Lilly pestañeó, decidida a terminar su relato sin derramar una lágrima.
– Hubo una cosa en la que no cedí, sin embargo. Les hice prometer que te dejarían siempre perseguir tus sueños, aunque éstos no fueran los mismos que tenían ellos para ti.
Kevin aguzó los oídos olvidándose por completo de fingir indiferencia.
– A ellos no les hacía ninguna gracia dejarte jugar al fútbol. Les aterrorizaba que pudieras lastimarte. Pero les hice cumplir la promesa y nunca intentaron impedírtelo. -Lilly ya no podía mirarle a los ojos-. Sólo tenía que darles una única cosa a cambio…
Lilly oyó que Kevin se acercaba, y levantó la vista. Kevin avanzaba hacia ella por una estrecha franja de sol.
– ¿Cuál era?
Lilly notó en su voz que ya se lo imaginaba.
– Tuve que prometer que no iría nunca a verte. -Lilly no se atrevía a mirarle, y se mordió el labio-. Entonces no existía la adopción abierta, o si existía, yo no sabía nada de la cuestión. Ellos me hablaron de lo confundidos que pueden estar los niños, y yo les creí. Ellos aceptaron que te contarían quién era tu madre biológica en cuanto fueras lo bastante mayor como para comprenderlo, y me enviaron cientos de fotografías tuyas a lo largo de los años, pero yo no podía visitarte. Mientras Maida y John estuvieran vivos, tú tenías que tener sólo una madre.
– Una vez rompiste la promesa -dijo casi sin despegar los labios-. Cuando yo tenía dieciséis años.
– Fue un accidente -dijo Lilly caminando hacia un canto rodado que sobresalía en el suelo de arena-. Cuando empezaste a jugar al fútbol en el instituto, entendí que por fin tenía la oportunidad de verte sin romper mi promesa. Empecé a volar a Grand Rapids los viernes para ver los partidos. Me quitaba el maquillaje, me echaba una bufanda vieja sobre la cara y me ponía ropa vulgar para que nadie me reconociera. Luego me sentaba en la tribuna para los seguidores visitantes. Tenía unos binoculares con los que te seguía durante todo el partido. Vivía esperando los momentos en que te quitabas el casco. Nunca podrás imaginar cómo llegué a odiar aquel casco.
El día era caluroso, pero Lilly sintió frío y se frotó los brazos.
– Todo fue bien hasta que entraste en el equipo juvenil. Era el último partido de la temporada, y sabía que pasaría casi un año antes de volver a verte. Me convencí a mí misma de que no haría ningún daño a nadie si pasaba con el coche por delante de tu casa.
– Yo estaba cortando el césped en el patio.
Lilly asintió con la cabeza.
– Era uno de esos días de veranillo de San Martín, y tú estabas sudoroso, igual que ahora. Yo estaba tan distraída mirándote que no vi el coche de tu vecino aparcado en la calle.
– Le rayaste todo el lateral.
– Y tú saliste corriendo a ayudar. Cuando te diste cuenta quién era yo, me miraste como si me odiaras.
– No me podía creer que fueras tú.
– Como Maida nunca me lo echó en cara, supe que no habías contado nada.
Lilly intentó leer su expresión, pero Kevin no demostraba ninguna emoción. Kevin apartó una rama caída con la tinta de su zapatilla.
– Mamá murió hace más de un año. ¿Por qué has esperaste hasta ahora para contármelo?
Lilly le miró y sacudió la cabeza.
– ¿Cuántas veces te he llamado para intentar hablar contigo? Tú me rechazaste, Kevin. Todas las veces.
Kevin la miró.
– Deberían haberme contado que no te dejaban visitarme.
– ¿Se lo preguntaste alguna vez?
Kevin se encogió de hombros y Lilly supo que no lo había hecho.
– Creo que John hubiera querido contarte algo, pero Maida no lo habría permitido jamás. Lo hablamos muchas veces por teléfono. Tienes que recordar que ella era mayor que las madres de tus amigos, y sabía sobradamente que no era una de esas mamás divertidas que todos los niños desean. Eso la hacía sentir insegura. Además, tú eras un niño testarudo. ¿Crees que no le habrías dado importancia y habrías seguido tranquilamente con tus cosas si hubieras sabido lo mucho que deseaba verte?
– Habría subido al primer autobús hacia Los Ángeles -respondió tajantemente.
– Y eso le habría roto el corazón a Maida.
Lilly esperó, deseando que Kevin se acercara a ella. Imaginó, como tantas otras veces, que él dejaría que lo abrazase y todos aquellos años perdidos se desvanecerían. Pero Kevin se limitó a recoger una piña del suelo.
– Teníamos una tele en el sótano -empezó a decir-. Todas las semanas bajaba a ver tu programa. Siempre bajaba el volumen, aunque ellos sabían qué estaba haciendo. Nunca dijeron una sola palabra sobre el asunto.
– Ya lo supongo.
Kevin pasó el dedo por la piña. Su hostilidad había desaparecido, aunque no su tensión, y Lilly supo que la reunión que había soñado no iba a producirse.
– ¿Y ahora qué se supone que debo hacer? -preguntó él.
El hecho de que tuviera que plantear la pregunta indicaba que Kevin todavía no estaba preparado para darle nada. Lilly no podía tocarle, no podía decirle que lo había querido desde el momento de su nacimiento ni tampoco que nunca había dejado de quererle.
– Supongo que eso depende de ti -dijo únicamente.
Kevin asintió lentamente con la cabeza, y luego soltó la piña.
– Ahora que ya me lo has contado, ¿te marcharás?
Ni su expresión ni el tono de su voz le dieron a Lilly ninguna pista sobre cuál quería Kevin que fuera la respuesta, y ella no iba a preguntárselo.
– Quiero acabar de plantar las flores que compré. Unos cuantos días más.
Era una excusa poco convincente, pero Kevin asintió y se dirigió hacia el camino.
– Tengo que ducharme.
Kevin no le había ordenado que se marchara. Tampoco le había dicho que eso llegaba demasiado tarde. Lilly decidió que ya era suficiente por el momento.
Kevin encontró a Molly encaramada en su lugar favorito, el columpio del porche de atrás de la casita, con un cuaderno en el regazo. Le dolía demasiado pensar en las demoledoras revelaciones de Lilly, así que se quedó en pie en la puerta observando a Molly, que no debía de haberle oído llegar porque no alzó la mirada. Por otra parte, Kevin se había estado comportando como un cretino, y cabía la posibilidad de que le ignorase aunque ¿cómo se suponía que tenía que actuar si Molly no había dejado de tramar aventuras estrafalarias sin tener ni la más mínima idea de lo mucho que a él le afectaba estar cerca de ella?
¿Acaso pensaba que era fácil verla chapotear con aquel minuto traje de baño negro que le había tenido que comprar para sustituir el biquini rojo? ¿Es que Molly no había mirado nunca hacia abajo para observar qué les ocurría a sus pechos cuando tenía frío? El diseño del bañador dejaba tanto al descubierto que era prácticamente una súplica para que deslizara los dedos por debajo y tomara en sus manos aquellas pequeñas nalgas redondas. ¡Y aún tenía el valor de estar enfadada con porque la ignoraba! ¿Es que no comprendía que no podía ignorarla?
Kevin quería dejar a un lado el cuaderno en el que escribía Molly, cogerla en brazos y llevarla directamente al dormitorio, pero en vez de eso se fue directo al baño y llenó la bañera con agua muy fría sin dejar de soltar tacos por la falta de una ducha. Se lavó rápidamente y se puso ropa limpia. Kevin no había parado en toda la semana, pero no le había servido para nada. A pesar de la carpintería y la pintura, a pesar de la gimnasia diaria y de haber añadido kilómetros a sus carreras, la deseaba más que nunca. Ni siquiera las filmaciones de partidos que había empezado a mirar en la tele del despacho lograban mantener su atención. Debería haber regresado a la casa de huéspedes, pero Lilly estaba allí.
Sintió que lo atravesaba una punzada de dolor. No podía pensar en ella, no allí. Tal vez conduciría hasta el pueblo para entrenarse en el diminuto gimnasio que había junto a la posada.
Pero no, se encontró saliendo al porche al tiempo que se evaporaban todas sus promesas de mantenerse apartado de Molly. Al cruzar la puerta, vio claro que estaba en el único lugar donde podía estar en aquel momento: en presencia de la única persona que tal vez comprendería su confusión por lo que acababa de sucederle.