Jude miró a Tizzie y, anticipándose a la siguiente pregunta de la joven, explicó:
– Por entonces yo tenía quince años. Luego obtuve una beca para un colegio de secundaria privado: la Academia Phillips, de Andover, Massachusetts. La verdad es que no sé cómo conseguí la beca, pero el caso es que fui allí, y supongo que, aunque a mí no me gustaba demasiado, aquel lugar fue mi salvación. Había muchos niños ricos, bien educados, hijos de republicanos, ya sabes. Durante las vacaciones, yo me quedaba en el colegio y comía en la cafetería, con el servicio. O bien algún compañero me invitaba a su casa. Me recuerdo a mí mismo, sentado a la mesa el día de Acción de Gracias, tratando de recordar mis modales y sonrojándome cuando los padres de mi amigo me hacían alguna pregunta incómoda acerca de mi pasado. No puedo decir que me sintiera muy a gusto, pero lo cierto es que en el colegio adquirí una excelente educación.
Jude concluyó su disertación autobiográfica. No le había sido difícil. Muy al contrario, casi le había gustado hablar de su vida.
Pero la curiosidad de Tizzie aún no se había saciado.
– Y respecto a tus primeros años en Arizona… ¿Realmente no recuerdas nada?
– Casi nada. Pequeños detalles insignificantes.
– ¿Por ejemplo?
– El calor, cuando bajábamos al desierto. Vivíamos en las montañas y allí era soportable; pero en el desierto el calor era asfixiante y las noches, gélidas. En los alrededores había minas.
– ¿Minas? ¿Qué clase de minas?
– De las que tienen galerías y pozos. Recuerdo que yo jugaba en ellas, explorándolas, ocultándome en ellas, tirando piedras a simas que tenían docenas de metros de profundidad. Con quien más jugaba era con una niña.
– ¿Quién era ella?
– Sus padres también pertenecían a la secta. A ella le gustaba más jugar con los niños que con las niñas, y yo la llamaba Tommy.
Jude se interrumpió de pronto.
– ¿Qué te ocurre? -quiso saber Tizzie.
– Es curioso, pero acabo de recordar algo. Cuando mi madre murió, no solté ni una lágrima, y cuando murió mi padre, tampoco. Pero cuando nos fuimos de allí, cuando mi padre me llevó con él, lloré a moco tendido. Y todo por causa de aquella pequeña. Corría junto a la carretera tras el coche en que nosotros nos alejábamos. Yo no dejaba de mirar por la ventanilla posterior, y veía cómo Tommy se iba achicando y achicando en la distancia. Paramos en un motel y aquella noche, lo mismo que otras posteriores, me la pasé llorando. Pensaba que mi vida se había terminado.
Jude miró a Tizzie, quien suspiró y le apretó el brazo.
Luego ambos se pusieron en pie y echaron a andar por el paseo marítimo en dirección al tren elevado que traqueteaba a lo lejos.
CAPITULO 11
La iglesia baptista de Valdosta ocupaba un bajo edificio de madera cuyo único adorno era un campanario similar a una chimenea en el que no había campana alguna. Los cristales de las ventanas estaban cubiertos de pedazos de plástico adhesivo de colores, separados unos de otros por gruesas y serpenteantes líneas negras, que pretendían evocar el esplendor de los vitrales de las catedrales medievales europeas.
En el sótano, un lugar asfixiante, pese al aparato de aire acondicionado que no dejaba de zumbar y de gotear agua en los cubos de basura del exterior, Skyler permanecía tumbado en un incómodo camastro plegable de lona tensada. El hecho de ser plegable hacía que resultase fácil guardarlo con los demás camastros cuando llegaban los niños del programa de atención diurna y a los sin techo se les daba un rápido desayuno de cereales. Luego volvían a ponerlos en la calle.
Estaba deprimido, y no le faltaban motivos para ello. Llevaba allí… ¿cuánto tiempo? Días y más días, probablemente, más de una semana. Perdido, hambriento y desesperado, había vagado por las calles de la ciudad en lo que resultó ser una especie de curso acelerado para habituarse al nuevo y desquiciado mundo en el que había caído. Se sentía como un visitante de otro planeta. Los frenéticos movimientos, el ruido, la suciedad… Todo le pesaba como una enorme losa. No comprendía nada y ya ni siquiera aspiraba a comprender: se conformaba con sobrevivir. Los coches que doblaban las esquinas a toda velocidad, las atestadas aceras, el peligro acechando en las sombras. Todo era como en los peores programas de televisión que había visto en la isla.
El primer día, tras salir del aeródromo escabullándose a través de un seto, abordó a una muchacha para preguntarle en qué lugar estaba y ella giró sobre sus talones y echó a correr. Los niños se burlaban de sus viejas ropas y los perros le ladraban. Su aventura comenzó mal y siguió peor.
Aquella primera mañana se le había quedado grabada en la memoria de forma indeleble. La avioneta seguía en el aire cuando él despertó sobresaltado; el pánico era casi tan tangible como la bilis que notaba en el fondo de la garganta. Tras la siesta, se sentía aturdido y desorientado en el claustrofóbico compartimento portaequipajes. Tenía el brazo dolorido a causa del mordisco del perro. Necesitaba imperiosamente orientarse, ver cuál era la situación, así que, con gran cautela, alzó la cabeza para ver el interior de la cabina.
Allí estaba, como antes, la parte posterior de la cabeza del piloto, cubierta por la gorra de béisbol. Pero en el exterior todo había cambiado. Ya no se divisaba la enorme masa azul del océano. Sólo eran visibles inmensas cantidades de tierra que se extendía por doquier en todo cuanto abarcaba la vista. Los bosques formaban manchas verde oscuro, y los campos eran de color pardo y se parecían a los de la isla en la época de la siembra. Entre la ligera neblina se veían ríos color chocolate que serpenteaban por los campos y las colinas.
Había largas cintas negras -carreteras- y por ellas circulaban coches que iban y venían de un lado a otro, como pequeños animales poseedores de voluntad propia. El avión siguió volando y llegaron a una zona más poblada llena de tejados y calles. Vio un verdísimo campo con forma de diamante que lo tuvo un rato desconcertado, hasta que al fin comprendió que se trataba de un estadio de béisbol. Ahora volaban más bajo: nuevas casas, nuevas carreteras y coches, y una gran torre redonda de madera con algo escrito en ella. ¿Para qué serviría? La avioneta se ladeó, y en tierra Skyler vio algo grande y oscuro que se movía al igual que el aparato. Se sintió alarmado hasta que comprendió que se trataba de la sombra de la propia avioneta.
De pronto el piloto dijo algo. Skyler bajó la cabeza, aterrado y se quedó inmóvil como una estatua. El piloto habló de nuevo, pero su tono era despreocupado, mecánico, así que Skyler supuso que la cosa no iba con él. Una vez más, se arriesgó a mirar por encima del panel, y vio al piloto de perfil, con un mechón de pelo gris asomando a través del orificio delantero de la gorra que llevaba vuelta del revés. Skyler lo reconoció: era Bryant, el encargado de mantenimiento de la casa grande. Conocer la identidad del piloto hizo que todo pareciera más real y pavoroso. Bryant sostenía un micrófono en la mano y Skyler supuso que estaba comunicándose con alguien de tierra.
Poco después, la avioneta se ladeó de nuevo y tomó tierra. El tren de aterrizaje golpeó la pista con una fuerte sacudida. El sonido del motor se hizo más agudo, el aparato comenzó a reducir velocidad, giró bruscamente a la izquierda y siguió adelante hasta que el motor, tras toser un par de veces, se detuvo. A continuación se oyeron varios clics y chasquidos, y después pasos que avanzaban por el pasillo en dirección a Skyler. Consciente de que Bryant se hallaba justo frente a él, contuvo la respiración y quedó inmóvil y rígido, con la sangre golpeándole en las sienes. Luego, súbitamente, la lona se estremeció. Skyler se dispuso a saltar contra el ordenanza, y ya estaba reuniendo fuerzas para hacerlo cuando oyó que la portezuela se abría. Tanteó con una mano: la maleta que antes estaba a su lado había desaparecido. Bryant se hallaba ya fuera de la cabina.