– Siéntate -murmuró Liam-. Tal como estás.
Lilly se dejó llevar hasta una sencilla silla de madera al otro lado de la sala. Liam le acarició el hombro y luego se echó atrás y alcanzó uno de los lienzos en blanco que había cerca de su mesa de trabajo. Si hubiera sido cualquier otro hombre, se habría sentido manipulada, pero la manipulación no parecía algo propio de aquel artista. Simplemente se habría visto superado por la necesidad de crear y, por algún motivo que ella no podía descifrar, eso la implicaba a ella.
Ya no le importaba. Se quedó mirando la Virgen con el niño Jesús y pensó en su vida, abundantemente bendita en muchos aspectos, aunque árida en otros. En vez de concentrarse en sus pérdidas, su hijo, su identidad y su marido tan amado como odiado, pensó en todo lo que le había sido concedido. Había sido bendecida con un buen cerebro y la curiosidad intelectual para plantearle retos. Se le había otorgado una cara y un cuerpo bonitos cuando más los necesitaba. ¿Y qué, si la belleza se había esfumado? En aquel lugar, junto a un lago del norte de Michigan, eso no parecía tan importante.
Mientras contemplaba a la Virgen, algo empezó a suceder. Lilly vio la colcha con el huerto de plantas aromáticas en vez del cuadro de Liam, y empezó a darse cuenta de qué era lo que se le escapaba. Las plantas aromáticas eran una metáfora de la mujer que vivía ahora dentro de ella, una mujer más madura que quería curar y criar en vez de seducir, una mujer cuya belleza deslumbrante se había tornado en un sinfín de sutiles matices. Ya no era la persona que había sido, aunque todavía no sabía en qué persona se había convertido. En cierto modo, la respuesta estaba en la colcha.
Los dedos de Lilly se movieron nerviosamente en su regazo con una inyección de energía. Necesitaba la cesta de costura y la caja de tejidos. Los necesitaba sin dilación. Si los tuviera, si los tuviera en aquel mismo momento, podría encontrar el camino que revelaría quién era ella.
– Tengo que irme -dijo saltando de la silla.
Liam estaba tan totalmente absorto en su trabajo que, por un momento, pareció no comprender qué había dicho. Entonces, algo que parecía incluso dolor se dibujó en aquellos rasgos marcados.
– ¡Dios mío, no puedes hacerme esto!
– Por favor. No lo hago para molestarte. Tengo que irme. Volveré enseguida. Sólo necesito algo que hay en mi coche.
Liam se separó de su lienzo y al apartarse los cabellos de los ojos, se manchó la frente de pintura.
– Ya iré yo a buscarlo.
– Hay un cesto en el maletero. No, también necesito la caja que hay al lado. Y necesito… Iremos los dos.
Atravesaron la pasarela, ambos ansiosos por acabar lo antes posible y poder dedicarse a lo esencial. Lilly prácticamente jadeaba al bajar las escaleras. Una vez en la sala, se Ruso a buscar el bolso donde tenía las llaves, pero no lo encontraba.
– ¡Por qué diablos has cerrado el coche con llave! -rugió, él-. ¡Estamos en medio de la nada!
– ¡Vivo en Los Ángeles! -replicó ella gritando.
– ¡Aquí está!
Liam sacó el bolso de debajo de una de las mesas y empezó a revolver en su interior.
– ¡Dámelo! -dijo Lilly arrebatándoselo de las manos y rebuscando en su interior.
– ¡Date prisa! -dijo Liam cogiéndola del codo y arrastrándola primero hasta la puerta principal y luego por las escaleras. Por el camino, Lilly encontró las llaves. Se separó de él y apretó el botón del control remoto que abría el maletero.
Lilly casi lloró de alivio cuando cogió la cesta de costura y metió dentro la caja de los retales. Liam apenas se fijó.
Entraron volando, subieron corriendo las escaleras, galoparon por la pasarela. Cuando llegaron al estudio, a ambos les costaba respirar, más por la emoción que por el ejercicio. Lilly se dejó caer en la silla. Liam corrió hacia el lienzo. Se miraron y ambos sonrieron.
Fue un momento exquisito. De comunicación perfecta. Liam no había cuestionado la urgencia de Lilly, no había mostrado el más mínimo desdén al ver que se había puesto tan frenética por una simple cesta de costura. En cierto modo, Liam comprendía su necesidad de crear del mismo modo que ella comprendía la suya.
Feliz, Lilly se inclinó hacia su obra.
En el exterior, la oscuridad caía gradualmente. Las luces interiores del estudio se encendieron; todas estaban exquisitamente ubicadas para crear una iluminación sin sombras. Las tijeras de Lilly recortaban con frenesí; su aguja volaba dando largas puntadas que mantendrían unidos los tejidos hasta que pudiera coserlos definitivamente con la máquina de coser. Costura con costura. Colores mezclados. Patrones superpuestos.
Los dedos de Liam le acariciaron el cuello. Lilly no se había dado cuenta de que había abandonado su lienzo. Una fina línea escarlata adornaba ahora su camisa negra de seda, y una gota naranja destacaba en el gris de sus caros pantalones. Llevaba sus cabellos, crespos y canosos, algo despeinados, y tenía más rastros de pintura en la raya del pelo.
Lilly sintió un cosquilleo en la piel cuando Liam rozó con el dedo el botón superior de su blusa de gasa de color mandarina. Mirándola a los ojos, retiró el botón del ojal. Luego desabrochó el siguiente.
– Por favor -dijo Liam.
Ella no intentó detenerle, ni siquiera cuando Liam dejó caer la blusa por uno de sus hombros. Ni siquiera cuando sus dedos cuadrados manchados de pintura acariciaron el broche delantero de su sujetador. Lilly se limitó a inclinar la cabeza hacia su costura y dejó que lo desabrochara.
Sus pechos, mucho más pesados de lo que habían sido en su juventud, salieron desbordados. Lilly le dejó que dispusiera la tela de gasa de su blusa como quisiera. Él le bajó una manga por el brazo hasta que se atascó en el pliegue del codo. Luego la otra. Los senos de Lilly descansaban en un nido de tela como dos gallinas orondas.
El sonido de sus pisadas sobre la piedra caliza se alejó hacia el lienzo.
Con los pechos desnudos, Lilly volvió a la costura.
Hasta entonces había creído que su colcha versaría sobre la crianza y no sobre la seducción, pero en aquel momento, el hecho asombroso de haberle permitido a Liam hacer aquello le decía que el significado sería más complejo. Ella creía que su parte sexual había muerto. Aquel sofoco de calor en su cuerpo le hacía comprender que eso no era cierto. La colcha acababa de revelar un secreto sobre su nueva identidad.
Sin deformar la tela de la camisa en los pliegues de los codos, hurgó en la caja que tenía a su lado y encontró un trozo suave de terciopelo viejo. Era de un sensual y profundo tono carmesí sombreado con matices más oscuros. De color de albahaca ópalo oscura. El color secreto del cuerpo de una mujer. Sus dedos temblaron mientras redondeaba las puntas. La tela acariciaba sus pezones mientras la manipulaba, poniéndolos duros como cuentas. Volvió a hurgar en la caja y encontró un tono todavía más profundo que serviría como corazón secreto.
Le añadiría unos cristales diminutos de rocío.
Un taco sofocado la obligó a levantar la mirada. Liam estaba mirándola fijamente y los curtidos rasgos de su rostro brillaban húmedos de sudor. Sus brazos, manchados de pintura, colgaban inertes a ambos lados de su cuerpo, y un pincel yacía a sus pies, justo donde lo había dejado caer.
– He pintado cientos de desnudos. Es la primera vez… -Liam sacudió la cabeza, momentáneamente desconcertado-. No puedo hacerlo.
Lilly sintió una oleada de vergüenza. La colcha cayó al suelo cuando se levantó; cogió la blusa y se cubrió con ella los pechos.
– No -dijo Liam acudiendo a su lado-. No, no, eso no.
El fuego de sus ojos la sorprendió. Las piernas de Liam rozaron su falda y sus manos se deslizaron por debajo de la blusa en busca de sus pechos. Liam los tomó con ambas manos, y enterró en ellos su rostro. Lilly apretó los brazos al notar que sus labios se cerraban alrededor de un pezón.