Jude trató de abrir un cajón atascado. Tiró con más fuerza y lo sacó por completo de la cómoda. Mostró su contenido a Skyler. El cajón estaba lleno de ropa.
– Bueno, quizá salió con prisa -dijo.
Skyler advirtió que la trompeta no colgaba de los clavos de la pared. Aquello era buena señal, pues la trompeta sería lo último que Kuta dejase atrás.
Volvieron al exterior.
– Por aquí -dijo Skyler avanzando entre los árboles en dirección al camino de la casa grande.
Aunque intentaba que no se le notase, el corazón le latía aceleradamente y las extremidades le temblaban.
En media docena de puntos, los troncos de árboles abatidos bloqueaban el paso. Habían caído en todas las direcciones, unos sobre el suelo, y otros muchos contra las ramas de sus compañeros, rompiendo con ello la verticalidad del bosque y convirtiéndolo en una especie de selva. Las raíces habían levantado grandes montones de tierra que alcanzaban los dos y los tres metros de altura y que parecían las trampillas de acceso a unas cuevas subterráneas.
Tardaron media hora en llegar al campus.
Sin abandonar el amparo de las sombras de los árboles, esperaron varios minutos aguzando la vista y el oído.
– Qué cosa tan rara -murmuró Skyler-. No se oye más sonido que el de los pájaros y las cigarras.
No se veía ni una alma, ni se percibía el más mínimo movimiento.
– Parece como si este condenado sitio estuviera desierto -dijo Jude susurrando sin darse cuenta de que lo hacía-. Todo esto me da muy mala espina.
Skyler abandonó la protección del bosque y salió a descubierto. Consideraba que le correspondía a él tomar las decisiones, actuar como jefe. Jude lo siguió.
Caminaron cautelosamente, pegados al lindero del bosque, hasta llegar a la pradera abierta y el campo en el que Skyler y los otros miembros del grupo de edad habían hecho gimnasia todos los días. También allí había árboles derribados. Altos montones de tierra y de raíces se alzaban aquí y allá como lápidas. El campo estaba cubierto por la capa de barro que había dejado tras de sí la tormenta. Lo cruzaron no sin dificultad, dejando hondas huellas a su paso y resbalando en varias ocasiones. Al otro lado estaba el camino que conducía a los barracones.
– ¿A ti qué te parece? -preguntó Jude-. ¿Crees que no queda nadie? ¿Que se fueron todos huyendo del huracán?
– Tal vez, pero no creo. Nunca había sucedido una cosa como ésta, y eso que durante mi niñez hubo grandes huracanes. Esto es muy extraño. Nunca supuse que algo así pudiera ocurrir.
Un enorme roble arrancado de raíz había caído paralelo al camino. Instintivamente, Jude y Skyler avanzaron tras el árbol.
Skyler se dirigió a la puerta del barracón, la misma puerta cuyo umbral había traspuesto miles de veces durante la niñez. La abrió y entró. Los ojos del joven no tardaron en acostumbrarse a la penumbra. Inmediatamente, se dio cuenta de que todo era igual pero distinto. Las camas y los muebles estaban donde siempre, pero había desaparecido todo lo que se podía transportar fácilmente. En un rincón había un montón de sábanas sucias, y en otro calcetines, camisas y otras prendas de ropa. La evacuación, si de una evacuación se trataba, había sido apresurada.
Fue hasta un camastro y se sentó en el húmedo colchón. Vio que en la ventana más próxima faltaba un cristal. Qué extraño se le hacía mirar en torno, fijarse en objetos que, de tanto verlos, había llegado a no reparar en ellos y advertir lo distintos, lo rudimentarios y toscos que le parecían. Quizá la diferencia estuviera en él mismo, pues ahora sus ojos ya habían visto el mundo del «otro lado».
Jude iba de un lado a otro por el barracón observándolo todo.
– No se puede decir que vivieras entre el lujo y la opulencia -dijo.
Caminó hasta el otro lado del dormitorio y se sentó en un camastro que, por puro azar, había sido el de Skyler.
– Quizá desde el punto de vista médico os atendieran de maravilla, pero desde luego no les importaba un pimiento que estuvierais cómodos o no.
A Skyler se le hizo extraño escuchar a Jude haciendo comentarios despectivos sobre el lugar en el que había crecido. Sintió una extraña necesidad de defenderse, de decir que no todo habían sido miserias y crueldades. Sin embargo, permaneció en silencio.
Jude se levantó y su pie pegó contra algo que se deslizó por el suelo. Lo recogió y se lo entregó a Skyler, que lo miró con pasmo.
– Esto era de Raisin -exclamó-. Su soldado de madera. Siempre lo llevaba consigo.
Se lo echó al bolsillo y luego se dirigió hacia la puerta.
– Vamos a la casa grande -dijo.
Mientras viajaba en el metro hacia su apartamento de la calle Ochenta y siete oeste, Tizzie no dejaba de pensar en que, no se enorgullecía de admitirlo, pero lo cierto era que había resultado ser una excelente espía. O, mejor dicho, una excelente espía doble, lo cual era dos veces más difícil, pues requería pensar permanentemente con dos cabezas.
Tío Henry había quedado excelentemente impresionado por su «informe» del viaje a Arizona. Ella había incluido bastantes hechos verdaderos -la terrible visita a la mina, el derrumbe y la enfermedad de Skyler- para dar verosimilitud al escrito. Sin embargo, no había explicado nada que pudiera dar demasiadas pistas. Aquello era como hacer equilibrios en la cuerda floja.
Por ejemplo: ¿debía incluir lo del coche que los persiguió al salir del bar de carretera? Eso dependía de quiénes, a juicio de ella misma, fueran los perseguidores. Si eran gente del Laboratorio y ella omitía el hecho -un suceso tan dramático-, entonces tío Henry se daría cuenta de que su sobrina hacía un doble juego y nunca volvería a confiar en ella. Pero si los villanos habían sido agentes renegados del FBI -y, felizmente, ella había tenido oportunidad de hablar con Jude después del abortado encuentro de éste con Raymond en el edificio Hoover-, entonces incluirlo en el informe supondría dar una valiosa pista a tío Henry. ¿Por qué tenía ella que estar al corriente de que el FBI andaba metido en el asunto? Y si tío Henry ya lo sabía, ¿por qué tenía que enterarse de que ellos también lo sabían? Dilemas y más dilemas.
Al fin, decidió no incluir el incidente en el informe. Y tío Henry no pareció darse cuenta de nada. Esto, a su vez, significaba que tío Henry no sabía nada de la persecución, lo cual hacía que el dedo de la sospecha dejara de apuntar hacia el Laboratorio. De pequeños detalles como aquél sacaban sus conclusiones los espías dobles.
Hubieron otras cosas que tampoco mencionó en el informe. Por ejemplo, no dijo nada del actual paradero de Jude y Skyler, ni de cuáles eran sus planes inmediatos. Le había explicado a tío Henry que los dos hombres temían que las líneas estuvieran intervenidas y evitaban hablar por teléfono de aquellos temas. De lo que tampoco dijo nada -pese a las peticiones en sentido contrario de tío Henry- fue de su vida afectiva. Tío Henry parecía sentir gran curiosidad por saber cuáles eran los sentimientos de su sobrina hacia Jude y Skyler. Y aquello era lo último que ella deseaba reflejar por escrito. Esta mala disposición se debía, en primer lugar, a que le desagradaba la idea de que un hombre metiera la nariz en sus sentimientos más íntimos; en segundo lugar, a que ella conocía a su tío lo suficiente como para temer el uso que pudiera hacer de la información; y en tercer lugar, ni ella misma sabía a ciencia cierta cuáles eran sus propios sentimientos.
Ahora se proponía tomar la iniciativa. Tenía que pasar del departamento de información al frente de batalla. Tío Henry había hablado de unas investigaciones. Tizzie deseaba participar en ellas y no dejaba de pedírselo a su tío. Necesitaba averiguar el motivo de la muerte de su madre y cuál era la enfermedad que afligía a su padre. Si realmente intentaban encontrar una vacuna, Tizzie deseaba participar. Como el propio tío Henry había dicho, le sobraba capacidad profesional para hacerlo. Y, como cualquier científico sabía, era imposible encontrar una vacuna si antes no se conocía la enfermedad. Quizá así podría encontrar algunas respuestas. Y quizá tales respuestas servirían de ayuda a Skyler y a Jude.