– Ya me apañaré-dijo irguiendo su postura-. Ya estoy harta de esconderme. Tu marido va a tener que arreglárselas conmigo de una forma o de otra.
– Bien dicho.
Cuando Molly entró en la sala de estar con una bandeja de galletas y otra tetera, Lilly conversaba de buena gana con los huéspedes que la rodeaban. Se le iba el corazón por los ojos cada vez que miraba a Kevin, aunque el rehuía su mirada. Era como si creyera que cualquier indicio de afecto pudiera en cierto modo atraparle.
La infancia de Molly le había enseñado a tener cuidado con la gente que no era emocionalmente abierta, y la circunspección de Kevin la deprimió. Si fuera lista, alquilaría un coche y volvería a Chicago aquella misma noche.
Una mujer mayor de Ann Arbor que se acababa de registrar aquel mismo día apareció junto a Molly.
– Me han dicho que escribes libros infantiles.
– No mucho, últimamente -respondió taciturnamente acordándose de las revisiones que todavía no había hecho v del cheque de la hipoteca de agosto que no podría firmar.
– Mi hermana y yo hace tiempo que queremos escribir un libro infantil, pero hemos estado tan ocupadas viajando que no hemos podido encontrar el momento.
– Escribir un libro infantil comporta algo más que encontrar el momento -dijo Kevin detrás de ella-. No es tan sencillo como parece creer la gente.
Molly se quedó tan asombrada que casi le resbaló de las manos la bandeja con las galletas.
– Los niños quieren historias buenas -prosiguió-. Quieren reírse o asustarse o aprender algo sin que se lo hagan tragar a la fuerza. Eso es lo que hace Molly en sus libros. Por ejemplo, en Daphne se pierde…
Y, hala, Kevin se puso a describir con una extraordinaria precisión las técnicas que utilizaba Molly para llegar a sus lectores.
Más tarde, cuando apareció en la cocina, Molly le sonrió.
– Gracias por defender mi profesión. Te lo agradezco.
– La gente es idiota.
Kevin señaló con un gesto de cabeza los utensilios que Molly estaba preparando para el desayuno del día siguiente.
– No hace falta que cocines tanto. Ya te he dicho que puedo hacer un pedido en la pastelería del pueblo.
– Ya lo sé. Es que me gusta.
La mirada de Kevin se fue a los hombros desnudos y la camisola de encaje de Molly. Y se quedó allí clavada durante tanto rato que Molly sintió como si estuviera recorriéndole la piel con los dedos. Una fantasía estúpida; se dio cuenta de ello cuando él alargó la mano hacia el bote donde Molly acababa de dejar las galletas sobrantes.
– Parece que te gusta todo de este lugar. ¿Qué ha pasado con aquellos malos recuerdos de tus campamentos de verano? -preguntó Kevin.
– Así es como siempre quise que fuera un campamento de verano.
– ¿Aburrido y lleno de viejos? -dijo él mordiendo una galleta-. Tienes unos gustos muy raros.
Molly no quiso discutir sobre eso con él. En cambio, le hizo la pregunta que había ido posponiendo toda la tarde.
– No me has dicho nada de las entrevistas de esta mañana.
Kevin frunció el ceño.
– No han ido tan bien como sería deseable. Puede que el primer tipo haya sido un buen chef en algún momento de su vida, pero ahora se presenta borracho a las entrevistas. Y la mujer a la que he entrevistado ponía tantas restricciones en cuanto a horarios que no habría servido.
A Molly se le levantó el ánimo, pero cuando Kevin prosiguió, el alma se le cayó a los pies.
– Hay otra candidata que vendrá mañana por la tarde, y por teléfono sonaba muy bien. Ni siquiera le ha puesto pegas a venir un domingo para la entrevista. Supongo que podríamos prepararla el lunes y marcharnos de aquí el miércoles por la tarde como muy tarde.
– Hurra -dijo Molly con tristeza.
– ¿No me digas que vas a echar de menos levantarte de la cama a las cinco y media de la mañana?
Ambos oyeron a Amy que reía en el pasillo.
– ¡No, Troy!
Los recién casados acudían a la cocina para despedirse. Todas las tardes, justo después del té, regresaban corriendo a su apartamento, donde Molly estaba casi segura que saltaban a la cama y hacían el amor muy ruidosamente antes de tener que volver a la casa de huéspedes para pasar la noche.
– Qué suerte -murmuró Molly-. Ahora nos darán un cursito sobre nuestras carencias sexuales en estéreo.
– Ni por asomo.
Sin previo aviso, Kevin la tomó en brazos, la empujó contra la nevera y aplastó su boca en la de ella.
Molly sabía exactamente por qué lo hacía. Y aunque tal vez fuera una idea mejor que la del chupetón, también era mucho más peligrosa.
La mano libre de Kevin agarró su pierna por debajo de la rodilla y la levantó. Molly enroscó su pierna en la cadera de Kevin y lo abrazó. La otra mano de Kevin se deslizó bajo el top de Molly en busca de uno de sus pechos. Como si tuviera algún derecho.
La puerta de la cocina se abrió de par en par y Molly recordó de pronto que tenían testigos. Ése, por supuesto, era el objetivo. Kevin se echó atrás unos centímetros, aunque no lo bastante como para que los labios de Molly se enfriasen. Kevin no apartó la vista de la boca de Molly, ni tampoco retiró la mano de su pecho.
– Marchaos.
Un grito sofocado de Amy. Un portazo. El sonido de unos pasos rápidos en retirada.
– Supongo que les hemos dado una lección -dijo Molly rozándole los labios.
– Supongo -dijo Kevin, antes de empezar a besarla de nuevo.
– Molly, te… ¡Oh, perdón!
Otro portazo. Más pasos en retirada, esta vez de Lilly.
Kevin soltó un taco.
– Nos vamos de aquí.
Su voz contenía la misma nota de determinación que le había oído en entrevistas de televisión cuando prometía ganar a Green Bay. Kevin soltó la pierna de Molly, y retiró de mala gana la mano que tenía encima de su pecho.
Molly se había vuelto a meter donde se suponía que no debía.
– La verdad, pienso que…
– Basta de pensar, Molly. Soy tu marido, maldita sea, y ya es hora de que te comportes como una esposa.
– ¿Cómo una…? ¿A qué te…?
Pero Kevin era fundamentalmente un hombre de acción y ya había tenido suficiente charla. Asiéndola por la muñeca, la arrastró hacia la puerta de atrás.
Molly no se lo podía creer. La estaba secuestrando para cometer… ¡sexo ala fuerza!
«Santo Dios… ¡Resístete! ¡Dile que no!»
Molly veía el programa de Oprah y sabía exactamente qué se suponía que tenía que hacer una mujer en aquella situación. Gritar a todo pulmón, tirarse al suelo y ponerse a darle patadas a su asaltante con todas sus fuerzas. La entendida en la materia del programa había explicado que esta estrategia no sólo tenía la ventaja de la sorpresa, sino que utilizaba la fuerza de la parte inferior del cuerpo de la mujer.
«Gritar. Tirarse al suelo. Dar patadas.»
– No -susurró.
Kevin ni la oyó. Siguió arrastrándola por el jardín y luego por el camino que corría entre las casitas y el lago. Las largas piernas de Kevin devoraban el terreno como si estuviera intentando vencer al pitido final. Se habría caído de bruces si Kevin no la hubiera estado agarrando tan fuerte.
«Gritar. Tirarse al suelo. Dar patadas.» Y no dejar de gritar Molly recordaba aquella parte. Se suponía que no había dejar de gritar ni un segundo mientras se daban las patadas.
La idea de tirarse al suelo resultaba interesante. Nada intuitiva, aunque tenía sentido. Las mujeres no podían competir con los hombres en cuanto a fuerza de la parte superior del cuerpo, pero si el asaltante masculino estaba en pie y la mujer se tiraba al suelo… Una ráfaga de patadas fuertes y rápidas en las partes blandas… Sin duda, tenía sentido.
– Mmm, Kevin…
– Cállate, o te juro por Dios que te poseo aquí mismo.
Sí, sin duda era sexo a la fuerza.
«Gracias a Dios.»
Molly estaba tan cansada de pensar, tan cansada de huir de lo que tanto deseaba. Ella sabía que tener que creer que la decisión se le había ido de las manos decía muy poco a favor de su madurez personal. Y considerar a Kevin como un depredador sexual era incluso más lamentable. Pero a sus veintisiete años, Molly todavía no era la mujer que quería ser. La mujer que intentaba ser. Cuando tuviera los treinta, estaba absolutamente segura de que ya dominaría su propia sexualidad. Pero, de momento, que lo hiciera él.