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– Buenas noches, Kirk.

Cuando Molly entró en su dormitorio, se dio cuenta de que respiraba aceleradamente. Sólo un fino tabique la separaba de la habitación de invitados donde debía estar durmiendo Kevin. Un cosquilleo le recorrió la piel y sintió el impulso casi incontrolable de cortarse el pelo, aunque tampoco quedaba demasiado que cortar. Tal vez debería volver a teñírselo de su color natural al día siguiente, pero no podía darle a Kevin ese gusto.

Había llegado a la cabaña para esconderse, no para dormir junto a la boca del lobo, así que cogió sus cosas y, con Roo pegado continuamente a sus talones, bajó corriendo, atravesó el salón, se metió en la habitación grande que compartían las tres niñas y cerró la puerta por dentro.

Se apoyó en el marco de la puerta e intentó calmarse contemplando el techo inclinado de la habitación y las confortables buhardillas diseñadas para soñar despierto. Dos de las paredes contenían un mural del Bosque del Ruiseñor que ella había pintado con toda la familia por en medio. Allí estaría bien, y por la mañana él ya se habría ido.

Dormir, sin embargo, era imposible. ¿Por qué no había avisado a Phoebe de que iba a subir a la casa, como hacía siempre? Porque no quería oír más discursitos sobre su pelo ni tampoco advertencias de posibles «incidentes».

Molly dio vueltas y más vueltas, miró el reloj, y finalmente encendió la luz para hacer algunos esbozos de las ilustraciones para su próximo libro. No le salía nada. Habitualmente, el ruido del viento invernal golpeando la maciza casa de troncos la calmaba, pero aquella noche el viento la impulsaba a desnudarse y bailar, dejar atrás a la niña buena y estudiosa, y liberar su lado salvaje.

Apartó las mantas y saltó de la cama. La habitación estaba helada, pero ella se sentía acalorada y enfervorizada. Deseó estar en su casa. Roo levantó un párpado soñoliento, y luego volvió a cerrarlo mientras ella se dirigía al banco acolchado de la ventana más cercana.

Plumas de escarcha decoraban los cristales, y la nieve se arremolinaba entre los árboles en delgados copos danzarines. Molly intentó concentrarse en la belleza de la noche, pero no dejaba de ver a Kevin Tucker. Sentía cosquillas en todo el cuerpo y un hormigueo en los pechos. ¡Era tan degradante! Ella era una mujer inteligente, incluso brillante, pero pese a querer negarlo, estaba obsesionada como una animadora hambrienta de sexo.

Tal vez se trataba de una forma perversa de crecimiento personal. Al menos se obsesionaba por el sexo y no por la Gran Historia de Amor que jamás tendría.

Decidió que era más seguro obsesionarse por la Gran Historia de Amor. ¡Dan le había salvado la vida a Phoebe! Era la cosa más romántica que Molly podía imaginar, aunque suponía que también le había creado expectativas muy poco realistas.

Abandonó lo de la Gran Historia de Amor y volvió a obsesionarse con el sexo. ¿Hablaría Kevin en inglés mientras lo hacía, o habría memorizado algunas frases extranjeras útiles? Con un gruñido, hundió la cabeza en la almohada.

Tras sólo unas pocas horas de sueño se despertó: el amanecer era frío y gris. Cuando miró hacia fuera, vio que el Ferrari de Kevin había desaparecido. «¡Bien!» Sacó a Roo y luego se duchó. Mientras se secaba, se obligó a sí misma a tararear una cancioncilla de Winnie the Pooh, pero cuando empezó a ponerse sus gastados pantalones grises y el jersey de Dolce & Gabbana que se había comprado antes de donar su dinero, la ficción de fingir que era feliz ya se había desvanecido.

Pero ¿qué rayos le pasaba? Su vida era maravillosa. Gozaba de buena salud. Tenía amigos, una familia estupenda y un perro que la entretenía. Aunque estaba casi siempre sin blanca, no le importaba porque su loft valía hasta el último centavo que pagaba por él. Le encantaba su trabajo. Su vida era perfecta. E incluso más que perfecta ahora que Kevin se había marchado.

Enojada por su estado anímico, deslizó sus pies en las zapatillas rosas que le habían regalado las gemelas por su cumpleaños y bajó hacia la cocina, con las cabezas de conejo bamboleando sobre los dedos de sus pies. Un desayuno rápido y luego se pondría a trabajar.

La noche anterior había llegado demasiado tarde como para ir a comprar provisiones, así que sacó una bolsa de pan de molde de Dan del armario. Justo cuando introducía una rebanada en la tostadora, Roo empezó a ladrar. La puerta trasera se abrió y entró Kevin, cargado de bolsas de plástico repletas de comida. Molly sintió que el bobo de su corazón se aceleraba un poco.

Roo gruñó, pero Kevin no le hizo ningún caso.

– Buenos días, Daphne.

La instintiva explosión de placer de Molly dejó paso al fastidio. ¡Slytherin!

Kevin dejó las bolsas en la mesa central y dijo:

– Nos estábamos quedando sin provisiones.

– ¿Y qué importancia tiene eso? Tú te ibas, ¿no te acuerdas? Vous partez. Andate vía -repuso Molly. Las palabras en francés e italiano las pronunció con exageración y se gratificó al ver que le había molestado.

– Irse no es una buena idea -dijo mientras retorcía con fuerza el tapón de la leche-. No quiero tener más líos con Dan, así que tendrás que ser tú quien se vaya.

Eso era exactamente lo que debería hacer, pero no le gustó la actitud de Kevin, así que dejó que hablara la arpía que llevaba dentro:

– Eso ni lo sueñes. Puede que al ser deportista no puedas entenderlo, pero necesito paz y tranquilidad, porque yo tengo que pensar mientras trabajo.

Sin duda Kevin captó el insulto, aunque prefirió hacerle oídos sordos.

– Yo me quedo aquí -insistió.

– Pues yo también -respondió ella con la misma tozudez.

Molly se dio cuenta de que él habría querido echarla, pero que no podía hacerlo porque ella era la hermana de su jefa. Kevin se tomó su tiempo para llenarse el vaso; luego apoyó las caderas en el fregadero y dispuso:

– La casa es grande. La compartiremos.

Molly estaba a punto decir que lo olvidase, que se marcharía de todos modos, pero algo la detuvo. Tal vez compartir la casa no era una idea tan descabellada: quizá la forma más rápida de superar su fijación sería ver al slytherin que se escondía debajo del hombre. No había sido Kevin como ser humano lo que la había atraído, porque no tenía ni idea de cómo era realmente. Se trataba más bien de una imagen ilusoria de Kevin: cuerpo maravilloso, ojos hermosos, valeroso líder de hombres.

Lo observó mientras apuraba el vaso de leche. Un eructo. Eso sería lo último. Nada le desagradaba más que un hombre que eructase… O que se rascase la entrepierna… O que fuese grosero en la mesa. ¿Y qué decir de esos perdedores que intentan impresionar a las mujeres sacando un fajo de billetes atrapado en uno de esos chillones sujetabilletes?

Tal vez llevase una cadena de oro. Molly sintió un escalofrío. Eso sería definitivo. O quizás era un chiflado por las armas. O decía: «Machote.» O no llegaba a la altura de Dan Calebow de cientos de maneras distintas.

Sí, sin duda, había un millón de trampas esperando a Kevin Tucker, el señor Mis-ojos-verdes-como-la-hierba-sintética-me-hacen-irresistiblemente-sexy. Un eructo… Una mano a la entrepierna… Incluso el más leve destello de oro alrededor de su fantástico cuello.

Molly se dio cuenta de que estaba sonriendo.

– De acuerdo. Puedes quedarte -dijo finalmente.

– Gracias, Daphne.

Kevin apuró su vaso, pero no eructó.

Ella entrecerró los ojos y se dijo a sí misma que mientras él siguiera llamándola Daphne ya estaba medio salvada.

Molly cogió su ordenador portátil y lo subió al desván. Lo colocó en el escritorio junto a su cuaderno de dibujo. Podía trabajar en Daphne se cae de bruces o en el artículo «Darse el lote: ¿hasta dónde se puede llegar?».

Muy lejos.

Definitivamente no era el mejor momento para escribir un artículo sobre sexo, ni siquiera en su variante adolescente.