Dexter se acercaba a la celda de Alice, bajando la cabeza para echar de camino una ojeada en cada puerta. En el centro se realizaban cinco recuentos diarios, incluso uno a las tres de la madrugada, pero el que se consideraba el último era el de medianoche. La hora ideal para llevar a cabo el primer paso de su plan.
El guardián se acercó a la celda de Alice. Ella se movió entre las sombras y controló de nuevo que el destornillador que había despistado del taller de informática siguiera en su sitio. Ahí estaba. Dexter se encontraba a dos puertas de la suya. Su compañera de celda estaba en la cama, fingiendo dormir. A Alice no le preocupaba aquella chávala. Por la cuenta que le traía, cerraría la boca.
Dexter estaba en la puerta de al lado, ladeando la cabeza hacia la celda. Alice se fue directa a su puerta. Dexter llegó allí y tosió, al tiempo que metía la llave en la cerradura y volvía a sacarla con gran tiento. Ella sujetó la puerta con la mano para mantenerla entreabierta, y el guardián siguió silenciosamente su control como si nada hubiera sucedido.
Alice se quedó inmóvil junto a la puerta, vigilando al otro guardián del flexo. A través de la abertura de la puerta oyó los pasos de Dexter a lo largo de la galería de hormigón, deteniéndose en rítmicos intervalos para controlar cada celda. La mano de Alice asió la pesada puerta pero sin abrirla del todo. No quería que el otro levantara la vista en el momento menos adecuado.
Siguió observando al otro guardián que ojeaba el catálogo, hasta que lo cerró y levantó la vista, a la expectativa. Dexter llegó a la última puerta de la planta y luego, bajando los peldaños metálicos, llegó al piso del módulo; su placa centelleó con la luz al llegar al mostrador.
– Listos, Jake -dijo Dexter en voz baja.
El otro abandonó el módulo. En cuanto se hubo marchado, Dexter abrió la puerta del módulo y bostezó con aire teatral, la señal para Alice, dirigiéndose luego hacia la zona exterior. De pie frente a la ventana, de espaldas al módulo, Alice se escurrió por la abertura, pegó la espalda contra la pared de hormigón y pasó el cerrojo. Echó una carrera, agachada por debajo de las ventanas de las celdas, bajó a toda velocidad los peldaños y salió por la puerta abierta del módulo.
Estaba a sus anchas. El pasillo estaba en calma, no se oía ni una mosca, envuelto en la penumbra. Una hilera de bombillas de bajo voltaje iluminaba su camino por el corredor. Avanzó deprisa siguiendo la pared, rozándola con el dedo, con el corazón desbocado. No sentía miedo sino emoción. El cuarto de descanso de los guardianes estaba al final del pasillo a la derecha, pero ella sabía que nadie iba a salir de él. Dexter había hecho un trato con ella. Siguió dando la vuelta a la esquina y enfiló el pasillo que llevaba a la sala de informática. Llegó a la puerta y metió el dedo en el interior de su zapatilla para sacar la llave. La colocó en la cerradura y entró en la sala, respirando profundamente.
La sala de informática estaba desierta y a oscuras, pero allí Alice se sentía como pez en el agua. Las pantallas alineadas contra la pared, las fundas, puestas de cualquier manera, y los asientos, formando una fila ante aquéllas. Habría montado allí la cita con Valencia de no ser por la cámara de seguridad situada tras el espejo curvo. No podía dominarlo todo. Pese a que tal vez estuviera demasiado oscuro para captar cualquier imagen, Alice no estaba dispuesta a correr ningún riesgo.
Pasó rápidamente al laboratorio contiguo, por el que accedió al almacén y lo abrió con la misma llave. El local estaba lleno de polvorientas cajas de cartón, en las que se guardaban 286 aparatos viejos, desechos, que habían ido a parar allí a la espera de una rehabilitación que no llegaba nunca, como la de las internas. Asomaban entre ellas unas cajas con protección, con sus estúpidos dibujos en blanco y negro a modo de manchas de piel de vaca. Contenían nuevos ordenadores, donación que había hecho alguna zorra para tranquilizarse la conciencia, que Alice había ido despistando de los inventarios hasta hacerlos desaparecer. Sabía que un par de guardianes los querían para sus hijos y pensaba hacer algún trueque después de lo de Rosato.
Alice se agachó detrás de las cajas. Según su plan, el guardián dejaría entrar a Valencia por la otra puerta, la que daba al pasillo y no la que había utilizado ella. Probablemente Valencia estaría inquieta, preguntándose por qué un encuentro para hablar sobre su caso en plena noche, pero acudiría de todas formas, como el animal al matadero. Los débiles necesitaban una excusa. Se conformaban a su propia muerte.
De repente la manecilla de la puerta del otro lado del almacén se movió. Alice se retiró un poco, fuera de la vista, pegándose a las cajas al oír el ruido. En un segundo, Valencia pasaría por la puerta y Alice sabía exactamente la misión que debía llevar a cabo. Primero tranquilizarla y luego matarla. Espió por detrás de la caja.
Pero resultó que la silueta que se materializó en el umbral de la puerta no era la de Valencia. Vio un perfil de hombros considerable, unas manos enormes. Era Leonia. Alice se recuperó de la sorpresa con un segundo de retraso.
Leonia se precipitó hacia ella como un toro de Brahma. La pesada mano describió un arco hacia arriba y un cuchillo casero brilló a la luz del pasillo. Alice agarró la muñeca de Leonia en mitad del movimiento, apretándola con fuerza. Las dos mujeres rodaron por la estancia, pegando contra las cajas de cartón al luchar por el mango. Los brazos de Alice se contraían espasmódicamente con el esfuerzo. Pero aquello no bastaba. Leonia la arrojó hacia atrás.
Alice cayó contra las cajas y fue resbalando. En una fracción de segundo tuvo otra vez a Leonia ante ella. El mango estaba encima del pecho de Alice. Su corazón se había disparado. La adrenalina corría a raudales por su flujo sanguíneo. Hizo un esfuerzo para pensar, para actuar.
– ¡No! -gritó, y pegó un brutal rodillazo contra el hueso púbico de Leonia.
– ¡Ay! -chilló Leonia, sin poder soportar el dolor y soltándola.
Alice rodó hacia un lado, se sacó el destornillador de la cintura y giró de repente.
– ¡Zorra! -exclamó Leonia, levantándose, pero Alice la agarró por el pelo, tiró de la nuca hacia atrás y le hundió el afilado destornillador en la garganta.
Los ojos de Leonia brillaron en la conmoción. Su boca se abrió pero ningún sonido salió de sus labios. La sangre empezó a manar alrededor del destornillador. Leonia, aún viva, batallaba por incorporarse.
– ¡Mierda! -exclamó Alice.
Matar a alguien resultaba más difícil de lo que creía la mayoría, sobre todo a una muía como Leonia. Alice hundió un poco más el destornillador, apretándolo contra el suave tejido junto a la yugular. No podía sacarlo, pues quedaría cubierta de sangre. Y aquello no sabría cómo explicarlo en la lavandería de la cárcel. De pronto se abrió la puerta y Alice se volvió.
Valencia se quedó mirando la escena horrorizada y Alice enseguida supo qué tenía que hacer.
– ¡Ayúdame, joder! -murmuró, y Valencia avanzó hacia ella, ya gimoteando.
– ¡Dios! -dijo, aunque fue más un sollozo que una palabra.
– ¡Cógele el cuchillo! -le ordenó Alice.
Valencia se inclinó, lo cogió y se lo pasó.
– Gracias -dijo Alice, asiéndolo-. Ahora sujétame el destornillador.
– ¿Que te sujete qué? -preguntó Valencia, aterrorizada.
– ¡El destornillador! ¡Vamos!
Alice agarró la mano de Valencia y la colocó sobre el destornillador. Valencia volvió la cabeza, como un crío en el dentista, y el gesto resultó perfecto para Alice, quien alzó el cuchillo y lo hundió profundamente en su pecho.