Prepararon los instrumentos, contándolos y situándolos en el orden adecuado sobre la bandeja. Ajustaron las luces de arriba y pasaron al clon de la camilla a la mesa de operaciones. Le colocaron los electrodos para monitorizar el corazón y el cerebro, le limpiaron el tronco con antiséptico, lo afeitaron, le cubrieron la boca con una mascarilla de oxígeno, y le suministraron una enorme dosis de anestesia.
Era una rutina que habían realizado cientos de veces a lo largo de sus carreras, y sin embargo eran conscientes de que todas las ocasiones anteriores sólo habían servido como preparativo para la operación que ahora iban a efectuar.
– Comience usted -dijo ampulosamente el doctor Higgins-. Le cedo los honores.
La cirujana se sintió sorprendida, pero también halagada por aquella muestra de respeto profesional.
Se situó junto al cuerpo mientras los demás ocupaban sus posiciones: el anestesista en la parte alta de la mesa, la auxiliar principal a la derecha de la cirujana, junto a la bandeja de instrumentos. La doctora extendió la mano derecha y no necesitó decir ni una palabra. La auxiliar le colocó en ella el mango del primer bisturí.
– Muy bien, caballeros, allá vamos -declaró de forma casi melodramática.
Después procedió a colocar la hoja bajo la punta del esternón, en el centro de la caja torácica, y oprimió con fuerza cortando la pálida piel. El primer chorro de sangre brotó como un pequeño surtidor.
Baptiste indicó a los ordenanzas que se retirasen y, con un lánguido ademán, le señaló a Jude un sillón. Unió las yemas de los dedos de ambas manos y flexionó éstas varias veces. Durante largo rato, guardó silencio, como si esperase que Jude tomara la palabra. Pero al fin habló.
__Ésta es una reunión en la que muchas veces he pensado -dijo.
– ¿Ah, sí? -preguntó Jude-. ¿Y eso por qué? Baptiste lanzó un suspiro. -Es una larga historia -dijo.
– Una historia que yo conozco casi en su totalidad -afirmó Jude.
– ¿Ah, sí?
La pregunta fue hecha en un tono de condescendencia que a Jude le resultó difícil de tragar.
– Sí.
– A ver si es verdad.
– Sé lo del Laboratorio. Sé que todo comenzó en Arizona. Se lo de la isla, isla Cangrejo, y lo de los clones, y lo de que los criaron para que sirvieran simplemente como depósitos de repuestos de órganos. Estoy al corriente de los descubrimientos científicos que lograron, y de que vendieron sus hallazgos a los ricos. Y también sé que todos ustedes esperaban vivir ciento sesenta años.
Baptiste escuchaba con atención pero no parecía impresionado.
– Estoy al corriente de lo de W, la conspiración. -Jude hizo una pausa valorativa y añadió-: Y conozco los nombres de cuantos participan en ella.
– No importa -lo interrumpió Baptiste-. No seguirán en ella durante mucho tiempo.
– Lo dice porque están envejeciendo. Eso también lo sé. Progeria. Todos la tienen. Los miembros del Laboratorio la padecen. Y sus hijos también. Y usted también.
Baptiste asintió con la cabeza y se encogió de hombros.
– Sé que han matado a mucha gente.
Baptiste volvió a encogerse de hombros.
– Clones -dijo-. Matamos a clones, no a personas.
– Los clones son personas.
Baptiste volvió a mirarlo con condescendencia, como diciendo: «Tienes mucho que aprender.»
– ¿Y Raymond? ¿Qué me dice de él? ¿Lo mataron ustedes?
– Nosotros, desde luego, no. Fue el FBI. Muchacho, trata de distinguir entre unas conspiraciones y otras.
Jude se sintió, no sólo escandalizado, sino también fascinado por el cinismo del hombre.
– No, lo de Raymond no fue cosa nuestra. Hubo alguien a quien sí matamos… hace mucho tiempo… Pero eso fue todo. -dijo Baptiste y no añadió más.
– Mi padre.
– Querido muchacho, tu padre murió en un accidente de automóvil. Y no hubo nadie que sintiera más que yo su fallecimiento. Lo quería entrañablemente.
– No es eso lo que me han contado.
– Pues te han contado mal. -De pronto, con solícita actitud, Baptiste preguntó-: ¿Te apetece un café o un té?
Jude se quedó atónito.
– Cristo bendito. Me encarcelan. Me dan una paliza. ¿Y ahora usted me invita a tomar el té? ¿Qué demonios está sucediendo? ¿Qué demonios pretende usted?
Baptiste se permitió una fina sonrisa.
– Pero… ¿no acabas de decir que lo sabes todo?
– Todo, no. Casi todo.
– Es evidente que desconoces la parte más importante. La pieza que falta del rompecabezas. Y ésa es la pieza que le da sentido a todo el rompecabezas. Será mejor que me aceptes una taza de té.
Jude trató de calmarse. Baptiste hizo sonar una campanilla y apareció un viejo criado negro que, tras recibir la orden, se retiró. El anciano se retrepó en el sillón. Su actitud era la de quien se dispone a divulgar un secreto de enorme importancia, y eso parecía divertirlo.
– ¿Dices que te dieron una paliza? ¿Los ordenanzas?
– Sí.
Baptiste movió reprobatoriamente la cabeza.
– Eso es grave. Esos hombres tienen la obligación de obedecer las instrucciones al pie de la letra. Ocurre, sin embargo, que están muy trastornados. En su opinión, tú fuiste el responsable de la muerte de su hermano. Y los criaron para la agresión, por así decirlo. Además, ellos fueron los primeros en recibir el tratamiento, que por entonces aún no había pasado de la etapa experimental, y también fueron los primeros afectados por la reacción adversa. Cuando uno está acostumbrado a la fortaleza, debilitarse con tanta rapidez debe de resultar muy duro.
– El tratamiento. ¿Se refiere a la telomerasa?
Baptiste se limitó a asentir con la cabeza y consultó su reloj.
Jude quería saber cómo habían criado a los ordenanzas, además de otras cosas, pero lo que más deseaba era conseguir la pieza clave del rompecabezas. Permaneció en silencio mientras el criado negro, que había llegado con el té, servía las tazas. El periodista puso dos terrones de azúcar en la suya y Baptiste lo imitó. Mientras revolvía la infusión miró a Jude en pensativo silencio.
– Hace unos momentos nos acusaste de haber matado a gente -dijo al fin-. Estando en esa equivocada creencia, ¿nunca te preguntaste por qué no te matamos a ti?
– Claro que me lo pregunté. Oportunidades no les faltaron.
– Sí que las hubo. Nueve, si mis cuentas no fallan.
Jude no dijo nada.
– ¿Nunca se te pasó por la cabeza que esos ordenanzas, de cuyas iras acabas de ser blanco, no se proponían eliminarte? ¿No se te ocurrió que tal vez trataran de protegerte?
Jude, atónito, no fue capaz de articular palabra.
– ¿Y tampoco te preguntaste por qué no matamos a Skyler? A fin de cuentas, él nos causó muchos problemas. Su fuga supuso un gravísimo revés para nosotros y, en realidad, fue la causa de que todo el edificio se derrumbara, de que nos viéramos obligados a abandonar la isla.
– ¿Por qué respetaron su vida?
– Por ti. Porque tal vez tú tengas que vivir ciento sesenta años. Quizá te veas obligado a hacerlo. Estás señalado para representar un especialísimo papel en nuestro gran drama histórico.
– ¿El drama de la muerte de todos ustedes?
– No, todo lo contrario.
Con súbita animación, Baptiste se puso en pie y comenzó a caminar en círculos. Cuando se acercó a la luz, Jude advirtió por primera vez que el cabello del hombre no era negro, sino gris.
– ¿Qué es lo contrario de la muerte? El nacimiento, claro. Y ése es el motivo de que yo esté aquí, junto con otros cuantos, los escasos elegidos que nos hemos congregado en este lugar tan poco acogedor. Me apresuro a aclarar que no me refiero a los que van a ser operados, que sólo piensan en ellos mismos y en sus propias vidas. Me refiero a la selecta minoría, los que ya estamos listos para la siguiente etapa, para el gran avance final.