– Quizá el tipo sea un caballero a la vieja usanza.
– No sé por qué, pero lo dudo.
– Y yo también. Y eso nos conduce al motivo de esta reunión.
Jude se puso en guardia. Habían llegado a la otra orilla y estaban a un lado de los raíles. Oyeron un lejano rumor: un tren se aproximaba. Se apartaron más de las vías.
– Sigue.
– Tal vez puedas ayudarme.
Jude miró a su amigo, que de pronto parecía inerme, casi patético.
– ¿Que yo te ayude a ti?
– Escucha, no podemos seguir andándonos por las ramas. El tiempo se nos termina. Tú estás metido hasta el cuello en este asunto. Tienes a Skyler, que puede identificar a los miembros del Laboratorio. Tienes a Tizzie, que se ha infiltrado en el Grupo. Y, como tú mismo dices, por algún motivo, tú también eres especial para ellos. Os necesitamos a los tres.
– Y… ¿dónde está ahora el Laboratorio?
– Eso es lo que a mí me gustaría saber.
– Pero… ¿no los localizasteis en la isla? ¿Por qué no los seguisteis cuando se fueron?
– A eso voy, Jude. Yo ni siquiera sabía que estaban en una isla. No me enteré hasta que ya se hubieron ido. Y no tengo ni puñetera idea de dónde están ahora.
– ¡Cristo!
– Ya lo sé. Resulta patético.
– ¿Sabes al menos por qué se marcharon de la isla? ¿Fue a causa del huracán?
– No, no creo. En mi opinión, cuando el huracán llegó, ellos ya estaban preparados para desaparecer. El día que Skyler huyó, ellos comprendieron que tenían que desalojar el lugar. -El ruido del tren estaba haciéndose más fuerte y Raymond se veía obligado a hablar casi a gritos-: ¿Qué me dices? ¿Nos ayudarás?
Jude dispuso de tiempo para meditar su respuesta. El tren pasó, levantando polvo y agitando las ramas de los árboles e incluso las ropas de los dos hombres. Cuando el estruendo hubo cesado, Jude miró fijamente a su amigo.
– Tal vez pueda hacer algo -dijo-. ¿Quieres averiguar quiénes son los componentes del Grupo? Te puedo conseguir la lista de los miembros, y también puedo conseguir los archivos médicos, aunque antes hay que averiguar dónde están. Pero que conste que deseo algo a cambio. Más adelante ya te diré qué. Para empezar, necesito ver el expediente del FBI.
– Eso es ilegal. Esos expedientes están clasificados.
Por toda respuesta, Jude lo atravesó con la mirada.
– Muy bien -dijo Raymond-. Veré qué puedo hacer.
– Estupendo.
Jude miró hacia el bosque que había junto a la vía.
– Ándate con ojo. Tuviste suerte al conseguir escapar de esa isla. Por cierto, hay una orden de busca y captura contra ti.
– Supongo que esa orden procede del otro FBI.
– En efecto.
– Muy bien. Tendré cuidado, no hace falta que me lo sigas recomendando.
Raymond lo miró con una extraña expresión.
– Hay otra cosa que debes saber -le dijo con voz que parecía reflejar auténtica inquietud-. Los clones no son los únicos que están siendo asesinados. Nosotros también hemos perdido a algunos hombres.
Jude echó a andar hacia el bosque. Había escondido allí su coche, en un camino de tierra, a más de ocho kilómetros de la carretera general. Advirtió que en el rostro de Raymond alboreaba la sorpresa.
– Oye, ¿adonde demonios vas?
– Yo me quedo aquí -respondió Jude.
– ¡Mierda!
Jude no hizo nada por ocultar la satisfacción que le producía el enfado de su amigo.
– No te costará encontrar el camino de regreso, Raymond. Ah, otra cosa. Te voy a dar un adelanto de la información que tengo para ti. Uno de los principales conspiradores es tu jefe, Eagleton -dijo Jude ya prácticamente a gritos-. Por eso salimos huyendo en Washington. Así que recuerda: no te fíes de nadie.
El viernes, Tizzie decidió mover pieza. Por la tarde le dijo a Alfred que no tomaría el autobús y que tenía que salir temprano, porque su tío Henry había quedado en pasar a recogerla. Suponía que la simple mención del nombre de tío Henry bastaría para que Alfred se abstuviera de hacer más preguntas, y no se equivocó.
Alfred no preguntó nada pero se quedó ceñudo. A las seis de la tarde, ella recogió el equipo de trabajo y tomó su bolso.
– No quiero hacerlo esperar -dijo desde la puerta-. Cenaremos en el restaurante Maison Indochine. Si quieres, te traigo algo en una bolsa de plástico, como a los perritos.
El entrecejo fruncido se hizo furibundo.
Quizá no había sido prudente refregarle la falsa invitación por las narices, pero, desde luego, había resultado divertido, se dijo la joven.
Al salir al patio, en vez de dirigirse hacia la puerta principal del recinto, miró en torno y se metió en el hueco de poco más de un metro de ancho que había entre el garaje y la cerca. Una vez allí, esperó… y esperó. Aunque le parecieron horas, no pasaron más que cuarenta y cinco minutos. Transcurrido ese tiempo, la joven comenzó a oír el sonido de puertas abriéndose y de gente hablando con la euforia propia de los viernes por la tarde. Oyó que el autobús se alejaba, y que unas cuantas personas salían del edificio, se dirigían hacia la entrada principal del recinto y la cerraban a su espalda. Después oyó el sonido de arranque de un par de automóviles.
Al fin reinó el silencio. Tizzie estaba a punto de salir de su escondite cuando oyó otro sonido: alguien estaba entrando por la puerta del recinto. ¿Alguno de los vigilantes nocturnos? Con aquello no había contado. Aguardó otra media hora, sin dejar de aguzar el oído, pero no percibió nada más. ¿Se habría marchado ya el que fuera sin que ella lo advirtiese? ¿Quizá por una puerta trasera?
Tenía que arriesgarse.
Con movimientos lentos y sigilosos, salió de detrás del garaje. Bajo la mortecina luz del crepúsculo, cruzó el patio, utilizó su placa para abrir la puerta principal y subió por la escalera hasta el segundo piso, la zona restringida. Allí estaba la puerta.
Y la cámara. ¿Funcionaría ésta por la noche? No podía confiar en la suerte. Se quitó un zapato, se puso de puntillas y lo colocó sobre el objetivo de la cámara.
Luego se acercó al bloque de teclas numéricas: 8769. Inmediatamente sonó un zumbador y la puerta se abrió con un clic. Tizzie ya estaba en el interior de la zona restringida. El olor a orina le hirió el olfato.
En la primera habitación, la única fuente de luz era el resplandor tenue que entraba por la ventana. Había hileras y más hileras de jaulas apiladas unas sobre otras, hasta llegar al techo.
Y en el interior de cada jaula había un mono rhesus. Cuando Tizzie pasó ante ellos, algunos de los simios se agarraron a la tela metálica con ambas manos y sacudieron ruidosamente las jaulas. Otros permanecieron inmóviles, estupefactos. Tizzie reparó en el hecho de que los monos más pasivos parecían viejos y encorvados, con abundantes canas en las mejillas y en las sienes.
Salió rápidamente de la sección de jaulas y entró en la segunda habitación, el laboratorio central. Se trataba de una cámara carente de ventanas en la que los ordenadores controlaban la temperatura de la estéril y limpia atmósfera. Al ver los microscopios y los demás aparatos de laboratorio, Tizzie tuvo la certeza de que se encontraba en el lugar adecuado. Cerró la puerta y encendió la luz.
Sobre el escritorio había un montón de informes y de notas de laboratorio. La joven se sentó y procedió a examinarlos. Después siguió hojeando el resto de los papeles, entre los que había gran cantidad de copias de ordenador de textos y gráficos. Poco a poco, en la cabeza de la joven fue formándose una imagen de la investigación. Fue al banco de trabajo, conectó el microscopio y echó un vistazo a los portaobjetos. Éstos contenían células muy similares a las que ella manejaba. Más aún: en algunos de los portaobjetos, que permanecían ordenadamente amontonadas a un lado, reconoció los tintes rojo y azul que ella usaba.