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Caminaron hasta el edificio de la emisora. Skyler llevaba seis latas de cerveza que había comprado en una licorería situada detrás de una estación de servicio Texaco. Estuvieron largo rato aporreando la puerta delantera y, al fin, durante una pausa publicitaria de la programación, un negro les abrió. El hombre, que lucía una camisa de colores explosivos y llevaba puestos unos grandes auriculares de los que salía un cable que colgaba hacia el suelo, los miró de arriba abajo y se hizo a un lado franqueándoles la entrada.

Jude comenzó a dar explicaciones, pero en seguida se tuvo que callar. El negro se sentó a una consola, conectó sus auriculares y accionó dos conmutadores en el momento en que terminaba la publicidad.

A través del cristal que separaba la sala de control del pequeño estudio, Jude y Skyler vieron al disc-jockey, un negro que llevaba grandes gafas de espejo y hablaba al micrófono en una mezcla de inglés y gullah.

– Escuchen, la próxima canción es estupenda para bailar -dijo en gullah.

Cuando comenzó a sonar el disco, el hombre salió de la cabina. Medía casi dos metros y les sacaba la cabeza a Jude y Skyler. Su apretón de manos era auténticamente demoledor.

– Bozman -anunció sin una sonrisa.

Jude y Skyler se presentaron.

El técnico de sonido bajó la música unos cuantos decibelios y pudieron charlar. Su mirada no dejaba de ir de Skyler a Jude y de Jude a Skyler.

– Dos hermanos blancos -dijo al fin-, uno criado en el norte y el otro en el sur. Podríais organizar vuestra propia guerra civil.

Y, dicho esto, lanzó una estentórea carcajada. Volvió a meterse en la cabina, se sentó frente al micrófono y puso otro disco.

– Y ahora uno que a las chicas os encantará.

Cuando Bozman regresó junto a ellos, Skyler le tendió una cerveza.

– Dat de bes -le dijo.

El hombre se irguió en su silla, le dio a Skyler una palmada en la espalda y sonrió de oreja a oreja.

– ¿Dónde aprendiste a hablar gullah? -le preguntó en gullah.

Intercambiaron un par de frases en esa lengua y Skyler tradujo para Jude:

– Me ha preguntado dónde aprendí a hablar gullah. Yo le he dicho que cerca de aquí, que Kuta me enseñó. Bozman lo conoce, y dice que es un gran músico.

– Pregúntale… Déjalo, yo mismo lo hago. -Jude se volvió hacia el discjockey y le dijo-: ¿Sabes dónde vive Kuta? ¿Cómo se llama su isla?

Bozman lanzó una cavernosa risa y señaló a Skyler.

– Él debería saberlo, si creció por estos contornos.

– Eso es precisamente lo extraño. Vivió mucho tiempo allí, pero no conoce el nombre del lugar, y…

El discjockey volvió a su cabina. Nuevo parloteo, nuevo disco.

Transcurridos treinta minutos y consumidas tres cervezas, seguían sin dar con el nombre de la isla. Bozman, que no se explicaba cómo era posible que Skyler creciera sin saber en qué lugar del mundo se encontraba, sólo conocía a Kuta de oídas. Admiraba su música pero ignoraba dónde vivía.

De pronto Skyler tuvo una inspiración.

– Bozman… -dijo-. ¿Sabes algo de una rebelión de esclavos, de todo un grupo de africanos que, al desembarcar de la nave que los trajo a través del océano, volvieron inmediatamente al mar, se adentraron en él andando y se ahogaron?

La pregunta dio en el blanco.

– Claro. Todo el mundo conoce esa historia. Eran indígenas igbo. En mayo de 1803, el barco que los traía arribó a Dunbar Creek. Los esclavos entonaron un himno a su dios, Chukwu, v luego se adentraron en el océano y echaron a andar hacia la Madre África. En memoria de ese suceso, el lugar es conocido hoy en día como Ebo Landing.

– Pero… ¿en qué isla está?

Bozman pronunció el nombre como si les estuviera haciendo un regalo.

– Isla Cangrejo -dijo sonriendo de oreja a oreja y separando las palmas de las manos, como señalando lo fácil que había sido encontrar respuesta a la gran pregunta.

El discjockey incluso sacó un viejo mapa de un cajón y les enseñó dónde se hallaba la isla. Era la más exterior de un grupo de ocho y no estaba lejos; se encontraba a unos sesenta kilómetros litoral abajo.

Qué nombre tan prosaico, pensó Jude. El camuflaje perfecto para un cometido infernal. Miró la forma de la isla en el mapa: incluso parecía un cangrejo, con el cuerpo redondo y una angosta península que la unía a una isla menor y que parecía una pinza.

Skyler y Jude se despidieron de los dos negros con sendos apretones de manos. El técnico de sonido se sentó ante la consola y el discjockey regresó a su cabina. Bozman colocó ambas manos sobre el micrófono, como si se dispusiera a cantar, pero no lo hizo. En vez de ello, se lanzó a una cháchara tan rápida que Skyler no comprendió casi nada de lo que decía.

Pero sí entendió palabras sueltas, y habría jurado que oyó a Bozman pronunciar el nombre de Kuta. El disco que puso a continuación era de jazz, hot jazz de Nueva Orleans, y Skyler también habría jurado que el trompetista no era otro sino Kuta.

Decidieron pasar la noche en el Days Inn situado en la salida 11 de la Ruta 95. Preguntaron en recepción dónde se podía comer bien y el empleado les dio la dirección de un restaurante llamado Pelican Point, que sólo estaba a diez kilómetros por la carretera 99. Fueron allí y disfrutaron de una excelente cena marinera. Para cuando regresaron al motel ya había anochecido.

Skyler estaba nervioso y no tenía sueño. Se quedó levantado hasta tarde viendo viejas películas por televisión, y no se durmió hasta cerca de la una. Jude entró a saco en el minibar y se bebió un par de whiskies que lo dejaron fuera de combate. Se despertó a las cinco de la mañana y no logró conciliar de nuevo el sueño.

Se acordó de Tizzie y pensó en llamarla. No había hablado con ella desde que se marchó de Washington, pero no deseaba correr el riesgo. Sabía que la joven estaba representando el papel de espía y debían actuar con cuidado y astucia. Lo mejor que podía hacer para proteger a Tizzie era mantenerla en la ignorancia de las cosas importantes. Y aquello era importante.

Pensó en lo que harían al día siguiente. Irían al embarcadero situado detrás de la tienda Homer's de cebos y aparejos de Landing Road. Aquél, según les había dicho la camarera del Pelican Point, era el mejor sitio para alquilar una lancha. Pagarían en efectivo. Luego se dirigirían hacia la isla, y… Y a partir de aquel punto resultaba imposible hacer planes, porque no había modo de saber qué ocurriría. Comenzó a sentir un fuerte vacío en el estómago.

Llevaban días y días intentando averiguar el nombre de la isla, pero en ningún momento se habían planteado qué demonios harían si conseguían llegar hasta ella. Echar un buen vistazo. Espiar a los del Laboratorio. Reunir la mayor cantidad posible de información. Estupendo, pero… ¿cómo? ¿Escondiéndose entre los arbustos con unos prismáticos? Y luego ¿qué? A la fría luz del amanecer, los grandiosos planes que había forjado bajo el influjo del alcohol la noche anterior -planes para acabar con el Laboratorio y liberar a los clones, y detener a Baptiste e incluso a Rincón si éste se hallaba en la isla-, no le parecían sino las patéticas fantasías de un aspirante a héroe. Tenía que enfrentarse a la realidad. Lo cierto era que no tenía ningún plan, salvo el de llegar a la isla e, improvisando sobre la marcha, averiguar todo lo que le fuera posible… Y todo ello evitando que lo detuvieran. Porque, en caso de que los detuvieran… -Jude no se hacía ilusiones-, no era probable que pudieran escapar.

El vacío de su estómago aumentó, y sabía que no era a causa del hambre. Dio vueltas y más vueltas en la cama, tratando inútilmente de dormirse, y cuando ya las sábanas estaban húmedas de sudor y hechas un reguño logró conciliar el sueño.

Despertó sobresaltado e, inmediatamente, debido a la luz que se filtraba por las cortinas, se dio cuenta de que habían transcurrido bastantes horas. Miró su reloj. Cristo, eran las diez de la mañana. Se levantó, se vistió y fue a llamar a la puerta de Skyler. Skyler llevaba una toalla en torno a la cintura y Jude vio que del baño salían densas nubes de vapor: se había estado duchando. Aquello irritó a Jude. Skyler debía de llevar un buen rato en pie. ¿Por qué no lo había despertado? El día empezaba mal, y eso que ni siquiera habían salido del motel.