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– Toneladas.

Bajo la mesa, Jude puso una mano sobre la rodilla de Tizzie.

Apareció la camarera para ofrecerles café, pero ellos lo rechazaron. Tizzie se dirigió al baño y Jude pidió la cuenta por señas. Cuando le llevaron la factura, se puso en pie, vio al mozo mexicano y se acercó a él para despedirse. Charlaron unos momentos y Jude le dio una propina de veinte dólares. El amplio rostro del mexicano reflejó sorpresa, y sus ojos oscuros lo siguieron hasta la caja, donde Tizzie se reunió con él. Jude pagó la cuenta y salieron del local.

– ¿De qué hablabas con el mexicano? -quiso saber Tizzie.

– De nada.

Ya era tarde. Conducía Tizzie, que era la que no había bebido. Los luminosos de las gasolineras y de los restaurantes de comida rápida estaban apagados. La autopista se extendía ante ellos como un oscuro río. La luna estaba en lo alto y ellos se sentían como si fueran las únicas personas del mundo que aún estaban despiertas.

Todas las luces del motel estaban apagadas. Las tarjetas de sus habitaciones los aguardaban en los casilleros de recepción. Alguien había cerrado la puerta de la habitación de Skyler y fregado la barandilla. Olía levemente a desinfectante.

– ¿Una última copa? -preguntó Jude, ya frente a la puerta de su cuarto.

Tizzie contestó que no y añadió que necesitaba imperiosamente tomar un baño.

Entraron en sus respectivas habitaciones. Un minuto más tarde, Jude oyó una llamada en su puerta y el pulso se le aceleró.

Tizzie estaba en el umbral, con una mano en la cadera.

– La bañera de mi cuarto no funciona. El tapón no encaja.

Jude la dejó pasar. Momentos más tarde, a través del resquicio de la puerta del baño entornada, oyó agua cayendo en la bañera. Encendió el televisor, estaban pasando una vieja película en blanco y negro. La dejó puesta, pero no le prestó atención. Cogió una Budweiser del minibar y se la bebió directamente de la botella.

Al fin, tras mucho ruido de agua, Tizzie salió del baño en-* vuelta en una nube de vapor y cubierta por dos toallas, una en torno a la cintura y la otra en torno al pecho. La joven llevaba entre las manos sus ropas, hechas un reguño.

Jude palmeó la cama invitándola a sentarse en ella. Tizzie lo hizo, sin soltar sus ropas. Él la besó suavemente en el cuello, y notó en la nuca el húmedo cabello de la joven.

Tizzie se apartó de él.

– Jude -dijo irguiéndose.

A Jude su nombre le sonó a puerta cerrándose.

– El día ha sido muy largo.

Él, a la defensiva, asintió con la cabeza.

– Carreteras de montaña, derrumbes, una experiencia próxima a la muerte. Yo diría que es demasiado para una sola chica. Estoy muerta de sueño.

– Es curioso. No has mencionado a Skyler.

– Porque lo de Skyler aún está pendiente. Y no soporto pensar en ello.

Tizzie salió del cuarto y Jude siguió un rato tumbado en la cama, bebiendo cerveza y viendo la película, de cuyo argumento nunca llegó a enterarse.

A la mañana siguiente madrugaron y, tras un rápido desayuno, se dirigieron al hospital. La puerta de la habitación de Skyler se hallaba abierta, pero la cortina estaba echada. Sobre una mesita había una bandeja de desayuno sobre la que se veía un plato mediado de tortitas nadando en sirope. Tizzie descorrió la cortina.

El paciente estaba sentado en la cama, en actitud alerta. Se alegró muchísimo al verlos y los abrazó a los dos con fuerza. Por la acogida que les dispensó, resultaba evidente que el joven había pasado por una experiencia horrorosa.

Skyler apenas recordaba nada de su enfermedad. Según dijo, sólo se acordaba de cosas aisladas: la sangre en las paredes del motel, la bajada por las escaleras, el sobrecogedor aullido de la sirena de la ambulancia.

– ¿Te ha visto el médico? -preguntó Tizzie-. ¿El doctor Geraldi?

– No.

A continuación Skyler les preguntó dónde habían estado el día anterior y le contaron que habían quedado atrapados en un túnel de la mina Gold King del que sólo lograron salir excavando, que habían perdido el coche de Jude y que luego un misterioso vehículo los siguió por la carretera.

– Cristo -dijo Skyler-. Comparado con lo vuestro, lo mío no fue nada.

También le contaron lo que habían hablado, y le explicaron lo de la confesión de Tizzie.

Skyler miró a Jude entre inseguro y retador.

– O sea que ya sabes lo de Julia, ¿no? -preguntó.

– Sí -respondió Jude, pensando que era raro que Skyler hubiese dicho «lo de Julia» en vez de «lo de Tizzie».

Skyler apartó la mirada y quedó en silencio, lo cual preocupó a Jude. Debe de sentir remordimientos por haberme ocultado un secreto, se dijo. Y de pronto se dio cuenta de que estaba atribuyéndole los mismos sentimientos que él mismo experimentaría en su lugar.

Tizzie cubrió de atenciones al enfermo. Le consiguió una almohada más y le puso más hielo en el agua. Luego salió a buscar café para Jude y para ella. Mientras la joven estaba fuera, Skyler permaneció recostado en el montón de almohadas y Jude apoyado en el marco de la ventana. No se les ocurría nada que decir y el silencio se les hizo incómodo.

Tizzie regresó con dos tazas de espuma de poliestireno que contenían agua caliente con un ligero sabor a café. La joven contó que se había encontrado con Geraldi y lo había acosado a preguntas.

– El doctor ya ha recibido los resultados de varios de los análisis y está menos preocupado, aunque sigue sin saber qué tuviste. Está convencido de que fue algún virus misterioso, y dice que lo importante es que ya te sientas mejor. Más tarde pasará por aquí y creo que te dará de alta.

Jude tenía cosas que hacer, por lo que dejó a Tizzie cuidando de Skyler.

Se detuvo un momento en los teléfonos públicos del vestíbulo del hospital y, en una guía telefónica, miró los departamentos gubernamentales y consultó las páginas amarillas. Anotó las direcciones. Primero, se dirigió en el coche a la Dirección de Vehículos de Motor y estuvo haciendo cola durante cinco minutos, viendo cómo funcionaba el departamento. Luego salió a fumar un cigarrillo, volvió al coche y se alejó.

Encontró al fotógrafo en la dirección que figuraba en las páginas amarillas. El estudio se hallaba situado sobre una cafetería. La oficina era minúscula y estaba llena de fotos retocadas de niños sonrientes y de familias felices.

La secretaria, que mascaba chicle con la boca abierta, anotó el nombre que Jude le dio -naturalmente, falso- y le hizo seña de que se sentase. Cinco minutos más tarde, Jude estaba posando para el fotógrafo, un joven flaco y larguirucho que no logró entender por qué su cliente rechazaba sus bonitos telones fotográficos -una librería llena de volúmenes encuadernados en piel, un bucólico paisaje con cascada, una puesta de sol en Nueva Inglaterra- y prefería retratarse ante un fondo rojo que, según el hombre comentó, era tan anodino como el que utilizaban para las licencias de conducir de Arizona. El joven se sintió doblemente confuso cuando, a mitad de la sesión fotográfica, Jude insistió en cambiarse de camisa y en peinarse con el pelo echado hacia atrás.

Mientras esperaba las fotos, Jude se tomó un café en la cafetería y leyó el periódico. No había sucedido gran cosa, pero una breve gacetilla le llamó la atención. En Georgia se había descubierto un cuerpo irreconocible a causa de las múltiples mutilaciones que había sufrido y que, además, había sido eviscerado. Hacía menos de una semana habían encontrado un cadáver similar. La policía buscaba al que los periódicos habían bautizado como «ladrón de vísceras». Jude se quedó pensativo. ¿Nuevos cadáveres mutilados? ¿Sería una simple coincidencia?

Ya con las fotos en un bolsillo, cruzó en coche la ciudad hasta llegar al restaurante Big Bull. Ahora venía la parte difícil. Estacionó, rodeó el edificio y entró por la puerta de la cocina, situada en la parte posterior. La puerta estaba abierta y se hallaba junto a un aparato de aire acondicionado que zumbaba a toda potencia y que no enviaba aire fresco a los que trabajaban en la cocina. Los cocineros, los pinches y los mozos sudaban a mares. Todos lo observaron con curiosidad pero nadie le dijo nada. Encontró al mozo mexicano y, por su expresión al verlo, se dio cuenta de que el hombre lo recordaba de la noche anterior. Los dos salieron a la calle para hablar.