En el interior, sólo estaban la ayudante y Elizabeth Crilling, que al parecer, no estaba comprando, sino que sólo se limitaba a charlar mientras esperaba. Era media tarde de un día laborable y, sin embargo, la muchacha estaba de compras. ¿Qué habría pasado con su trabajo en el establecimiento de ropa para «señoras»? Archery se preguntó si lo reconocería y cómo podía evitar que eso ocurriese, porque no quería tener que presentarle a Tess. Se estremeció ante la idea de lo que estaba sucediendo en aquella tienda de un pueblo provinciano: el encuentro, después de dieciséis años, entre la hija de Painter y la muchacha que había descubierto el crimen que éste cometió.
Se quedó junto a la puerta mientras Tess se acercaba al mostrador. Las dos estaban tan cerca que casi se tocaban. Entonces, Tess se inclinó por delante de Liz Crilling para coger un frasco de aspirinas y al hacerlo rozó la manga de su blusa.
– Disculpe.
– No se preocupe.
Archery observó que Tess no tenía más que un billete de diez chelines. En ese momento, su inquietud y su temor a que Tess reconociese a la muchacha que estaba a su lado eran tan abrumadores que estuvo a punto de gritar: «¡Da igual. Déjalo! ¡Por el amor de Dios, salgamos de aquí y ocultémonos!».
– ¿No tiene nada más pequeño?
– Me temo que no.
– Espere un momento, iré a ver si tenemos cambio.
Las dos jóvenes permanecían una junto a la otra, en silencio. Tess miraba fijamente al frente, pero Liz Crilling jugueteaba nerviosamente con dos frascos de perfume que había en un estante de cristal, moviéndolos como si fuesen piezas de ajedrez.
El farmacéutico, vestido con una bata blanca, salió de la parte trasera.
– ¿Está aquí la señorita Crilling esperando una receta? -preguntó.
Tess se volvió y su rostro se ruborizó.
– Ésta es una receta múltiple, pero temo que ya no es válida…
– ¿Qué quiere decir con que ya no es válida?
– Quiero decir que sólo se puede utilizar seis veces. No puedo darle más pastillas si no trae una receta nueva. Si su madre…
– La vieja foca -dijo Liz Crilling lentamente.
La repentina expresividad del rostro de Tess se desvaneció como si alguien le hubiese abofeteado. Sin abrir su monedero, metió el cambio en su bolso y salió apresuradamente de la farmacia.
La vieja foca. Todo es culpa suya, todo lo malo que te ha ocurrido en la vida es por su culpa, empezando por el precioso vestido rosa.
Durante todo el día de aquel lluvioso domingo, estuvo sentada ante la máquina de coser, haciendo tu vestido. Cuando estuvo listo, mamá te lo puso y te peinó con una cinta en el pelo.
– Voy a salir un momento, quiero que la abuela Rose te vea con tu vestido nuevo -dijo mamá y entonces salió, pero cuando regresó estaba enfadada porque la abuela Rose estaba durmiendo y no la había oído cuando había llamado por la ventana.
– Espera media hora -dijo papá-, quizá para entonces esté despierta. -Él estaba medio dormido también, tumbado en la cama, pálido y flaco, con la cabeza apoyada en las almohadas. Así que mamá subió a su cuarto para darle la medicina y leerle algo, porque estaba demasiado débil para sostener un libro.
– Quédate en el salón, nena, y ten cuidado de no ensuciarte el vestido.
La obedeciste, sin embargo, te echaste a llorar. Por supuesto no era por no ir a ver a la abuela Rose, sino porque sabías que mientras mamá y ella hablaban, tú podrías haberte escabullido hasta el pasillo y luego llegar al jardín para enseñar a Tessie tu vestido, ahora que estaba recién estrenado.
Bueno, ¿y por qué no? ¿Por qué no ponerte un abrigo y cruzar corriendo la carretera? Pero tendrías que darte prisa, porque Tess se iba a la cama a las seis y media. La tía Rene era muy estricta en eso.
«Son pobres, pero decentes», decía mamá, aunque no sabías lo que significaba. Pero sabías que tía Rene no te permitiría despertarla aunque te dejase entrar en su habitación.
Pero ¿por qué demonios habías ido? ¿Por qué? Elizabeth Crilling salió de la farmacia y anduvo a ciegas hacia la esquina de Glebe Road, tropezando con los transeúntes. Quedaba mucho camino y tendría que pasar por delante de las detestables casitas arenosas que, bajo la luz espectral, parecían tumbas del desierto, y todavía estaba muy lejos… Y cuando llegase al final sólo le quedaba una cosa por hacer.
14
Es legítimo que los cristianos…
lleven armas y combatan en la
guerra.
Los treinta y nueve artículos
Cuando regresaron al Olive and Dove, Archery encontró en la mesa del vestíbulo una carta con matasellos de Kendal. La miró sin comprender, y luego recordó. Era del coronel Plashet, el antiguo comandante de Painter.
– Y ahora ¿qué? le preguntó a Charles, después de que Tess subiese a su habitación a descansar.
– No tengo ni idea. Ellos van a volver a Purley esta noche.
– ¿Regresamos nosotros a Thringford también?
– No sé, papá. Te he dicho que no sé que hacer. -Hizo una pausa, estaba irritado y con las mejillas encendidas, como un niño perdido-. Tendré que ir a disculparme con Primero -añadió, como un crío que reconoce que se ha portado mal-. Me he comportado muy mal con él.
Sin pensarlo, Archery dijo instintivamente:
– Lo haré yo, si quieres. Les llamaré.
– Te lo agradezco. Si él insiste en que vaya a verle, iré. Habías hablado con su mujer antes, ¿no es cierto? Lo deduje por algo que dijo Wexford.
– Sí, había hablado con ella, pero no sabía quién era.
– Eso -dijo Charles, serio de nuevo- es típico en ti.
¿Pensaba sinceramente en llamarla para pedirle disculpas? Y ¿por qué suponía que ella se pondría siquiera al teléfono? «Espero que en el transcurso de su investigación haya podido combinar los negocios con el placer, señor Archery.» Seguramente Imogen le habría explicado a su marido lo que quería decir con eso. Cómo aquel clérigo de mediana edad se había comportado repentinamente de la forma que lo hizo con ella. Se imaginó las respuestas de Primero, con sus expresiones coloniales: «O sea, que intentó ligar contigo», y la risa despectiva de ella. Se le encogió el corazón. Entró en el salón vacío y rasgó la carta del coronel Plashet.
Estaba escrita a mano en papel de barba blanco, grueso como el cartón. De cuando en cuando, la tinta pasaba del negro oscuro al gris pálido, por lo que Archery dedujo que el autor escribía con plumilla. «Es la letra de un hombre viejo -pensó- y la dirección de un militar: “Srinagar”, Church Street, Kendal…».
«Estimado señor Archery:
»Su carta me interesó mucho y haré todo lo posible para proporcionarle toda la información que está a mi alcance acerca del soldado Herbert Arthur Painter. Puede que usted sepa que yo no fui citado ante el tribunal para declarar respecto al carácter de Painter, aunque siempre estuve dispuesto a hacerlo si hubiese sido menester. Afortunadamente, aún tengo en mi poder ciertos apuntes que hice en aquel tiempo. Digo afortunadamente, porque, como usted comprenderá, el servicio que el soldado Painter prestó durante la guerra se remonta a veintitrés o veinticuatro años atrás, y mi memoria ya no es lo que fue. Sin embargo, me veo obligado, contra mi voluntad, a desengañarle, si es que usted tiene la impresión de que poseo información que pudiese ser de interés para los familiares de Painter. El abogado defensor de Painter decidió no llamarme a declarar porque debía saber que cualquier declaración veraz por mi parte, en vez de ayudar a su causa, habría facilitado simplemente la tarea del fiscal.»
Bueno, ya tenía la respuesta. Seguiría otro odioso catálogo de las tendencias de Painter. Gracias al idiosincrásico estilo y la letra del coronel Plashet, más que al frío texto impreso de la transcripción del juicio, Archery consiguió hacerse a la idea de cuál era el tipo de hombre que Charles estaba dispuesto a aceptar como suegro. Siguió leyendo la carta más por curiosidad que por esperanza.