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– Y nosotros también. Intenta comprenderlo, por favor. Los autores tendéis a ver los proyectos sólo desde vuestra perspectiva, pero un editor debe tener una visión más amplia, que incluya también nuestra relación con la prensa y con la comunidad. Nos pareció que no teníamos otra opción.

– Siempre hay otra opción, y hace una hora he ejercido la mía.

– ¿Qué quieres decir?

– He publicado Daphne se cae de bruces por mi cuenta. La versión original.

– ¿Que la has publicado? -preguntó Helen levantan do las cejas-. ¿De qué estás hablando?

– La he publicado en Internet.

Helen prácticamente salió disparada de la silla.

– ¡No puedes hacer eso! ¡Tenemos un contrato!

– Si te fijas en la letra pequeña, verás que yo conservo los derechos electrónicos de todos mis libros.

Helen no pudo disimular su asombro. Las editoriales mayores habían cubierto esa laguna en sus contratos, pero algunas de las editoriales más pequeñas como Birdcage no habían tenido tiempo para eso.

– No me puedo creer que nos hayas hecho esto.

– Ahora, cualquier niño que quiera leer Daphne se cae de bruces y ver las ilustraciones originales podrá hacerlo.

Molly había pensado un gran discurso, repleto de referencias a las quemas de libros y a la Primera Enmienda, pero ya no tenía energías. Le acercó el cheque a Helen, se levantó de la silla y se marchó.

– ¡Molly, espera!

Había hecho lo que tenía que hacer, y no se paró. Mientras se dirigía hacia su coche, intentó sentirse triunfadora, pero básicamente se sintió consumida. Una amiga de la facultad la había ayudado a preparar la página Web. Además del texto y los dibujos para Daphne se cae de bruces, Molly había incluido un enlace a una lista de libros que diversas organizaciones habían intentado mantener fuera del alcance de los niños, a lo largo de los años, por su contenido o ilustraciones. La lista incluía La caperucita roja, todos los libros de Harry Potter, Una arruga en el tiempo, de Madeleine L'Engle, Harriet la espía, Tom Sawyer, Huckleberry Finn, así como los libros de Judy Blume, Maurice Sendak, los hermanos Grimm, y El diario de Ana Frank. Al final de la lista, Molly había añadido Daphne se cae de bruces. Ella no era Ana Frank, pero se sentía mucho mejor estando en tan buena compañía. Sólo deseaba poder llamar a Kevin para decirle que había presentado batalla por su conejita.

Hizo unas cuantas paradas para aprovisionarse, luego torció hacia Lake Shore Drive y se dirigió al norte, hacia Evanston. Había poco tráfico, y no tardó demasiado en llegar al miserable edificio de piedra caliza de color rojizo donde vivía. No soportaba su apartamento: estaba situado en la segunda planta y las únicas vistas que tenía eran del vertedero de la parte trasera de un restaurante tailandés, pero era el único lugar que podía permitirse en el que admitieran a un perro.

Intentó no pensar en su pequeño loft, en el que ya se habían instalado unos desconocidos. No había en Evanston muchos lofts reconvertidos en venta, y el edificio tenía una lista de espera de gente ansiosa por comprar, así que Molly ya sabía que no iba a tardar en venderse. Aun así, no estaba preparada para que sucediera en menos de veinticuatro horas. Los nuevos propietarios le habían pagado una prima para que les subarrendara el apartamento mientras duraba todo el papeleo final, así que había tenido que salir pitando a buscarse un piso de alquiler, y había acabado alojándose en aquel tétrico edificio. Pero tenía dinero para devolver el anticipo y poner al día las facturas.

Aparcó en la calle a dos manzanas de distancia, porque el slytherin de su casero cobraba setenta dólares al mes por una plaza de aparcamiento en el solar adyacente al edificio. Mientras subía por las deterioradas escaleras que conducían a su apartamento, las vías del tren chirriaron justo detrás de las ventanas. Roo salió a recibirla a la puerta, luego cruzó a la carrera el linóleo gastado y empezó a ladrar ante el fregadero.

– Otra vez no.

El apartamento era tan pequeño que Molly no tenía sitio para los libros, y tuvo que arrastrarse por encima de todas esas cajas abarrotadas para llegar hasta el fregadero de la cocina. Abrió la puerta del armario con cautela, echó un vistazo adentro y sintió un escalofrío. Otro ratón temblaba dentro de su trampa incruenta. Era ya el tercero que atrapaba, y apenas llevaba unos días viviendo allí.

Tal vez podría sacar otro artículo para Chik acerca de la experiencia: «Por qué los chicos que odian a los animales pequeños no son siempre una mala noticia.» Acababa de echar en el buzón un artículo culinario. De entrada, lo había titulado «Desayunos que no le hagan vomitar: bate su cerebro ron los huevos». Justo antes de meterlo en el sobre, había entrado en razón y lo había subtitulado «Estímulos matinales».

Escribía todos los días. Por muy apaleada que se sintiera por todo, no se había abandonado ni se había postrado en la rama como había hecho tras el aborto. Esta vez le estaba plantando cara al dolor y hacía todo lo posible por convivir con él. Aunque nunca había sentido el corazón tan vacío.

Echaba tantísimo de menos a Kevin. Cada noche se tumbaba en la cama mirando al techo y recordando la sensación de estar entre sus brazos. Pero había sido mucho más que sexo. Kevin la había comprendido mejor de lo que se comprendía el la misma, y había sido su compañero del alma en todos los sentidos excepto en el que contaba. Kevin no la amaba.

Con un suspiro que salió de lo más profundo de su ser, dejó a un lado el bolso, se puso los guantes de jardinería que había comprado junto a la trampa, y buscó con cautela bajo el fregadero el mango de la pequeña jaula. Como mínimo, su conejita saltaba libre y feliz por el ciberespacio. Ya era más de lo que podía decir de aquel otro roedor.

Molly soltó un chillido cuando el ratón asustado empezó a corretear dentro de la jaula.

– Por favor, no hagas eso. Estate quietecito y te prometo que antes de que te des cuenta estarás en el parque.

¿Dónde está un hombre cuando le necesitas?

Su corazón se contrajo en otro espasmo de dolor. La pareja a la que había contratado Kevin para hacerse cargo del campamento ya estaría en su puesto, por lo que él debía de estar de nuevo de fiesta en fiesta con su plantilla internacional. «Por favor, Dios, no dejes que se acueste con ninguna de ellas. Todavía no.»

Lilly le había dejado varios mensajes en el contestador automático interesándose por su situación, pero todavía no le había devuelto ninguna llamada. ¿Qué podía decirle? ¿Que había tenido que vender su apartamento? ¿Que había perdido a su editora? ¿Que su corazón había sufrido una rotura irreparable? Al menos, ya podía pagarse un abogado, por lo que tenía alguna probabilidad de liberarse del contrato y vender su siguiente libro de Daphne a otra editorial.

Molly sostuvo la jaula tan lejos como pudo y cogió las llaves. Ya iba de camino a la puerta cuando sonó el timbre. Después de encontrar un ratón, tenía siempre los nervios a flor de piel, así que se llevó un susto tremendo.

– Un momento.

Todavía sosteniendo la jaula a distancia, sorteó otra caja de libros y abrió la puerta.

Helen entró a la carga.

– Molly, has huido sin que pudiéramos hablar. ¡Ah, Dios mío!

– Helen, te presento a Mickey.

Helen se llevó la mano al corazón mientras perdía el color de la cara.

– ¿Una mascota?

– No exactamente-dijo Molly dejando la jaula sobre una de las cajas. Al parecer, a Roo no le gustó la idea y empezó a Ladrar-. ¡Cállate, pesado! Me temo que no has elegido el mejor momento para una visita, Helen. Tengo que ir al parque.

– ¿Lo sacas a pasear?

– Lo liberaré.

– Te acompaño.

Molly debería haber gozado viendo a su sofisticada ex editora tan descompuesta, pero el ratón también la había descompuesto a ella. Sosteniendo la jaula lejos de su cuerpo, salió al exterior y empezó a serpentear por las callejuelas del centro de Evanston hacia el parque que había junto al lago. La indumentaria de Helen, con su traje negro y sus tacones, no era adecuada ni para el calor ni para sortear charcos, pero Molly no la había invitado a acompañarla, así que se negó a sentir lástima.