Ángela Primero tenía la voz demasiado grave para ser una persona tan joven, era una voz ronca, brusca y casi masculina. Dijo que estaría encantada de recibirle, pero que debía tener en cuenta que los recuerdos de su abuela eran muy difusos. Él la tranquilizó diciéndole que sólo necesitaba algunas anécdotas de su niñez, para añadir unos toques de color al artículo.
La señorita Primero abrió la puerta con tanta rapidez que Charles sospechó que le había estado esperando tras ella. Su aspecto le sorprendió, porque su mente conservaba la imagen del hermano y, por lo tanto, había esperado a alguien, menudo y moreno, de rasgos regulares como aquél. Además, Charles también había visto una fotografía de la abuela, y aunque era un rostro arrugado y deformado por la vejez, aún conservaba vestigios de una belleza aguileña y guardaba un acusado parecido con Roger.
La dueña del piso tenía, sin embargo, un rostro poco atractivo, de rasgos prominentes, un cutis estropeado y una mandíbula grande y prominente. Llevaba un vestido azul marino, comprado en unos grandes almacenes y, aunque corpulenta, tenía buena figura.
– ¿Señor Bowman?
Charles también estaba muy satisfecho del nombre falso que se había inventado. Esbozó una sonrisa cortés.
– Mucho gusto, señorita Primero.
Ella le hizo pasar a un cuarto de estar, sobriamente amueblado. Charles no pudo evitar compararlo con la biblioteca de Forby Hall, ahondando aún más el misterio. En aquella habitación no había ni libros ni flores y los únicos adornos los constituían media docena de fotografías enmarcadas de una muchacha rubia y un bebé.
Ella siguió la mirada de su visitante hacia el retrato de aquella misma joven que colgaba en la pared, encima de la chimenea.
– Es mi hermana -dijo. Su feo rostro se dulcificó y sonrió. Mientras hablaba, se oyó un débil chillido y un susurro a través de la fina pared, procedentes de la habitación contigua-. Ahora está en mi dormitorio, cambiándole los pañales al bebé. Viene todos los sábados por la mañana.
Charles se preguntó qué haría Ángela Primero para ganarse la vida. ¿Sería mecanógrafa?, ¿oficinista? Tenía el aspecto de pasar bastantes estrecheces. Los muebles estaban pintados con tonos vivos y parecían baratos y no muy sólidos. Frente al hogar había una alfombra tejida con cabos de lana. En la vida de los necesitados no hay muchas alegrías…
– Siéntese, por favor -dijo Ángela Primero.
«Mediaba un gran abismo -pensó Charles- entre los voluptuosos asientos de cuero negro del hermano y la pequeña silla naranja sobre la que tomó asiento». Del piso de arriba llegó el ruido de una aspiradora, mezclado con la música de algún aparato.
– ¿Qué quiere que le cuente?
Había un paquete de cigarrillos sobre la repisa de la chimenea. Ella cogió uno y le ofreció otro. Él lo rehusó con un gesto.
– En primer lugar, lo que recuerde de su abuela.
– Apenas me acuerdo de ella, como ya le dije por teléfono. -Hablaba de forma brusca y áspera-. Fuimos un par de veces a tomar el té con ella. Vivía en una casa grande y lóbrega, recuerdo que me daba miedo ir sola al cuarto de baño. La criada solía acompañarme. -Dejó escapar una risa entrecortada y sin humor; realmente había que hacer un esfuerzo para recordar que aquella mujer sólo tenía veintiséis años-. No vi a Painter ni una vez, si es eso lo que quiere saber. Nosotras solíamos jugar a veces con una niña que vivía al otro lado de la calle. Creo que Painter también tenía una hija. Una vez pregunté por ella, pero mi abuela me dijo que era ordinaria y no debíamos jugar con ella.
Charles cerró los puños. Repentinamente, sintió un desesperado deseo de tener a Tess a su lado, en parte por él y, en parte, para ponerla frente aquella muchacha a la que le habían enseñado a sentir desprecio por ella.
La puerta se abrió y entró la joven de la fotografía. Ángela Primero se puso de pie inmediatamente y cogió al bebé de los brazos de su hermana. Charles no sabía mucho sobre niños, pero calculó que aquél debía de tener unos seis meses.
– Éste es el señor Bowman, cariño. Le presento a mi hermana, Isabel Fairest.
La señora Fairest sólo tenía un año menos que su hermana, pero no aparentaba más de dieciocho. Era pequeña y delgada, de tez sonrosada y con unos enormes ojos azules. Charles pensó que parecía un conejito. Su cabello era rojizo, con reflejos dorados.
Roger era moreno y de ojos oscuros, Ángela tenía el pelo castaño y los ojos de color avellana. Ninguno de los tres se parecían. «La genética va más allá de lo que se ve a simple vista», pensó Charles.
La señora Fairest se sentó. No cruzó las piernas, permaneció con las manos en su regazo, como una niña. Era difícil hacerse a la idea de que estaba casada, y mucho más imaginar que había tenido un hijo.
Su hermana no dejaba de mirarla, y siempre que lo hacía, era para hacer carantoñas al bebé. La señora Fairest tenía una voz dulce y suave, con un ligero acento cockney.
– Te vas a cansar, querida. Déjalo en la cuna.
– Sabes que me encanta cogerlo en brazos. ¿No es precioso? ¿Vas a sonreír a tu tía? Reconoces a tía Ángela, ¿verdad que sí?, claro que sí, aunque no la hayas visto durante toda la semana.
La señora Fairest se levantó y se puso detrás de la silla de su hermana, y ambas empezaron a hacer cucamonas al bebé, le acariciaban las mejillas y colocaban un dedo para que él lo agarrase con sus manitas. Era evidente que las dos se querían mucho, pero mientras que Ángela profesaba por Isabel y su sobrino un amor maternal, ésta mostraba una visible dependencia de su hermana mayor. Charles tuvo la impresión de que se habían olvidado de él y se preguntó dónde encajaría el señor Fairest en aquel cuadro. Tosió discretamente.
– Me gustaría que me contase algo más sobre su niñez, señorita Primero…
– Oh, sí. (No llores, cielo. Tiene gases, querida.) En realidad, no recuerdo nada más de mi abuela. Mi madre volvió a casarse cuando yo tenía dieciséis años. Eso es lo que le interesa, ¿no es cierto?
– Desde luego.
– Bueno, como acabo de decir, mi madre volvió a casarse, y ella y mi padrastro querían que nos fuésemos a vivir a Australia. (¡Así es, sácalo! Bien, eso está mejor.) Pero yo no quise ir. Isabel y yo íbamos al colegio todavía, así que mí madre aguantó un par de años más y luego ella y su marido se marcharon sin nosotras. Bueno, era su vida, ¿no? Yo quería ir a una escuela superior, pero tuve que olvidarlo. Isabel y yo nos quedamos con la casa, ¿no es así, querida? Y nos pusimos a trabajar. (¿Mi chiquitín se va a echar un sueñecito?)
Era una historia bastante anodina, fragmentada y muy sucinta. Charles tuvo la impresión de que se quedaban muchas cosas en el tintero. Ella no había mencionado los apuros y las privaciones que seguramente habrían pasado. El dinero podía haber cambiado la situación de las dos hermanas, pero Ángela, al igual que su hermano, tampoco había dicho nada al respecto.
– Isabel se casó hace dos años. Su marido trabaja en Correos. Yo soy secretaria en un periódico. -Arqueó las cejas, sin sonreír-. Tendré que preguntarles si han oído hablar de usted.
– Sí, hágalo -dijo Charles con una complacencia que no sentía. Tenía que abordar el tema del dinero, pero no sabía cómo. La señora Fairest trajo una cuna de la otra habitación, acostaron al bebé y luego las dos se inclinaron sobre él y le acunaron con ternura. Aunque era casi medio día, ninguna de ellas le había ofrecido una copa o una simple taza de café. Charles pertenecía a una generación acostumbrada a tomar tentempiés a todas horas; una taza de esto, un vaso de lo otro, picar algo de la nevera… Seguramente, ellas también. Recordó entonces la hospitalidad de Roger. La señora Fairest levantó la vista y, con voz suave, dijo: