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– ¿A qué te refieres?

– Me refiero a que queremos que la gente se avenga a pagar inmensas cantidades de dinero a cambio de la promesa de que conseguirán una salud y una longevidad sin precedentes. Si quieres conseguir adeptos, has de hacerles una oferta más atractiva que la de pincharse todos los días.

– Comprendo -murmuró Tizzie-. ¿Y cuál es la solución del problema?

– ¿Hipotéticamente?

– Desde luego. Hipotéticamente.

– Genoterapia. Terapia genética. Utilizar a la propia naturaleza. Que sean las células quienes hagan el trabajo.

– ¿Cómo?

– Es muy sencillo, si sabes lo que te traes entre manos. Para duplicar ADN en un tubo de ensayo se puede utilizar la técnica de la reacción en cadena de la polimerasa. Haces millones de copias de un pequeño segmento de ADN. Luego necesitas un portador para introducir el ADN en las células. Los virus son portadores naturales, ésa es su especialidad. Forman proteínas inyectando su ADN en las células, utilizando a éstas para hacer proteínas de virus y reestructurando luego las proteínas virales. Así que colocas el gen de la telomerasa en el interior de un virus y haces que el virus infecte a unas células. Esas células asimilan el virus y comienzan a producir telomerasa. Tizzie sonrió alentadora. -Haces que parezca fácil.

– Es fácil -dijo Alfred con la vista en el mar-. Y rudimentario. El problema radica en que es tan rudimentario que si la más mínima cosa sale mal, descabala todo el proceso. Y las consecuencias pueden ser devastadoras. -¿A qué te refieres?

– Pues, por ejemplo, a la telomerasa mutante. Un pequeño error en la selección de la proteína original o en la producción de centenares de miles de copias. Cualquier pequeño fallo, cualquier minúsculo cambio en uno de los ladrillos de la estructura, se multiplica por mil, por un millón. Acabas teniendo entre las manos una enzima loca que hace lo contrario de lo que tú quieres que haga. En vez de reforzar los topes de telomerasa, se queda en el interior de las células, haciendo que los cromosomas formen grumos o, peor aún, haciendo que surjan otros nuevos. Y entonces empieza la locura. La enzima mutante se convierte en caníbal y llega a atacar el ADN, partiéndolo en dos con un tajo de carnicero.

Tizzie hizo una pequeña pausa tratando de asimilar la enormidad que su compañero le estaba diciendo.

– Eso fue lo que vi anoche -dijo al fin la joven. -Y lo peor es que, naturalmente, no puedes detener el proceso, porque tú mismo te has ocupado de que siga indefinidamente. E indefinidamente sigue, hasta que al fin hay algo que lo detiene. La muerte celular. Y cuando se produce la muerte celular masiva, el producto se llama progeria. -¿Progeria?

– Vejez prematura. El síndrome de Hutchinson-Guilford. Alfred se volvió. Quedó de espaldas a Tizzie y de cara hacia la isla, que cada vez estaba más próxima.

– Resulta irónico, ¿no? -preguntó-. Tu intención es prolongar la existencia humana y terminas produciendo el Hutchinson-Guilford. ¿Sabes cuál es el promedio de vida de los que padecen el Hutchinson-Guilford?

– No -dijo Tizzie-. ¿Cuál es?

– Desde el nacimiento hasta la muerte, 12,7 años.

Ella lanzó un suave silbido, alargó la mano, cogió a su compañero por el brazo y lo obligó a volverse.

– ¿Habéis descubierto algo para combatir ese fenómeno? ¿Una vacuna o algo así?

– No.

– O sea que todos los del Laboratorio, los científicos, sus hijos, mi padre, están muriendo de eso, ¿no?

Alfred asintió con la cabeza.

– Malditos cabrones -masculló Tizzie.

Él permaneció unos momentos en silencio.

– Naturalmente -dijo al fin-, todo lo que hemos hablado era en hipótesis.

– Sí, claro.

– ¿Te parece suficiente?

– ¿Suficiente?

– Suficiente información. Para salvarme.

Por primera vez, Tizzie sintió algo parecido a la compasión hacia Alfred.

– Creo que sí. Sobre todo, si mantienes la boca cerrada. No le cuentes nada de mí a nadie. ¿De acuerdo?

– De acuerdo. Te lo prometo.

Alfred miró hacia la playa, que ya estaba llena de toallas, sombrillas y bañistas.

– ¿Qué tal si nos volvemos en el ferry? -preguntó-. No me apetece nadar.

Tizzie regresó a Nueva York nerviosa e inquieta. No sabía qué debía hacer. Le parecía peligroso seguir trabajando en el Laboratorio de Ciencias Zoológicas y, además, creía que ya había averiguado todo lo que necesitaba saber. Dudaba que los investigadores consiguieran domar la enzima mutante. El lugar apestaba a fracaso. Cuando le dijo al doctor Brody que había pensado volver a la ciudad, so pretexto de terminar unos trabajos de investigación que tenía pendientes en la Universidad Rockefeller, el hombre, que estaba en la cafetería leyendo una novela, apenas la escuchó y se limitó a despedirse de ella con un ademán.

La joven se sentía en una especie de precaria semiclandestinidad. No deseaba regresar al apartamento. Recordaba demasiado bien la forma en que tío Henry se había presentado allí sin previo aviso. Por otra parte, si no volvía por su casa y el Laboratorio hacía indagaciones, su comportamiento resultaría inmediatamente sospechoso. Y comenzarían a perseguirla. Así que decidió que se instalaría en su casa y seguiría yendo a su trabajo, como le había dicho a Brody que haría.

Y fue en su apartamento donde la encontró Skyler. Tizzie sólo llevaba en casa unas horas cuando llamaron a la puerta. El sonido le produjo un enorme sobresalto. Al abrir, se encontró con Skyler, que le sonreía tímidamente. Ella le echó los brazos en torno al cuello.

– Dios mío, cómo me alegro de verte -dijo con una emoción tan sentida que a ella misma la sorprendió-. ¿Cómo te encuentras? ¿Cómo está Jude?

Skyler explicó que habían regresado a Nueva York el día anterior y se habían alojado bajo nombres falsos en un hotel del centro, el Chelsea, esperando pasar inadvertidos entre los roqueros y los trotamundos. Skyler se había apostado en las proximidades del edificio de Tizzie y la había visto llegar, pero había decidido aguardar unas horas antes de subir para cerciorarse de que nadie lo seguía.

Skyler le relató el viaje a la isla, el encuentro con Kuta y el descubrimiento de los niños enfermos y envejecidos en la guardería.

– Creo que eso puedo explicarlo -dijo ella-. Nos reuniremos con Jude y, entre los tres, haremos recuento de todo lo que cada uno de nosotros ha averiguado.

Tizzie le habló del Laboratorio de Ciencias Zoológicas de la Universidad Estatal de Nueva York, y le relató cómo había escapado de las fauces del perro sólo para caer en las garras de Alfred.

Reparó en que Skyler, sentado ante ella, parecía pálido y demacrado. El joven se llevó una mano al pecho e hizo una mueca.

– ¿Te sientes otra vez indispuesto? -preguntó Tizzie, y su compañero no pudo sino asentir.

Lo condujo hasta el dormitorio, le quitó los zapatos y lo hizo acostarse. Le puso las almohadas de forma que Skyler pudiera ver la calle por entre los hierros de la escalera de incendios. Le tocó la frente y le dio la sensación de que el joven tenía unas décimas.

Tizzie cogió las aspirinas del botiquín, le dio tres a Skyler, se inclinó para darle un suave beso en la frente y le subió el embozo hasta la barbilla. Luego salió a hacer la compra cargada con un bloc de recetas. En la farmacia de la esquina compró más aspirinas, un termómetro, algodón, alcohol y un frasco de pastillas de nitroglicerina. En un supermercado próximo compró cuatro botes de sopa de pollo y otros alimentos.

Cuando regresó al apartamento, Skyler dormía. Lo despertó, le administró la nitroglicerina y le tomó la temperatura: casi treinta y ocho grados. Después le llevó una bandeja con un tazón de sopa y galletas de soda, y le dio la sopa a cucharadas.

Después de comer, Skyler se sintió mejor. Se recostó cómodamente en las almohadas y le dirigió una sonrisa.