si él siguiera asomando su asquerosa cabeza en mi vida, y no me gustaba. Finalmente, decidí crear una fundación y di todo el dinero. Y si se lo cuentas a alguien, te juro que te arrepentirás.