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– ¿Te has hecho daño? -le preguntó.

El azul-gris de su iris adquirió el color exacto de una tarde de verano en Illinois antes de activarse la sirena de tornados. Ya había logrado enojar a todos los miembros de la familia propietaria de los Stars, excepto tal vez a, los niños. Debía de tener un don.

Más le valía intentar arreglar la situación, y como el encanto era su traje de gala, le lanzó una sonrisa y dijo:

– No quería asustarte. Pensaba que eras un ladrón.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

Incluso antes de oír sus gritos, Kevin se dio cuenta de que lo del encanto no funcionaba. Y no perdía de vista la postura de kung fu de la mujer.

– Dan me sugirió que subiera aquí unos días, para aclararme las ideas… -Kevin hizo una pausa-. Cosa que a mí no me hace ninguna falta.

Molly pulsó un interruptor y dos rústicos candelabros de hierro de pared se encendieron e iluminaron los rincones oscuros.

La casa estaba hecha de troncos, pero tenía seis dormitorios y un techo de vigas de madera que daba cabida a dos plantas, de modo que no se parecía en nada a una cabaña de la frontera. Las ventanas eran tan grandes que daba la sensación de que el bosque formaba parte del interior, y en la enorme chimenea de piedra que dominaba un extremo de la sala se podría haber asado un bisonte. Todos los muebles eran grandes, sobrecargados y cómodos, diseñados para soportar los abusos de una gran familia. A un lado, una ancha escalera conducía a la segunda planta, que disponía de un pequeño desván en un extremo.

Kevin se inclinó para recoger las cosas que habían quedado desperdigadas por el suelo. Examinó las zapatillas.

– ¿No te pones nerviosa cuando las llevas durante la temporada de caza?

Ella intentó arrebatárselas.

– Dámelas.

– Tampoco pensaba ponérmelas. Sería difícil que los chicos siguieran respetándome después de eso.

Ella no sonrió en absoluto cuando él le devolvió las zapatillas.

– Hay una casa de huéspedes no muy lejos de aquí -dijo Molly-. Seguro que podrán darte habitación para esta noche.

– Es demasiado tarde para que me eches. Además, a mí me han invitado.

– Es mi casa. Quedas desinvitado.

Molly colocó su abrigo en uno de los sofás y se dirigió a la cocina. El «pit-bull» dobló el labio y mantuvo la cola bien levantada, como quien hace esto obsceno con el dedo. Cuando al perro le quedó claro que Kevin había captado el mensaje, salió trotando tras su dueña.

Kevin les siguió. La cocina era espaciosa y cómoda; los armarios eran Craftsman y se disfrutaba de una visión panorámica del lago Michigan desde todas las ventanas. Molly dejó sus paquetes en una mesa de centro pentagonal rodeada de seis taburetes.

Esa mujer tenía ojo para la moda, eso había que admitirlo. Llevaba unos pantalones ajustados de color gris marengo y un jersey ancho de un tono gris metálico que a Kevin le hizo pensar en una armadura. Con esos cabellos cortos llameantes, podría ser Juana de Arco justo después de prender la cerilla. La ropa parecía de marca, aunque no nueva, lo que era raro, porque recordaba haber oído que había heredado la fortuna de Bert Somerville. Aunque Kevin era rico, se había ganado el dinero una vez formada ya su personalidad. Según su experiencia, la gente que ha crecido entre riquezas no comprende lo que es el esfuerzo, y no había conocido a muchos que le cayesen bien. Esa niña rica y esnob no sería una excepción.

– Esto… ¿señorita Somerville? Antes de que me eches… Sin duda no has avisado a los Calebow de que subías aquí; de lo contrario, te habrían comentado que el lugar ya estaba ocupado.

– Tengo derechos. Se entiende -dijo Molly arrojando las galletas a un cajón y cerrándolo de golpe. Luego estudió a Kevin: estaba tenso, nerviosísimo-. No te acuerdas de mi nombre, ¿verdad?

– Claro que me acuerdo -replicó mientras buscaba en su memoria sin obtener ningún resultado.

– Nos han presentado al menos tres veces.

– Algo totalmente innecesario, porque tengo muy buena memoria para los nombres.

– No para el mío. Lo has olvidado.

– Por supuesto que no.

Ella le miró fijamente durante un largo rato; él, sin embargo, estaba acostumbrado a actuar bajo presión, y no tuvo ningún problema en esperar a que fuera ella quien lo dijera.

– Es Daphne -le dijo.

– ¿Y por qué me dices algo que ya sé? ¿Eres así de paranoica con todo el mundo, Daphne?

Molly apretó los labios y murmuró algo entre dientes. Kevin habría jurado que había vuelto a oír la palabra «tejón».

¡Kevin Tucker ni siquiera sabía cómo se llamaba! «Que me sirva de lección», pensó Molly mientras admiraba su peligroso atractivo.

Entonces vio que tenía que encontrar la manera de protegerse de él. Vale, estaba más bueno que el pan. Como muchos otros hombres. De acuerdo, no muchos tenían esa particular combinación de pelo rubio oscuro y ojos verdes brillantes. Y muy pocos tenían un cuerpazo como aquél, atlético y escultural, nada desproporcionado. Aun así, no era tan estúpida como para encapricharse con un hombre que no era más que un bonito cuerpo, una linda cara y un interruptor para el encanto.

Bueno, lo cierto era que sí: a juzgar por su pasado encaprichamiento por él, había sido tan estúpida. Pero al menos había sido consciente de que estaba siendo estúpida.

Lo que sin duda no haría era presentarse como una groupie aduladora. ¡Iba a verla en toda su insolencia! Conjuró a la Goldie Hawn de Un mar de líos en busca de inspiración.

– Vas a tener que marcharte, Ken. Ay, perdona, quería decir Kevin. Porque es Kevin, ¿verdad?

Puede que esta vez hubiera ido demasiado lejos, porque la comisura de sus labios se torció hacia arriba.

– Nos han presentado al menos tres veces. Pensaba que lo recordarías.

– Es que hay tantos futbolistas, y todos os parecéis tanto.

Kevin arqueó una de sus cejas.

Molly ya había marcado el terreno, y era tarde, así que podía permitirse ser generosa, aunque sólo con condescendencia.

– Puedes quedarte esta noche, pero yo he venido aquí a trabajar, así que tendrás que irte mañana por la mañana.

Un vistazo por la ventana de atrás le permitió ver el Ferrari aparcado junto al garaje: ahora entendía por qué no lo había visto cuando había aparcado delante.

Él se sentó deliberadamente en un taburete, como si quisiera indicar que no iba a ir a ninguna parte.

– ¿A qué tipo de trabajo te dedicas? -dijo en un tono desdeñoso que a Molly le hizo pensar que él no creía que pudiese ser nada demasiado arduo.

– Je suis auteur.

– ¿Escritora?

– Ich bin Schriftstellerin -añadió en alemán.

– ¿Has abandonado tu idioma vernáculo por algún motivo?

– He pensado que tal vez te sentirías más cómodo con alguna lengua extranjera-dijo ondeando vagamente su mano-. Por algo que he leído…

Kevin podía ser superficial, pero no era estúpido, y Molly pensó que tal vez se había pasado de la raya. Por desgracia, estaba en racha.

– Estoy casi segura de que Roo se habrá recuperado del problemilla que tuvo con la rabia, pero tal vez será mejor que te pongas alguna inyección, por si acaso.

– Todavía estás cabreada por eso del ladrón, ¿verdad?

– Lo siento, no te oigo bien. Tal vez la caída me ha dejado algo conmocionada.

– Ya te he pedido perdón.

– Es verdad -dijo apartando un montón de lápices que los niños habían dejado en el pasaplatos.

– Me parece que subiré a acostarme -dijo Kevin. Se levantó y se dirigió hacia la puerta, pero antes de cruzarla se detuvo a echarle un último vistazo a esos pelos horribles y añadió-: Dime la verdad. ¿Ha sido por algún tipo de apuesta?