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– ¿Qué debo pensar, si no? -dijo, a la defensiva-. Aquí hay algo que no cuadra. Yo no tengo una hermana gemela. Soy hija única, toda mi vida lo he sido. Y ya está.

Connolly ladeó la cabeza.

– Nací el 7 de julio de 1962, como tú. ¿Cómo podría inventarme esto?

– ¿La fecha de nacimiento? La mía puede encontrarla en muchos sitios. Consta en las listas de ex alumnos, en Martindale-Hubbell, en Who's Who of American Lawyers, en un montón de lugares.

– Nacimos en el Pennsylvania Hospital.

– Casi todo Filadelfia ha nacido en el Pennsylvania Hospital.

Los azules ojos de Connolly se empequeñecieron.

– Tú naciste primero, a las nueve de la mañana. Yo, un cuarto de hora después. Pesabas cuatro kilos y medio. Vamos a ver, ¿cómo sabría yo esto?

Bennie no respondió. Era cierto. Había nacido a las nueve de la mañana. Muchas veces había pensado: justo a tiempo para ir a trabajar. ¿Lo habría comentado en alguna entrevista?

– Puede haberlo averiguado. Seguro que todo el mundo puede consultar el registro de nacimientos.

– La hora exacta o el peso, no. No son datos públicos.

– Estamos en la era de la información. Hoy en día todo es público. O puede que haya acertado por casualidad. Quien me ve puede suponer que pesé cuatro kilos y medio al nacer. Soy una mujer recia.

– Vale, ¿y qué me dices de esto? -Connolly apoyó sus delgados aunque firmes brazos en la fórmica-. Nuestra madre es Carmela Rosato y nuestro padre, William Winslow.

A Bennie se le secó la boca. Eran sus padres. El nombre del padre no se había publicado en ningún lugar.

– ¿Cómo lo averiguó?

– Es la verdad. Nuestro padre se marchó antes de que naciéramos nosotras. Carmela entregó a su segunda hija en adopción. Es decir, yo.

Las encantadoras mejillas de Connolly reflejaron una gran amargura, pero Bennie se dio cuenta de que eludía la pregunta.

– Le he preguntado cómo averiguó el nombre de mi padre.

– Bill y yo somos amigos. Buenos amigos.

– ¿Bill? ¿Buena amiga de mi padre?

– Sí. Es un hombre muy agradable. Trabaja de conserje. ¿Verdad que no lo sabías? Me contó que nunca te ha conocido, que no ve a Carmela porque está demasiado enferma. ¿Qué problema tiene nuestra madre? Bill no quiere hablar de ello, es como si fuera un secreto.

¿Nuestra madre? Bennie agitaba la cabeza, confundida. No comprendía cómo Connolly sabía de su padre. Su madre había llegado a odiar al hombre que no se había quedado con ella para casarse, y a medida que Bennie fue haciéndose mayor, el padre pasó a ser algo sin importancia, una nota a pie de página de una vida atareada.

– Todo eso no tiene ninguna lógica.

– Escúchame -dijo Connolly levantando la mano-. Tengo que ponerte en antecedentes. Debes saber que yo fui la gemela enferma ya desde antes de nacer. Tuvimos lo que se llama el «síndrome de transfusión de los mellizos». Significa que los mellizos comparten una sola placenta y que la sangre que debería pasar a uno de ellos se desvía para alimentar al otro. Tú pesaste cuatro kilos y medio en el momento del parto. La mayoría de bebés de los que te estoy hablando morían, sobre todo en aquella época, pero yo no corrí esa suerte.

– ¡Oh, vamos! -exclamó de pronto Bennie, molesta-. ¿Que yo le quité la sangre? ¡Valiente barbaridad!

– Es la verdad. De principio a fin. Me lo ha ido contando Bill en sus visitas.

– ¿Dice que mi padre viene a visitarla? ¿A la cárcel?

– Evidentemente. Con su camisa de franela, por más calor que haga, y su chaqueta de paño. Me dijo que estuvo buscándome. Entonces me contó que tú y yo éramos gemelas. Dijo que te llamara. Aseguró que eres la única abogada que podría ganar mi caso, que nadie conoce como tú a los polis de Filadelfia.

– La pillé, Connolly. Mi padre no tiene ni idea de lo que yo hago. Ni siquiera me conoce.

– ¿Ah, no? Pues él ha seguido tu carrera. Guarda todos los recortes.

Bennie se calló un momento.

– ¿Recortes? ¿Cómo? ¿De los periódicos?

– Cuando descubrí nuestra historia me impacienté e hice cuanto pude por conocerte. ¡Tenía tantas preguntas! ¿Tú recuerdas algo, me refiero a… cuando estábamos dentro?

Connolly se inclinó hacia ella pero Bennie se apartó.

– ¿Dentro?

– Yo sí. Guardo recuerdos de ti, como de un espectro. Un fantasma cerca de mí. Y tienen que venir de la época en que estábamos dentro, la única en que estuvimos juntas. De niña, siempre me sentí sola. Como si me faltara un pedazo de mí misma. Nunca soporté estar sola. Es algo que aún me ocurre hoy en día. Cuando Bill me habló de ti, vi que todo encajaba. Háblame de nuestra madre. ¿Qué le pasa? ¿Por qué nadie quiere hablar de ella?

– Tengo que marcharme -dijo Bennie, levantándose. Aquella interna era una artista del camelo o de la vana ilusión. La confabulación policial era una paranoia. Determinados clientes no merecían la pena, por más interesante que fuera el caso. Cogió la cartera-. Lo siento, le deseo suerte.

– No, espera, necesito tu ayuda. -Connolly se puso de pie como una sombra a la que se deja atrás-. Eres mi última oportunidad. Yo no maté a Anthony, te lo juro. Lo mataron los polis. Están cubriendo sus espaldas y a mí me han tendido la trampa. Todo es un cuento.

– Ya tiene usted un abogado, él se ocupará de todo.

Bennie descolgó el teléfono de pared. Sabía que comunicaría inmediatamente con el despacho de seguridad.

– Mi abogado no moverá un puto dedo. Me lo asignó el juez. No sé si lo he visto un par de veces en un año. Todo lo que ha conseguido es retenerme aquí. También forma parte de la confabulación.

– Lo siento, no puedo ayudarla.

Bennie colgó el teléfono y se acercó a la ventanilla de la puerta. ¿Dónde estaba la funcionaria? El pasillo de hormigón estaba desierto. Entre Bennie y el exterior había tres puertas cerradas. Una inexplicable sensación de pánico fue abriéndose paso en su pecho.

– Esperaba que me creyeras, pero veo que no. Lee esto antes de decidir nada. Nuestra madre no te lo ha contado todo. Comprobarás que te estoy diciendo la verdad.

Connolly le alargó un sobre marrón, que Bennie dejó allí.

– No tengo tiempo para leerlo. He de marcharme, ya llego tarde. ¡Funcionaria!

– Cógelo. -Connolly empujó el sobre en la tabla de separación-. De lo contrario, te lo mandaré por correo.

– No, gracias. Tengo que volver al trabajo.

Bennie accionó el pomo y empujó la ventanilla de la puerta. Una fornida funcionaria se acercaba a paso ligero, las perneras ondeando, la expresión, más de fastidio que de alarma.

– Coge el sobre -gritó Connolly, pero Bennie no le hizo caso y siguió intentando en vano accionar la puerta.

¡«Vamos»! Por fin llegó la funcionaria a la puerta del cubículo, metió la llave en la cerradura y abrió de par en par con un gesto tan rápido que Bennie estuvo a punto de caer hacia el pasillo.

– ¡Funcionaria! -gritó Connolly-. Mi abogada se deja el historial.

Alargó el brazo por encima de la tabla con el sobre en la mano, pero la guardiana, en un rápido movimiento, desenfundó la negra porra que llevaba en la cintura y la blandió.

– ¡Ya basta! -gritó-. ¡Siéntese! ¿Qué busca, un expediente?

– Vale, vale, ¡tranquila! -dijo Connolly replegándose en la silla y levantando los brazos intentando protegerse-. Se ha dejado el historial. Lo digo por ella. ¡Es suyo!

Bennie se apoyó contra la puerta, totalmente confundida. No quería llevarse los papeles de Connolly, pero tampoco le apetecía que la aporrearan. La reclusa que tanto se parecía a ella estaba encogida en la silla y Bennie sentía miedo por ella y por sí misma a la vez.

– No quería hacerme ningún daño -dijo sin ni siquiera reflexionarlo.

La funcionaría se volvió aún con la porra levantada.