– ¿Diste todo tu dinero?
– Hasta el último centavo.
– ¿Cuánto era?
Molly jugueteó con el cordón que sujetaba su pantalón corto.
– No quiero decírtelo. Si ya crees que estoy chiflada…
– No me va a costar nada devolver esas sandalias.
– ¡Quince millones, ¿vale?!
– ¡Diste quince millones de dólares! -exclamó Kevin boquiabierto.
Molly asintió con la cabeza.
Kevin echó la cabeza atrás y se rió.
– ¡Sí que estás loca!
– Probablemente -respondió Molly recordando el salto mortal desde el acantilado-. Pero no me he arrepentido en ningún momento -añadió, aunque en aquel momento no le habría importado recuperar una parte para poder seguir pagando la hipoteca.
– ¿Y no lo echas de menos?
– No. Excepto por la ropa, que creo que ya he mencionado. Y gracias por las sandalias, por cierto. Me encantan.
– De nada. En realidad, me ha gustado tanto tu historia que añadiré un vestido nuevo la próxima vez que bajemos al pueblo.
– ¡Hecho!
– Dios mío, es realmente conmovedor ver a una mujer que se esfuerza tanto por pasarlas canutas. Molly se rió.
– ¡Kevin! ¡Hola!
Molly notó un acento claramente germánico y levantó la mirada para ver a una rubia esbelta que corría hacia ellos con un paquetito blanco en la mano. La mujer llevaba un delantal a rayas azules y blancas sobre un ancho pantalón negro y una camiseta con el escote en forma de V. Era guapa: tenía una bonita melena, los ojos marrones, e iba bien maquillada. Debía de ser un par de años mayor que Molly, más próxima a la edad de Kevin.
– Ah, hola, Christina -contestó Kevin, y mientras se levantaba para saludarla le mostró una sonrisa claramente provocadora.
La mujer le entregó la cajita blanca de cartón y Molly observó un sello azul a un lado que decía DI AZÚCAR.
– Anoche me pareció que te gustaron las galletas de azúcar, ja? Esto es un pequeño regalo de bienvenida a Wind Lake. Nuestra caja de muestra.
– Muchas gracias.
Kevin parecía tan encantado que Molly quiso recordarle que sólo eran caramelos, no un anillo de la Super Bowl.
– Christina, te presento a Molly. Christina es la propietaria de la tienda de dulces de ahí enfrente. La conocí ayer, cuando bajé al pueblo a por una hamburguesa.
Christina era más esbelta de lo que se esperaría de la propietaria de una tienda de dulces. A Molly eso le pareció un crimen antinatural.
– Es un placer conocerte, Molly.
– Lo mismo digo -respondió Molly. Podría haber ignorado la expresión de curiosidad de Christina, pero no era tan buena persona, así que añadió-: Soy la esposa de Kevin.
– Oh. -Su desilusión fue tan evidente como las intenciones que tenía con la caja de dulces.
– Estamos separados -añadió Kevin-. Molly escribe libros para niños.
– Ach so! Siempre he querido escribir libros para niños. Tal vez puedas darme algún consejo algún día.
Molly mantuvo una expresión agradable pero sin comprometerse a nada. Aunque sólo fuera por una vez, le gustaría conocer a alguien que no quisiera escribir libros para niños. La gente daba por hecho que eran fáciles de escribir porque eran cortos. No tenían ni idea de lo que costaba escribir un libro que tuviera éxito, un libro con el que los niños disfrutaran y aprendieran, no simplemente algo que los adultos decidieran que tenía que gustar a los niños.
– Lamento que vayas a vender el campamento, Kevin. Te echaremos de menos. -Christina tuvo que dejar de babear sobre Kevin al ver a una mujer que entraba en su tienda de dulces-. Tengo que irme. Pásate la próxima vez que bajes al pueblo y probarás mi chocolate con cereza.
En cuanto Christina estuvo fuera del alcance del oído, Molly se volvió hacia Kevin.
– ¡No puedes vender el campamento!
– Ya te dije desde el principio que eso era lo que iba a hacer.
Cierto, aunque eso no había significado nada en aquel momento. Ahora no podía soportar la idea de que Kevin se desprendiera de él. El campamento era una parte permanente de su vida, de su familia, y, de un modo extraño que Molly no podía analizar, empezaba a sentirlo como parte de ella.
Kevin malinterpretó su silencio.
– No te preocupes. No tendremos que quedarnos hasta entonces. En cuanto encuentre a alguien que se encargue de todo, nos vamos de aquí.
Durante todo el camino de regreso al campamento, Molly intentó aclararse las ideas. Las únicas raíces que le quedaban a Kevin se encontraban allí. Había perdido a sus padres, no tenía hermanos, y no parecía inclinado a dejar entrar a Lilly en su vida. La casa en la que se había criado pertenecía a la iglesia. No tenía nada que le conectara con su pasado aparte del campamento. No sería correcto abandonarlo.
Pronto tuvieron a la vista el espacio comunitario, y los pensamientos confusos de Molly dejaron paso a una sensación de paz. Charlotte Long barría su porche, un anciano pasó pedaleando sobre un triciclo, y una pareja conversaba en un banco. Molly se embelesó con las casitas de cuento a la sombra de los árboles.
No era extraño que hubiera experimentado aquella sensación de familiaridad en el momento de llegar al campamento. Había atravesado las páginas de sus libros para adentrarse en el Bosque del Ruiseñor.
En vez de seguir el camino que avanzaba junto al lago, donde podría encontrar a alguien, Lilly tomó un sendero que llevaba a los bosques tras el espacio comunitario. Se había cambiado de ropa: llevaba unos pantalones anchos y un top marrón tabaco de cuello cuadrado, pero seguía teniendo calor, y deseó haber estado lo bastante delgada como para poder lucir un pantalón corto. Aquel diminuto pantalón blanco que había formado parte permanentemente de su vestuario en Encaje, S.L. apenas le tapaba el trasero.
Notó que la hierba le acariciaba los tobillos cuando los árboles se abrieron dejando paso a un prado. Los dedos de sus pies sintieron el agradable contacto de la arena en el interior de sus sandalias, y parte de la tensión que había acumulado durante el día empezó a calmarse. Oyó el correr del agua de algún arroyo y se volvió para buscarlo; sin embargo, lo que vio estaba tan fuera de lugar que pestañeó.
Una silla de cromo, de esas de restaurante rápido, con un asiento de vinilo rojo.
Lilly no podía imaginarse qué hacía aquello en medio del prado. Se dirigió hacia allí y vio un arroyo con helechos que crecían entre los juncos y las rocas cubiertas de musgo. La silla se encontraba sobre un canto rodado forrado de líquenes. El asiento de vinilo rojo brillaba bajo la luz del sol; la silla no parecía oxidada, de modo que debían de haberla dejado allí recientemente. Pero ¿por qué? Su equilibrio era precario, y se tambaleó cuando la tocó.
– ¡No la toques!
Lilly se volvió de golpe y su mirada se encontró con un hombre grande como un oso, agachado a la sombra, en un extremo del prado.
Lilly se llevó la mano a la garganta.
Detrás de ella, la silla cayó en el arroyo.
– ¡Maldita sea! -gritó el hombre poniéndose en pie.
Era enorme, tenía los hombros tan anchos como los doce carriles de la autopista de Los Ángeles y una cara tosca y ceñuda que parecía la del malo de una antigua película del Oeste de serie B. «Sé cómo hacer hablar a una mujer como tú.» Lo único que le faltaba era una barba de tres días cubriéndole la mandíbula.
Su pelo era como la pesadilla o el ensueño de un estilista de Hollywood, Lilly no estaba del todo segura. Espeso y canoso en las sienes, y demasiado largo en el cuello, donde parecía que se lo hubiera cortado con el cuchillo que sin duda guardaría en una de sus botas. Si no fuera porque en vez de botas llevaba unas zapatillas deportivas destrozadas, con unos calcetines caídos a la altura de los tobillos. Y tenía los ojos misteriosamente oscuros, y una cara peligrosamente arrugada y muy morena.