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Una vez en el interior del edificio, Jude recordó que el vestíbulo tenía una salida en cada extremo. Hordas de empleados estaban ya saliendo por ambas puertas. Lo cual no les convenía, pues si Jude y Skyler se apostaban en una de las puertas, el hombre al que buscaban podía salir por la otra. El único remedio era tratar de atajarlo en el piso duodécimo. Jude sabía por una visita anterior a Washington -que realizó cuando, por algún motivo, el jefe del departamento lo invitó a la fiesta anual que daba el club de prensa de la capital- que la compañía tenía allí su propia zona de recepción. Los ejecutivos que bajaban de los pisos altos cambiaban allí de ascensores para llegar al vestíbulo.

Jude también sabía que en el piso duodécimo habría una recepcionista que les pediría la documentación. Él tenía su credencial de prensa del Mirror, pero ¿qué haría Skyler? Él era el que contaba. Quizá, si sabían enrollarse bien, les permitieran pasar.

Resultó que se había preocupado en vano. Cuando salieron del ascensor, el escritorio de la recepcionista estaba vacío, lo mismo que el resto de la sala. En el rincón había un televisor en funcionamiento, sintonizado, cómo no, con la cadena de televisión Tibbett.

Todo lo que se veía, desde los tiradores de las puertas hasta las estructuras de acero de las sillas, era ultramoderno. Una de las paredes estaba ocupada por ventanas de cristal color humo que llegaban desde el suelo hasta el techo. Todo aquel vidrio producía la sensación de que la oficina estaba suspendida en el espacio, como si se tratara del interior de una carlinga. De hecho, Tibbett era un apasionado del vuelo, y por todas partes había elementos decorativos relacionados con la aviación: modelos de aviones, hélices montadas en la pared y un cenicero de cristal con una foto de Charles Lindbergh.

Frente al elevador había un mullido tresillo de cuero. Jude le indicó a Skyler que se sentara en uno de los sillones y le tendió un periódico de la pila que había junto al escritorio de recepción. -Si es necesario, utilízalo para taparte la cara. No lo olvides: tú tienes que verlo a él, pero él no tiene que verte a ti.

Jude aguardó en el recodo de un pequeño pasillo que conducía al servicio de caballeros.

No tuvieron que esperar mucho. Cinco minutos más tarde, bajó un ascensor y varios hombres salieron de la cabina y se dirigieron rápidamente hacia los ascensores que descendían hasta el vestíbulo. Uno de ellos se movía con la segura autoridad de los jefes ejecutivos. Atisbando discretamente desde su rincón, Jude confirmó que se trataba de Tibbett.

¡Y de pronto Tibbett se apartó del grupo y se dirigió derecho hacia él!

Jude se retiró rápidamente al interior del servicio. Oyó pasos tras de sí y se metió en una de las cabinas. De pie sobre el inodoro, esperó conteniendo el aliento. Oyó abrirse la puerta, luego unos pasos, una cremallera que bajaba, el sonido de un hombre orinando, y luego el del agua de la cisterna al caer. Al fin volvieron a sonar los pasos, y la puerta se abrió y se cerró.

Jude aguardó un par de minutos antes de atreverse a salir del servicio.

Skyler estaba de pie en la sala.

– Estaba preocupado por ti -dijo-. El tipo parecía capaz de tirarte por la ventana.

– ¿Te resultó conoci…?

– No necesitas preguntarlo. Lo recuerdo con toda claridad, porque llegó a la isla pilotando su propio avión.

El comentario hizo reflexionar a Jude. Aquella noche, en la pensión, accedió a la página web del Mirror y rebuscó entre las fotos de Tibbett hasta encontrar la que buscaba. En ella, el magnate inmobiliario aparecía vestido con una camisa safari color marrón, posando para la cámara en algún lugar de los trópicos. Al fondo se veían palmeras y el morro de un pequeño avión.

– Mira -dijo Jude-. ¿Es éste el avión?

– Desde luego. Recuerdo el nombre, Lorelei. Y recuerdo algo más. Éste es exactamente el mismo tipo de avión en el que me oculté para fugarme de la isla.

Jude miró el nombre y vio que, debajo, había una pequeña insignia. Se acercó más a la pantalla para observarla. Se trataba de una pequeña W.

CAPÍTULO 25

Jude y Skyler hicieron los preparativos para el viaje al sur. Al fin, al cabo de tanto tiempo de intentar encontrar el modo de localizar la isla, disponían de una pista sólida -la foto del avión- que podía llevarlos en la dirección adecuada.

Pero antes necesitaban dinero y un coche.

Jude llamó a Tom Mahoney, un viejo amigo que trabajaba en la redacción de Washington del Mirror, y quedó con él en una hamburguesería. Mahoney era toda una leyenda. Llevaba en el periodismo político más tiempo del que nadie alcanzaba a recordar, y los almuerzos, cócteles y cenas a los que había asistido durante su carrera habían dejado su huella, ya que el hombre pesaba 120 kilos y acostumbraba a tomar la primera ronda de tragos poco después del mediodía. Pero se trataba de un reportero extraordinario: conocía montones de anécdotas, tenía infinidad de teléfonos privados de personajes famosos y en cualquier momento era capaz de sacarse un buen titular de la manga.

Él y Jude se conocían desde los tiempos en que Mahoney era flaco, cuando Jude probó suerte como corresponsal en el extranjero de la Associated Press y Mahoney trabajaba para la UPI. Se habían conocido con ocasión de un golpe de estado que tuvo lugar en Nigeria. Ambos habían visto en la parte posterior de un Mercedes el cuerpo acribillado a balazos del jefe del Estado; Mahoney no pudo utilizar el telex para enviar su crónica y Jude, pese a ser de la competencia, se portó como un caballero. Envió el reportaje por él, aunque, naturalmente, lo hizo después de haber mandado el suyo. Mahoney no había olvidado aquel favor.

– ¿Qué necesitas? -preguntó.

– Dos mil -respondió Jude, y le agradó ver que Mahoney no torcía el gesto-. Y un coche.

– ¿Estás metido en algún lío?

La respuesta a tal pregunta resultó imposible de exagerar.

Terminaron sus hamburguesas y estuvieron un rato hablando de los viejos tiempos.

– Tú pagas -dijo Mahoney a la hora de la cuenta.

Caminaron hasta el banco de Mahoney, que se hallaba a menos de dos manzanas, el hombre sacó el dinero y se lo dio a Jude en billetes de cincuenta. Luego le entregó las llaves de su casa y le dijo dónde podía encontrar las llaves del Volvo estacionado en la parte trasera del edificio.

– Luego me dejas las llaves en el buzón. Trudy me abrirá… si no está demasiado cabreada conmigo.

Mahoney le deseó suerte, le estrechó la mano, dio media vuelta y echó a andar. Jude sintió una oleada de afecto viendo cómo su amigo se alejaba con paso decidido por la acera, sin apartarse para ceder el paso a nadie.

Después de recoger el coche, Jude hizo una rápida llamada para decirle a Tizzie que se marchaban de Washington, y para comunicarle lo que habían averiguado hasta el momento. Tizzie parecía nerviosa y no pudieron hablar durante mucho rato. Luego Jude y Skyler pasaron el resto de la tarde en la biblioteca del Congreso. Jude utilizó su verdadero nombre y la credencial del Minor para conseguir que el bibliotecario los recibiera en su oficina. Tras una breve entrevista, el hombre les permitió utilizar la sala de investigación. Los condujeron a una gran recámara carente de ventanas situada en los sótanos del edificio. El lugar estaba desierto, salvo por tres tipos con pinta de ratones de biblioteca que parecían haber pasado sus vidas allí.

A lo largo de una pared había una serie de cubículos. Jude y Skyler se acomodaron en uno que tenía una gran mesa vacía y un ordenador en un rincón.

En primer lugar pidieron mapas -náuticos, topográficos, todo tipo de mapas a todo tipo de escalas-, en los que apareciese la costa de Carolina del Sur, de Georgia y de Florida oriental. Los extendieron sobre la mesa como si se encontraran en un despacho de estado mayor.