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– Me pareció un tipo bastante simpático -comenzó éste último-. A mi mujer le gustó mucho. -Los ojos le empezaron a lagrimear y, con mucha cautela, se llevó los dedos a ellos. A Wexford le recordaba una mujer llorosa que no se atreve a frotarse los ojos por temor a embadurnarse de máscara de pestañas-. A propósito, no le he dicho nada de todo esto a ella. He preferido no preocuparla. El joven hablaba con corrección, tenía acento de Oxford. Era alto y rubio y dijo llamarse Bowman, Charles Bowman.

«¿De veras?», pensó Wexford.

– ¿Inspector?

– ¿Sí, señor Primero?

– Acabo de recordar algo. Ese hombre estaba… bueno, estaba muy interesado en mi abuela.

Wexford apenas pudo contener la risa.

– Por lo que usted me ha contado, creo poder asegurarle que no tendrá problemas en el futuro.

– ¿Cree que se trata de un chalado?

– En cualquier caso, de un tipo inofensivo.

– Me ha quitado un peso de encima. -Primero se levantó y recogió su maletín y el periódico del suelo, con una torpeza que indicaba que ni siquiera estaba acostumbrado a hacer algo tan sencillo por sí mismo-. Tendré más cuidado en el futuro.

– Ya sabe, más vale prevenir que curar.

– Bueno, no le voy a robar más tiempo. -Puso cara larga, con una tristeza tal vez sincera. Sus ojos llorosos aumentaban su aspecto melancólico-. Tengo que ir a un funeral. El de la pobre Alice.

Wexford se había fijado en la corbata negra sobre la que relumbraba el zafiro. Acompañó a Primero a la puerta. Durante toda la entrevista, había mantenido una actitud seria. Ahora, se permitió la licencia de estallar en una rotunda, aunque casi silenciosa, carcajada.

No tenían nada que hacer hasta las dos, salvo ir a visitar los alrededores. Charles había salido temprano a comprar una guía turística y ahora estaban en el salón examinándola.

– Aquí dice -señaló Tess- que Forby es el quinto pueblo más bonito de Inglaterra.

– Pobre Forby -dijo Charles-. Condenado a elogios de quinta categoría.

Kershaw empezó a organizar la excursión.

– ¿Qué os parece si vamos todos en mi coche… -señaló con el dedo un punto del mapa- por la carretera de Kingsbrook hasta Forby (manteniéndonos, desde luego, a una prudente distancia de Forby Hall) y luego vamos a Pomfret? Durante el verano, Pomfret Grange está abierto todos los días, podríamos visitarlo, después, podemos volver a Kingsmarkham por la carretera principal.

– Estupendo -dijo Tess.

Kershaw se sentó al volante y Archery a su lado. Seguían el mismo itinerario que Imogen había escogido el día que fue a poner flores a la tumba de la señora Primero y él le acompañó. Cuando tuvieron el riachuelo de Kingsbrook ante su vista, recordó las palabras de ella acerca de la implacabilidad del agua y cómo, a pesar de los esfuerzos del hombre, ésta sigue manando de la tierra y encontrando su camino hacia el mar.

Kershaw aparcó el coche al lado del campo comunal con el estanque de patos. El pueblo parecía tranquilo y sereno. El verano aún no estaba lo suficientemente avanzado como para deslucir el verde rozagante de las hayas o rodear las clemátides silvestres con su desaliñada barba gris. El campo comunal estaba rodeado de grupos de cottages y en el lado de la iglesia se alineaban una serie de casas georgianas con ventanales en forma de arco, a través de cuyos cristales oscuros se podían ver muebles tapizados de chintz y objetos de plata. Sólo había tres establecimientos, una oficina de correos, una carnicería con un toldo sostenido por unas columnas blancas y una tienda de souvenirs. Los habitantes de los cottages habían tendido la colada del lunes y la ropa se secaba al sol, inmóvil, sin aire que la meciese.

Los cuatro se sentaron en un banco del prado, Tess comenzó a tirar a los patos trozos de galletas de un paquete que había encontrado en la guantera del coche. Kershaw sacó una cámara y empezó a hacer fotografías. Repentinamente, Archery llegó a la conclusión de que no quería seguir con ellos. La idea de trajinar por las galerías de Pomfret Grange, manifestando un fingido interés por la porcelana y los retratos familiares, le produjo un escalofrío de aversión.

– ¿Me permitís que me quede aquí? Me gustaría volver a visitar la iglesia.

Charles le miró irritado.

– Todos vamos a ir a ver la iglesia -dijo.

– No puedo, cariño -dijo Tess-. No puedo entrar en una iglesia con vaqueros.

– Yo tampoco puedo con estos pantalones -dijo Kershaw sarcásticamente. Guardó su cámara, y añadió-: Si queremos ver la casa solariega, más vale que nos demos prisa.

– Puedo volver en autobús -dijo Archery.

– De acuerdo, pero por el amor de Dios, no llegues tarde, papá.

Si la visita no iba a ser sólo sentimental, necesitaría también una guía. Cuando el coche partió, Archery se encaminó hacía la tienda de souvenirs. Escuchó unas suaves campanadas al abrir la puerta y una mujer salió de una habitación de la parte trasera.

– Nosotros no tenemos guías de St. Mary’s, pero las puede usted encontrar en el interior de la iglesia.

Ya que estaba allí, ¿por qué no comprar algo? ¿Una postal? ¿Un broche para Mary? «Eso, -pensó- sería la peor clase de infidelidad: cometería adulterio con el pensamiento cada vez que viera a mi mujer luciendo un broche de recuerdo». Contempló sin interés los adornos de latón para arreos, las jarras pintadas y las bandejas llenas de bisutería.

Había un pequeño mostrador dedicado únicamente a calendarios, maderas con leyendas grabadas a fuego y versos enmarcados. Las palabras de uno de ellos, con un pequeño dibujo que representaba un pastor coronado por una aureola al lado de un cordero, le llamaron la atención porque le resultaban conocidas.

– Ve, pastor, y descansa en paz… -dijo en voz alta.

La mujer estaba detrás de él.

– Veo que está admirando el talento de nuestro bardo local -dijo jovialmente-. Murió muy joven y está enterrado aquí.

– He visto su tumba -dijo Archery.

– Mucha gente que viene por aquí piensa que era pastor. Yo siempre les explico que antaño pastor y poeta tenían el mismo significado.

– Lycidas -dijo Archery.

La mujer ignoró el comentario.

– En realidad, era un joven muy culto. Había asistido a la escuela superior y todo el mundo decía que tendría que haber ido a la universidad. Murió en un accidente de tráfico. ¿Le gustaría ver una fotografía suya?

Sacó un montón de fotografías, rústicamente enmarcadas, de un cajón de debajo del mostrador. Todas ellas eran idénticas y llevaban la inscripción: «John Grace, Bardo de Forby. Los amados de Dios, mueren jóvenes.»

Era un rostro fino y ascético, de rasgos afilados y sensibles. «Parece -pensó Archery- que este muchacho padecía de una anemia perniciosa.» Tenía la inexplicable sensación de haberlo visto antes.

– ¿Se publicó alguna de sus obras?

– Una o dos cosas en revistas, nada más. No conozco los pormenores porque sólo llevo viviendo aquí diez años, pero un editor que tenía una casa de campo en la zona se mostró muy interesado en publicar un libro de sus poesías cuando el pobre muchacho murió. Su madre la señora Grace, estaba de acuerdo, pero el caso fue que la mayoría de sus escritos habían desaparecido. Sólo quedaban estos fragmentos que ve aquí. Según ella, su hijo había escrito obras de teatro completas; no estaban compuestas en rima, ya me entiende, pero eran de estilo shakespeariano. De todas formas, nunca las encontraron. Quizá las quemase o las regalase. Es una verdadera pena, ¿no le parece?

Archery miró por la ventana hacia la pequeña iglesia de madera, y murmuró: