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La secretaria llamó a la puerta: alguien en el vestíbulo preguntaba por la doctora Tierney.

– Vuelvo en seguida -le dijo a Jude, y le tendió el ejemplar de The New Yorker.

El artículo, escrito por Lawrence Wright, tenía por título «Doble misterio». Comenzaba con la descripción de unas gemelas idénticas, Amy y Beth, nacidas en Nueva York en los años sesenta y dadas en adopción a familias distintas. Las dos parecían agraciadas: «rubias de piel muy blanca, rostro oval, ojos entre grises y azules y nariz respingona». Por mero azar, las dos familias eran aparentemente similares: judías, con madres amas de casa, y con un hermano mayor. Pero Beth parecía haber sido la más afortunada. Su familia era más rica y sólida, más importante. La madre de Beth era cariñosa, colmó de afecto a su nueva hija, la acogió en el seno de la familia y cubrió todas sus necesidades y caprichos. El padre también era atento y afectuoso.

La madre de Amy, por el contrario, padecía de exceso de peso y era insegura, llegó a mostrase competitiva con su hija y a considerarla una amenaza. La familia -padres e hijo- cerró filas contra la hija adoptada y la excluyó de su seno. Amy se mordía las uñas, lloraba cuando la dejaban sola, se orinaba en la cama y sufría pesadillas. A los diez años mostraba ya todos los síntomas de los niños que son rechazados por sus padres: era tímida e insegura, se inventaba enfermedades, había en su conducta una artificialidad que se ponía de manifiesto en los juegos de rol, sentía dudas acerca de su identidad sexual y tenía serias dificultades de aprendizaje. ¿Qué podía esperarse, teniendo en cuenta su vida familiar?

Pero… ¿qué fue de Beth y de todas sus ventajas?

Aquella parte de la historia dejó atónito a Jude. Y es que, de niña, Beth también dio muestras de la misma agitación interior: se chupaba el pulgar, se mordía las uñas y se orinaba en la cama. Ella también llegó a ser aprensiva e hipocondríaca y, al ir creciendo, también tuvo problemas de identidad y de convivencia con sus amigas y en el colegio. Naturalmente, también existían algunas discrepancias. Pero, básicamente, ni el tener una vida familiar llena de seguridad y cariño ni todas las ventajas materiales le sirvieron a Beth para vencer a sus demonios interiores.

Jude estaba fascinado. ¿Por qué Beth había tenido tantos problemas como Amy? Era algo que iba en contra del sentido común y de la razón. ¿Sería posible que existiera un destino biológico que lo abarcase todo? ¿Que determinara el carácter imponiéndose a todos los demás factores: vida familiar, educación, valores inculcados, azar? Y, de ser así, ¿qué ocurría con el libre albedrío, con la íntima convicción del ser humano de que toma decisiones y de que, si lo intenta con suficiente ahínco, puede llegar a cambiarse a sí mismo? Durante toda la vida, Jude había pensado -en las pocas ocasiones en que había reflexionado sobre ello- que él habría sido una persona distinta si lo hubieran criado sus padres naturales en vez de unos padres adoptivos: menos solitario, más seguro, más generoso, como habría dicho Betsy. ¿Se equivocaba al albergar tal creencia?

La doctora Tierney regresó y él cerró la revista. La mujer se había quitado la bata blanca. Ahora llevaba una chaqueta de tweed sobre la blusa de seda blanca, y lucía en el cuello un collar de perlas. Evidentemente, se había vestido para salir. Jude se sintió decepcionado; pues suponía que dispondrían de más tiempo y no le apetecía interrumpir la entrevista.

– La verdad es que, si no le parece un abuso, necesitaría seguir hablando con usted.

– Desde luego -repuso la mujer sonriendo levemente-. Lamento tener que marcharme, pero ha surgido algo. No obstante, podemos volver a reunimos.

– ¿Mañana le viene bien? Tengo que terminar el reportaje pasado mañana como muy tarde.

– De acuerdo, mañana.

– Si a usted le viene mejor, podemos vernos en otra parte. La llamaré por teléfono -sugirió, y ella asintió con la cabeza-. Muchas gracias, doctora Tierney. Ha sido usted de gran ayuda.

– Por favor, llámame Tizzie. Así me llama todo el mundo.

– Muy bien, Tizzie.

Se estrecharon las manos.

Jude echó un último vistazo al despacho. Al mirarlo con ojos nuevos, se dio cuenta de que casi todas las fotos eran de una pareja entrada ya en años, probablemente los padres de Tizzie. Había otra de un hermoso setter irlandés, y otras de grupos de amigos: durante una excursión en balsa y posando junto a un descapotable. No encontró una foto de la doctora con un hombre.

Más tarde, ya en la calle, se preguntó por qué esto último le había parecido importante.

CAPÍTULO 7

Skyler corría a través de la lluvia, borracho de dolor, con las ropas empapadas y pegadas al pecho y a la parte delantera de los muslos. No sabía adonde iba, no tenía más plan que el de marcharse y dejar atrás todo aquello, encontrar un refugio en el que pudiera esconderse y disponer de tiempo para formular un plan de vida centrado en un nuevo factor que estaba creciendo en sus entrañas como una bestia: el ansia de venganza. Pagarían cara la muerte de Julia, él se ocuparía de que así fuera. Era lo único que importaba.

Se daba cuenta de que sus pies lo conducían en dirección norte, hacia el bosque y, de una forma vaga, se dijo que por allí le sería más fácil fugarse. Conocía los caminos, los arroyos y los senderos que usaban los venados y los jabalíes. Sabía cómo sobrevivir en la zona, allí se sentía como en casa. Se ocultaría y dedicaría todos sus esfuerzos a trazar un plan de venganza para apaciguar a la bestia. Recordó el cerco de conchas en el que Raisin y él jugaban, un enorme promontorio circular de viejas conchas marinas construido, según decían, cientos de años atrás por los indios con fines defensivos; allí arriba era imposible que lo sorprendieran a uno. Aquél era el lugar perfecto.

Y entonces oyó a los perros.

Al principio fue un sonido difuso, que subía y bajaba como el viento. Luego sonó un trueno que pareció limpiar el aire y dejar espacio para los ladridos, la impaciente y espeluznante algarabía de la jauría siguiendo un rastro. De pronto, el sonido le pareció mucho más cercano. Skyler visualizó la escena: los ordenanzas sujetando las gruesas traillas y los sabuesos tirando de ellas y olisqueando el terreno. Si los ordenanzas lo encontraban, todo habría terminado. Lo matarían sin pensarlo dos veces. O quizá lo atarían y lo conducirían a la casa grande para abrirlo en canal, como habían hecho con Julia como castigo por lo que había descubierto, fuera lo que fuera. Corrió más de prisa, pero sabía que no le sería posible conservar su ventaja por mucho tiempo.

Se apartó del camino y se encontró metido hasta las rodillas en el agua de la marisma. Siguió avanzando, rodeado de agua, hasta que ésta no tardó en llegarle al pecho. Siguió adelante haciendo un gran esfuerzo. Notó algo frío en la mano derecha y, al bajar la vista, le sorprendió comprobar que seguía empuñando el cuchillo.

Debido al agua, tenía que avanzar a paso de tortuga. Tropezó con un tronco sumergido y cayó de bruces. Cuando alzó la cabeza, vio que la superficie en torno a él parecía hervir a causa de la lluvia que caía copiosamente sobre ella. Llegó a una pequeña isla en la que crecía un único árbol y se apoyó jadeando en el tronco. Unos líquenes colgantes le rozaron el hombro; los arrancó y los tiró al suelo. Ahora llovía a mares y, al volverse, a Skyler le fue imposible ver a más de tres metros de distancia, pero seguía oyendo a los perros. Sus ladridos parecían más agudos y ahora sonaban entremezclados con gemidos de frustración, como si les estuvieran impidiendo seguir tras su presa. Quizá fuera buena señal. Tal vez se encontraban al borde de las marismas y los ordenanzas no les permitían continuar tras él. Quizá habían perdido el rastro y no eran capaces de volverlo a encontrar a causa del agua. Tal posibilidad le insufló nuevas esperanzas y lo animó a seguir adelante. Saltó al agua y siguió avanzando dificultosamente por ella dando grandes zancadas. Pese a la lluvia y al frío, se ahogaba de calor y el sudor le resbalaba por las sienes y la nuca.