Al anochecer, cuando terminaba la jornada de trabajo, Tizzie y sus compañeros eran conducidos en autobús a una vieja posada de Nueva Inglaterra, la Homestead, en la cercana población de Greenwich, Connecticut. El alojamiento era confortable, pero la comida, demasiado abundante y con exceso de salsas, no tardó en cansarla. Por las noches, o bien daba paseos por las cuidadas calles residenciales de Belle Haven, o bien se quedaba en su cuarto leyendo novelas de Agatha Christie o Jane Austen.
Algunos de sus compañeros de trabajo -entre ellos Brody-, se alojaban también en la pensión Homestead. Cuando la joven se reunía con ellos para cenar o para tomar algo en el bar, nunca hablaban del trabajo que realizaban, y si ella les preguntaba por él, le contestaban con lacónicas evasivas. Pese a su gran formación médica, Tizzie sacó muy poco en claro sobre el conjunto del proyecto. Sus compañeros le decían que investigaban la nefroesclerosis o la hiperlipemia o la acumulación de depósitos de lipofucsina en el riñón y el hígado. Cosas de ese estilo.
Sin embargo, todo el mundo estaba obsesionado por su trabajo, y a ella le dio la sensación -casi más por lo que no se decía que por lo que se decía- de que el proyecto era urgente. Todos se hallaban dedicados en cuerpo y alma a una gran tarea. Quizá ése fuera el motivo de que las conversaciones que trataban de otros temas parecieran forzadas y artificiales, y estuvieran saturadas de incómodos silencios. Al poco tiempo, Tizzie llegó a la conclusión de que sería más cómodo que dejara de tratar de mostrarse sociable.
Por lo que pudo deducir de su escasa información, parecía indiscutible que todos se afanaban en conseguir lo que tío Henry había dicho: una vacuna contra la enfermedad que había terminado con la madre de Tizzie y que también estaba consumiendo a su padre. La joven sospechaba que sus padres no eran los únicos y que había otros que padecían la misma dolencia.
Así que, sin dejar de mantener los ojos bien abiertos y el oído bien aguzado, cumplía con su trabajo a conciencia, y se pasaba tantas horas inclinada sobre el microscopio que tenía un dolor de espalda casi permanente.
Los portaobjetos aparecían como por arte de magia en una caja empotrada en una pared que tenía puertas correderas a ambos extremos. A Tizzie le intrigaba el hecho de que nunca veía abrirse la puerta del otro lado, ni a nadie poniendo los portaobjetos en la caja; al final descubrió que la caja estaba construida de forma tal que era imposible abrir las dos puertas a la vez.
La joven examinaba las células o, más exactamente, los fibroblastos, la célula central y más importante del tejido conectivo humano. Las procesaba mediante un sistema similar al de una cadena de montaje: las clasificaba en función de su morfología, las fotografiaba, las teñía y, lo más fundamental, ponía a prueba la elasticidad y la fortaleza de su colágeno, la proteína que hace a la piel tersa y flexible. Terminado el proceso, le pasaba los portaobjetos a Alfred.
Tizzie sólo tardó un par de días en aprender a realizar su trabajo con rapidez y eficiencia. También advirtió que existía una pauta. Los fibroblastos de los cultivos se dividían en dos grupos: los sanos y los enfermos. Observaba con admiración y sorpresa cómo los sanos producían colagenasa para expulsar el colágeno dañado. A veces el fibroblasto se veía obligado a dividirse para cumplir con su cometido de producir nuevo colágeno. Advirtió que cada vez, en el interior del fibroblasto, mientras el cromosoma se reorganizaba para dividirse y formar dos nuevas células, un pequeño fragmento situado en el extremo del cromosoma -el telómero- se hacía un poco más pequeño.
Las células enfermas eran viejas, de modo que tal vez no era inadecuado llamarlas enfermas, pues simplemente estaban consumidas. El problema no radicaba en que permanecieran inactivas. Al contrario, parecían producir enormes cantidades de colagenasa, pero lo extraño era que ésta, en vez de expulsar sólo el colágeno dañado, atacaba directamente a la totalidad del colágeno. Sus telómeros eran diminutos.
Tizzie teñía de rojo las células sanas y de azul las enfermas, y luego se las pasaba a Alfred. Éste efectuaba sus propias pruebas y análisis, y anotaba los resultados en el cuaderno que guardaba bajo llave en un cajón.
Pero el trabajo no era lo único en que Tizzie ocupaba su tiempo. También, de cuando en cuando, abandonaba el laboratorio durante breves períodos con la excusa de que tenía que ir al baño. En su primera excursión, subió el tramo de escalera que conducía al prohibido segundo piso, dispuesta a hacerse la despistada y la inocente si alguien la sorprendía. Desde el último peldaño, vio la puerta con cerradura de combinación y, en la pared, enfocándola, la cámara de vídeo.
El segundo día averiguó la combinación que abría la puerta.
A través de la ventana, vio que el guardia se había ausentado. Ella salió del laboratorio, cruzó el patio y se metió en la sala de seguridad. En uno de los monitores aparecía la imagen de la puerta cerrada. Tizzie abrió un cajón, encontró el aparato de vídeo correspondiente al monitor y oprimió la tecla de retroceso rápido. En la pantalla del monitor, la imagen fluctuó marcha atrás hasta que apareció una persona haciendo movimientos espasmódicos. Tizzie pulsó la tecla de reproducción y observó cuidadosamente. La persona fue hasta la puerta, alzó un dedo y pulsó cuatro veces el teclado. Tras pasar la grabación repetidamente, Tizzie consiguió averiguar la combinación: 8769.
Avanzó la cinta de vídeo hasta el punto en que la había encontrado, volvió a poner el aparato en función de grabación y salió. Un vistazo al reloj le indicó que había estado ausente seis minutos. No estaba maclass="underline" le habían parecido quince.
– ¿Dónde has estado? -le preguntó Alfred-. El trabajo se te amontona.
– Problemas femeninos -respondió ella bajando la vista.
Normalmente, aquello bastaba para disipar las curiosidades masculinas. Alfred movió la cabeza pero no dijo nada.
Tizzie volvió a inclinarse sobre el microscopio, diciéndose que obtener la combinación había sido lo más fácil. Utilizarla para entrar en el laboratorio restringido -y salir de él de una pieza- sería lo verdaderamente peliagudo. La joven se sentía bastante asustada, y se alegraba de que, sólo por si acaso, Jude le hubiera dado el teléfono de Raymond.
Jude esperaba a Raymond cerca de un grupo de pinos situados en el interior del parque, junto a la entrada. De ese modo, le sería posible ver aproximarse los faros del coche del federal. Además, el estacionamiento estaba dividido en distintas secciones separadas por árboles, lo cual también resultaba muy conveniente. Raymond no se daría cuenta de que él no había estacionado allí su coche.
Encendió un cigarrillo y aspiró una honda bocanada.
Había intentado planearlo todo de antemano. Sabía que corría un riesgo al dejarse ver. Siempre existía la posibilidad de que el FBI lo detuviese, y él apenas podía hacer nada por evitarlo. Sin embargo, partía de la base de que no era a él a quien buscaban los federales, sino a Skyler, pues éste era quien podía identificar a los conspiradores. El FBI quería obtener la colaboración de Skyler; los ordenanzas trataban de matarlo. De un modo u otro, Jude debía asegurarse de que podría abandonar el lugar de la reunión sin conducir a los del FBI hasta Skyler; en otras palabras: sin que lo siguieran.
Cuando habló por teléfono con él, Jude se dio cuenta de que Raymond estaba muy nervioso. El hombre parecía ansiar desesperadamente esa llamada, y no hizo nada por ocultar la alegría que le produjo escuchar la voz de Jude, ni tampoco trató de hacer ver que no pasaba nada.
– ¿Dónde estás? -preguntó apremiante-. Tengo que verte.
– Eso se puede arreglar -dijo Jude representando una escena que había visto infinidad de veces en las películas: el hombre perseguido llamando a la policía desde un teléfono público-. Pero todo tendrá que hacerse a mi modo.