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Frunció el entrecejo: demasiados quizá.

Decidió ir sin tardanza a visitar a su padre. Le resultaba difícil debido a la rapidez con que el hombre se estaba deteriorando, y además ella no sabía qué decir ni qué hacer cuando se encontraba en el lúgubre dormitorio del enfermo. Tizzie nunca había sentido tal incomodidad en presencia de su padre, y sabía a qué era debida: no podía perdonarle los secretos que habían salido a relucir durante los dos últimos meses. Sin embargo, siempre le quedaba el disimulo. Y, fuera como fuera, no podía permitir que transcurriesen dos semanas sin acudir a verlo. Ahora que su esposa había muerto, él necesitaba a su hija más que nunca.

La recepcionista la recibió cálidamente, y su secretaria le llevó una humeante taza de café y se la dejó sobre el escritorio, junto a un montón de correspondencia.

Cinco minutos más tarde, la secretaria asomó la cabeza por la puerta.

– Tienes una llamada importante -dijo.

La llamada era del hospital St. Barnaby, de Milwaukee. La mujer del otro extremo de la línea hablaba con el tipo de voz. compasivo y severo que se utiliza para dar las malas noticias.

– Señorita Tierney, la llamo porque su padre ha ingresado en nuestro hospital a primera hora de esta mañana. Su estado no es bueno y creo que, si le es posible, debería usted venir a verlo cuanto antes -dijo, e, innecesariamente, añadió-: No deja de preguntar por usted.

La secretaria entró con un horario de aviones mientras Tizzie anotaba la dirección. Al hacerlo sintió ganas de gritar. St. Barnaby. Habitación 14B. Pabellón Samuel Billington.

A Tizzie apenas le dio tiempo de llamar a Jude antes de salir para el aeropuerto. Él no quería que hiciera el viaje, por considerarlo demasiado peligroso, pero ella, que no quería llegar demasiado tarde, como le había ocurrido con su madre, no le hizo caso, aunque prometió tener cuidado.

En el hospital parecían estar esperándola. Entró, sosteniendo en una mano el papel en el que había anotado el número de la habitación y, antes de que abriera la boca, la recepcionista le dio una serie de complicadas indicaciones que implicaban un cambio de ascensores y un recorrido a través de atrios flanqueados por tiestos con palmeras. El pabellón Billington era suntuoso. Las puertas de los ascensores estaban cromadas y la estación de enfermeras era de mármol travertino. La habitación 14B se encontraba en un ángulo del pasillo, y resultó no ser un cuarto individual, sino una suite de tres habitaciones similar a la de un hotel. Una mujer vestida con un uniforme azul cielo le mostró el camino y la introdujo en una salita de estar con sillones tapizados en chintz.

Tizzie no se sentó. Dejó la chaqueta en uno de los sillones y abrió la puerta de la habitación contigua, que se hallaba en penumbra. La única luz era la que se colaba entre las hojas de la persiana cerrada. La cama estaba en el centro de la pared, y resultaba tan imponente que parecía ser el único mueble de la habitación. Se oía el rumor de los aparatos médicos, y también un débil susurro que Tizzie tardó unos momentos en identificar: la respiración de su padre.

No había nadie más allí: sólo él.

Tenía los ojos cerrados y los párpados le temblaban ligeramente. La cabeza estaba hundida en una gran almohada y la hendidura la hacía parecer pesada, como un pequeño y duro melón semienterrado entre blancos algodones. El hombre parecía frágil, incluso lastimoso… Aquélla era la palabra que no dejaba de acudir a la cabeza de la joven.

Arrimó una silla a la cama, se sentó y se quedó observándolo. Tal vez mirarlo fijamente durante tanto tiempo fue un error, pues los pensamientos de la joven comenzaron a vagar. Ahora que el momento había llegado, no sabía cuáles eran sus sentimientos. Aquel marchito manojo de carne y huesos no parecía su padre. ¿Lo era realmente? ¿Era posible que aquel hombre hubiera formado parte de aquel horrible plan, el mismo hombre que la acostaba por las noches y mantenía a raya a los monstruos contándole amorosamente cuentos hasta que se quedaba dormida? ¿No habría sido él, en realidad, el monstruo?

Algo le rozó la mano y respingó, sobresaltada. Era la mano de su padre. Tizzie la tomó en la suya y lo miró. Los acuosos ojos del enfermo la observaban. El hombre, que parecía estar lúcido, se humedeció los labios. Deseaba hablar.

¿Habría llegado el momento crucial? ¿El de las últimas palabras? Un tópico literario, el momento de la sinceridad total, de la absolución. Resultaba tan extraño estar allí, sosteniendo la mano de su padre, sintiendo tantas y tan contradictorias emociones, amándolo al tiempo que lo despreciaba por lo que había hecho. Se sentía ajena a toda la situación, a todo lo que estaba sucediendo. Y la asustó sentirse tan distanciada.

La entrecortada respiración del enfermo hacía que resultase difícil entenderlo. Tizzie le sirvió un vaso de agua y se lo ofreció con una pajita doblada de cristal al tiempo que lo ayudaba a incorporarse poniéndole una mano en la espalda. El hombre pesaba tan poco que fue como levantar la almohada.

Los labios se movieron. Tizzie se inclinó, pegó la oreja a su boca y notó el cálido aliento del enfermo cuando éste dijo:

– Lo sabes todo.

¿Fue una afirmación o una pregunta? Resultaba imposible saberlo.

– Sí -respondió la joven-. Lo sé todo, menos el porqué.

El hombre permaneció tanto tiempo en silencio que Tizzie no supo si había oído su respuesta.

Pero luego comenzó a hablar, al principio lentamente, y después, decidido ya a contarlo todo, con mayor premura.

– Lo hicimos por ti. Todo fue por ti. Queríamos hacerte un obsequio. Te habíamos dado la vida y deseábamos que disfrutases por más tiempo de ella. Todo iba a ser tan hermoso… perfecto. Ibais a ser los primeros que alcanzaran el eterno anhelo de la humanidad. Ibais a vivirlo, no sólo a desearlo ni a soñar con él.

La joven escuchó la descripción que su padre hizo de los primeros días del Laboratorio, intentando hacerla comprender lo emocionante que había sido encontrarse en el umbral de un gran descubrimiento científico, «hacer cosas que jamás se habían hecho». El hombre lo relató todo desde el principio, pero divagando y dando saltos que dejaban grandes huecos en la historia. Tizzie tuvo que ir reordenando mentalmente el relato mientras su padre hablaba.

Describió a Rincón y el hipnótico poder que poseía. Relató el primer gran descubrimiento que tuvo lugar en la cámara subterránea de Jerome: cómo separar las células en el blastómero, mantenerlas vivas y hacerlas crecer aisladas unas de otras. Las largas discusiones acerca de hacer lo mismo con la propia descendencia de los científicos, los inacabables debates nocturnos: qué era lo mejor, qué era permisible y qué no lo era, los dictados de la ciencia. El óvulo fertilizado parecía tan pequeño bajo el objetivo del microscopio, que resultaba increíble que de él pudiera surgir la vida. Y al fin decidieron crear lo que el enfermo llamaba «la reserva». Repitió el término tres veces antes de que la joven comprendiera. En ningún momento utilizó la palabra clon, aunque, ciertamente, tampoco mencionó la palabra hermana.

– Procurábamos no pensar en ellos. Estaban lejos, en aquella isla, y no los veíamos ni tampoco hablábamos de ellos. Sólo Henry… él fue el único que visitó la isla.

Contó que habían creado a los tres ordenanzas partiendo del embrión de un inadaptado social. Relató la ruptura con el padre de Jude, que se produjo debido a que el hombre sufría fuertes remordimientos que al fin se solidificaron el día en que Skyler fue «activado» como óvulo fertilizado. Y habló, lentamente y con tristeza, del accidente de coche en el que había muerto el padre de Jude, que en realidad no había sido un accidente. Por último, relató su propia ruptura, años más tarde, con el Laboratorio, que no había sido total -no eran estúpidos y habían aprendido de lo que le sucedió al padre de Jude-, y explicó lo difícil que resultaba enfrentarse a Rincón. Y todo fue por amor a Tizzie. No aprobaba el uso de las inoculaciones, pues éstas se encontraban en una etapa experimental y resultaban demasiado arriesgadas para que su hija se sometiera a ellas.