– No sabía que te habías mudado -dijo Helen tras ella-. Por suerte, he topado con uno de tus vecinos y me ha dado tu nueva dirección. ¿No… no podrías liberarlo en algún lugar más cerca?
– No quiero que pueda descubrir el camino de regreso.
– ¿Y utilizar una trampa más definitiva?
– Eso nunca.
Aunque era un día laborable, el parque estaba lleno de ciclistas, estudiantes universitarios en patines y niños. Molly vio una pequeña extensión de hierba y dejó la jaula en el suelo; luego alargó la mano, vacilante, hacia el cierre y, en cuanto lo abrió, Mickey saltó hacia la libertad.
Directamente hacia Helen.
La editora soltó un grito sofocado y se encaramó a un banco de picnic. Mickey desapareció entre los arbustos.
– Bichos del demonio -dijo Helen sentándose sobre la mesa que hacía juego con el banco.
A Molly también se le habían aflojado las rodillas, así que se sentó en el banco. Más allá del límite del parque, el lago Michigan se extendía hacia el horizonte. Miró a la lejanía y pensó en un lago más pequeño con un pequeño acantilado desde el que se podía saltar.
Helen sacó un pañuelo de su bolso y se lo llevó repetidas veces a la frente.
– Los ratones tienen un no sé qué…
No había ratones en el Bosque del Ruiseñor. Molly tendría que añadir uno si llegaba a encontrar otra editorial.
Se quedó mirando a su ex editora.
– Si has venido a amenazarme con un pleito, no vas a sacar nada.
– ¿Por qué íbamos a querer un pleito con nuestra autora favorita? -dijo extrayendo el sobre que contenía el cheque de Molly y dejándolo sobre el banco-. Te lo devuelvo. Y cuando mires dentro, verás un segundo cheque por el resto del anticipo. De verdad, Molly, deberías haberme contado lo grave que te parecía el tema de las revisiones. Nunca te habría pedido que las hicieras.
Molly ni siquiera intentó responder a aquella pedante slytherin. Ni tampoco cogió el sobre.
El tono de Helen se volvió más efusivo.
– Vamos a publicar Daphne se cae de bruces en su versión original. Lo pondré en el programa de invierno para tener tiempo de preparar la publicidad. Hemos planeado una extensa campaña publicitaria con anuncios a toda página en todas las revistas importantes para padres, y te enviaremos a una gira de presentación.
Molly se preguntó si le habría dado una insolación.
– Daphne se cae de bruces ya se puede leer desde Internet.
– Nos gustaría que la sacaras de la red, pero te dejamos la decisión final. Pero aunque decidas mantener la página Web, creemos que la mayoría de los padres querrán comprar igualmente el libro impreso para añadirlo a la colección de sus hijos.
Molly no podía imaginar cómo había pasado por arte de magia de autora menor a autora importante.
– Me temo que tendrás que darme algo mejor que eso, Helen.
– Estamos dispuestos a renegociar tu contrato. Estoy segura de que los términos te satisfarán.
Molly estaba pidiendo una explicación, no más dinero, pero de algún modo salió a la superficie la magnate que llevaba dentro.
– Tendrás que hablar con mi nuevo agente sobre la cuestión.
– Por supuesto.
Molly no tenía ningún agente, ni nuevo, ni viejo. Su carrera había sido tan pequeña que no había necesitado a ninguno, aunque sin duda algo había cambiado.
– Cuéntame qué ha pasado, Helen.
– Ha sido la publicidad. Las nuevas cifras de ventas salieron hace apenas dos días. Entre la cobertura periodística de tu boda y las historias de NHAH, tus ventas han subido como la espuma.
– Pero yo me casé en febrero, y NHAH fue a por mí en abril. ¿Ahora os dais cuenta?
– Observamos el primer aumento en marzo y otro en abril. Pero las cifras tampoco eran tan importantes hasta que recibimos el informe de fin de mes en mayo. Y las cifras preliminares de junio son aún mejores.
Molly pensó que tenía suerte de estar sentada, porque las piernas no la habrían sostenido.
– Pero la publicidad ya se acabó. ¿Por qué se disparan las cifras ahora?
– Eso es lo que queríamos averiguar, así que hemos pasado un tiempo hablando por teléfono con los libreros. Nos han contado que los adultos al principio compraban algún libro de Daphne por curiosidad, o porque habían oído hablar de tu matrimonio con Kevin Tucker o porque querían ver por qué armaba tanto alboroto la gente de NHAH. Pero en cuanto tuvieron el libro en casa, sus hijos se enamoraron tic los personajes y ahora vuelven a las tiendas para comprar toda la serie.
Molly estaba perpleja.
– No me lo puedo creer.
– Los niños les enseñan los libros a sus amigos. Nos han dicho que incluso algunos padres que habían apoyado otros boicots de NHAH están comprando los libros de Daphne.
– Me está costando digerirlo.
– Lo comprendo. -Helen cruzó las piernas y sonrió-. Después de tantos años, de la noche a la mañana te ha llegado el éxito. Felicidades, Molly.
Janice y Paul Hubert eran la pareja perfecta para dirigir una casa de huéspedes a media pensión. Los huevos de la señora Hubert nunca estaban fríos, y ni una de sus galletas había salido quemada nunca por debajo. Y el señor Hubert disfrutaba realmente desatascando inodoros y podía hablar con los clientes durante horas sin aburrirse. Kevin les despidió a la semana y media.
– ¿Necesitas ayuda?
Kevin sacó la cabeza de la nevera y vio a Lilly en pie junto a la puerta de la cocina. Eran las once de la noche y habían transcurrido dos semanas y un día desde la marcha de Molly. También hacía cuatro días que había despedido a los Hubert, y estaba todo patas arriba.
Faltaban dos semanas para el comienzo de la pretemporada, y Kevin no estaba a punto. Sabía que tenía que agradecerle a Lilly que se hubiera quedado para ayudarle, pero no había encontrado el momento, y eso le hacía sentirse culpable. Se la veía triste desde que Liam Jenner había dejado de aparecer para desayunar. Había intentado sacar el tema en una ocasión, pero lo había hecho tan torpemente que ella había fingido no entenderle.
– Estoy buscando levadura rápida. Amy me ha dejado una nota diciendo que tal vez la necesitará. ¿Qué diablos es la levadura rápida?
– No tengo ni idea -respondió Lilly-. Mi cocina se limita a los platos preparados.
– Ya. A la porra -dijo cerrando la puerta. -¿Echas de menos a los Hubert?
– No. Sólo cómo cocinaba ella y cómo se encargaba él de todo.
– Ah.
Lilly se quedó mirándole, momentáneamente más divertida que apesadumbrada.
– No me gustaba cómo trataba ella a los niños -murmuró Kevin-. Y él estaba volviendo loco a Troy. ¿A quién le importa si hay que segar la hierba en el sentido de las agujas del reloj o en el sentido contrario?
– Tampoco es que ella tratara mal a los niños. Sólo que no le daba galletas al primer mocoso que se asomara a la puerta de la cocina, como hacía Molly.
– La vieja bruja los ahuyentaba como si fueran cucarachas. Y no era capaz de dedicarles algunos minutos para contarles algún cuento. ¿Es demasiado pedir? Si un niño quiere oír un cuento, ¿no crees que podría soltar la maldita botella de desinfectante durante un rato para contarle un cuento?
– No oí en ningún momento que los niños le pidieran a la señora Hubert que les contara un cuento.
– ¡Pues sí que se lo pedían a Molly!
– Cierto.
– ¿Qué crees que significa eso?
– Nada.
Kevin abrió la tapa del tarro de galletas, pero volvió a cerrarla al recordar que no eran artesanales: las habían comprado en la tienda. Cambió de idea y cogió una cerveza de la nevera.