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Las cosas no mejoraron una vez salieron. Fueron hasta la costa y les costó trabajo encontrar un sitio en el que dejar el Volvo. En el primer lugar, en un arbolado tramo de carretera, el propietario de una casa tipo rancho situada en las proximidades les dijo que se largasen de allí. Los dos lugares siguientes estaban vacíos, pero el coche habría llamado mucho la atención allí detenido. Al fin se metieron por un camino que conducía hasta las marismas y, al llegar al final, encontraron una zona semioculta entre un grupo de pacanas. Aparcaron el coche junto a un destartalado Buick con el radiador oxidado.

El camino de regreso fue más largo de lo que esperaban, y para cuando llegaron a Landing Road sudaban copiosamente. La tienda de cebos y aparejos Homer's daba a la carretera. Al otro lado había una dársena en la que la hierba crecía hasta la cintura. En el centro de la orilla, se veía un muelle flotante sujeto a cuatro viejos pontones que le permitían subir y bajar con la marea. Cuatro lanchas estaban amarradas a él. A la derecha, la carretera continuaba sobre un angosto puente de madera que parecía construido con traviesas ferroviarias. Cruzaba un brazo de mar que luego se dividía en los canales que discurrían entre las docenas de islas de las marismas.

Tres hombres estaban sentados en sillas frente a la tienda, bajo el desvencijado techo del porche. Uno de ellos, un individuo de cabello entrecano y rostro bronceado les dirigió una distraída inclinación de cabeza. Los otros dos no alzaron la vista ni reaccionaron ante la presencia de Jude y Skyler; uno de ellos estaba contando una larga historia acerca de un viaje a Mobile, y hablaba con tal lentitud y haciendo tantas pausas que Jude no supo si lo iría a interrumpir o no.

Al fin, preguntó por Homer.

El que estaba haciendo el relato alzó la mirada, lanzó un escupitajo que fue a caer sobre el polvo, los miró de arriba abajo y señaló hacia su espalda. Jude entró en el local.

Homer era un joven que iba desnudo de cintura para arriba y llevaba unos desteñidos vaqueros azules. En el bíceps derecho tenía un tatuaje del ratón Mickey sosteniendo una daga de cuya punta caían pequeñas gotas de sangre color rojo anaranjado. El hombre no se mostró desagradable, e incluso charló con ellos sobre el tiempo -según dijo, el último huracán había sido el peor que se recordaba-, pero cuando Jude le preguntó si podía alquilarles una lancha, torció el gesto y dejó de hablar. Skyler entró en el local y la vista de Homer fue de uno a otro repetidamente, como si se muriese de ganas de hacer una pregunta.

– Queremos alquilar una lancha -dijo Jude.

– Yo no alquilo lanchas -contestó.

Jude señaló un cartel escrito a mano que había sobre un barril lleno de lombrices y que decía: Se alquilan lanchas por días.

– Hemos dejado el negocio -explicó Homer inexpresivo.

– Es que hemos de ir a una isla. A la isla Cangrejo. ¿Nos puede usted llevar?

– ¿Además de la lancha, también quieren contratar mis servicios?

– Exacto.

Jude se metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes. Probablemente, hacerlo no fue la mejor táctica, pero no había llegado hasta allí para que un patán echara por tierra sus planes.

– Pagaré lo que sea.

Aquello pareció cambiar la situación. Homer miró por un momento el dinero e inmediatamente apartó la vista.

– Les costará ochenta dólares.

– De acuerdo.

– Y tendrán que esperar a la hora del almuerzo -explicó Homer abarcando el local con un ademán-. Estoy solo en la tienda.

– Le daré cien dólares si nos vamos ahora mismo.

Homer se rascó la cabeza y miró hacia el viejo reloj situado sobre la caja registradora. Eran las doce y diez.

– Supongo que no pasará nada porque hoy cierre un poco antes. Voy a por mis cosas.

Homer salió por una puerta del fondo del local y Jude y Skyler lo esperaron fuera.

Transcurridos unos minutos, Jude volvió a entrar y oyó la voz de Homer hablando por teléfono, aunque no logró entender lo que decía. El timbre del teléfono no había sonado, así que era Homer el que había hecho la llamada. Pero… ¿a quién?

Para cuando Homer hubo cerrado el local, tras tapar los barriles de lombrices y gusanos, dejarlo todo en su lugar y apagar las luces, eran cerca de las doce y media. Cogió su caña de pescar y la dejó en la lancha. Se alejaron del embarcadero a las 12.35.

Skyler se situó en la proa y se inclinó contra la brisa cuando la lancha abandonó la ensenada y adquirió velocidad. Olfateó el aire. Una pequeña garceta aleteó y remontó el vuelo. Todo en torno a él -el cielo, la pálida luz, el olor de las marismas- le resultaba abrumadoramente familiar.

Jude, situado en el centro de la lancha, tenía un sinfín de preocupaciones, como, por ejemplo, dónde desembarcarían y si alguien oiría el sonido del motor. Le sorprendía lo bien que Skyler parecía encajarlo todo. Lo miró desde detrás. Ni que hubiera salido a pescar cangrejos, se dijo. No parecía tener ni una sola preocupación en el mundo.

Sin embargo, Jude se equivocaba. Skyler a duras penas lograba contener su emoción. Mirase donde mirase, encontraba algo que evocaba antiguos recuerdos ya casi enterrados. Según iba quedando atrás la línea de la costa, ésta le resultaba más y más familiar, como si la silueta de los árboles encajara con una vieja imagen mental que él albergaba en su recuerdo. Todo le recordaba los profundos y contrapuestos sentimientos de la infancia: amor y temor, deseo e impotencia.

Homer rompió el trance evocativo.

– ¿Y cómo piensan volver?

– Tendrá que volver usted a recogernos -dijo Jude.

– No sé si podré.

– Vamos, hombre. No va usted a dejarnos allí.

– Depende de la hora. Quizá después de cerrar la tienda. Naturalmente, eso tendrán que pagarlo aparte.

Fijaron una hora para el encuentro, las seis de la tarde. Jude no tenía ni idea de si serían capaces de acudir a la cita.

Homer los dejó cerca de la cabaña de Kuta. Tuvieron que llegar a la playa vadeando, ya que no fue posible amarrar la lancha porque el embarcadero se había derrumbado y la mitad de sus maderos se encontraba bajo el agua.

Skyler advirtió inmediatamente que algo andaba mal.

La cabaña estaba semiderruida. La gran rama de un roble cercano había caído sobre su techo. Faltaba una ventana completa, y a través del hueco pudieron ver el roto y torcido espejo que colgaba de la pared. El viejo motor fueraborda se había caído de su tocón y se hallaba medio enterrado en el suelo. El viento había lanzado una red de pesca contra las ramas de una palmera. Por todas partes se veían ramas rotas y hojas secas, y el césped estaba aplastado y cubierto de barro seco.

Mientras se ponían los zapatos, oyeron la lancha de Homer alejándose. El sonido del motor se fue haciendo más y más débil, hasta que se convirtió en un lejano petardeo. Cuando éste se extinguió por completo, el silencio que se produjo fue casi sepulcral.

– Ésta era la cabaña de Kuta -dijo Skyler, que se movía con la cautela de quien camina por un campo de minas.

Abrió la puerta delantera y echó un vistazo al interior. En las paredes se veían grandes manchas de humedad y el suelo estaba cubierto de barro. La cama se hallaba empapada y pandeada, pero la cómoda seguía en pie, con el intacto aparato de radio encima.

– No sé si Kuta volvió por aquí después de que vi al ordenanza. Lo mismo no volvió. Tal vez… tal vez lo mataron.

– No tienes por qué pensar eso. Todos estos daños los produjo sin duda el huracán. Quizá tu amigo haya huido. Resulta difícil saber si recogió sus cosas antes de que la borrasca llegara a la isla.