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– La compañía es muy grata, pero tenemos que irnos -dijo Kershaw-. Me parece que ya no queda nada que decir, ¿no es así, señor Archery? Sé que usted deseaba que las cosas saliesen de otra manera, pero no ha sido posible.

Charles miraba fijamente a Tess. Ella mantenía apartada la vista.

– ¡Por el amor Dios, déjame escribirte!

– ¿Para qué?

– Me gustaría -dijo Charles ásperamente.

– No voy a estar en casa. Pasado mañana, me voy a casa de mi tía, en Torquay.

– No vas a acampar en medio de la playa, ¿no? Esa tía tendrá una dirección.

– No tengo papel -dijo Tess, y Archery observó que la muchacha estaba al borde de las lágrimas, metió la mano en su bolsillo: primero, sacó la carta del coronel Plashet (eso no, no podía permitir que Tess la viese) y luego extrajo la tarjeta ilustrada con el verso y el retrato del pastor. Con los ojos empañados, ella garabateó la dirección a toda prisa y se la entregó a Charles sin decir una palabra.

– Vamos, cariño -dijo Kershaw-. Prepara los caballos que nos vamos a casa. -Sacó las llaves de su coche, y añadió-: Nada menos que quince. -Pero nadie sonrió.

15

Sí ha ofendido a su prójimo…

que solicite su perdón; y por el mal y

las injurias que les haya infligido…

que emplee toda su potestad en

ofrecer reparación.

La visitación de los enfermos

Llovía con mucha intensidad, Archery atravesó corriendo la distancia que había entre su coche y el desvencijado porche, aunque una vez allí, tampoco logró ponerse a cubierto de la lluvia, que entraba empujada por ráfagas de viento y resbalaba en forma de goterones helados desde las hojas de los árboles. Se apoyó en la puerta y se tambaleó cuando ésta se abrió bajo su peso, con un chirrido.

Ella debía haber llegado ya. No se veía el Flavia por ningún lado, y cuando Archery pensó que su discreción era seguramente intencionada, sintió asco de sí mismo y le recorrió un escalofrío de turbación. Ella era muy conocida en la zona, estaba casada e iba a reunirse en secreto con un hombre asimismo casado. Por eso había escondido su llamativo coche. Sí, era bajo, bajo y sórdido, y él, un vicario de Dios, era el responsable.

Con la lluvia, Victor’s Piece, seca y ruinosa en tiempo soleado, olía a humedad y a podredumbre, a hongos y a materia en descomposición. Probablemente las ratas anidaban debajo de las astilladas tablas del suelo. Cerró la puerta y se adentró en el pasillo, tratando de adivinar dónde estaba Imogen y por qué no había acudido al oírle entrar. Entonces se detuvo, estaba ante la puerta trasera, había un impermeable colgado en el lugar en que Painter solía colgar el suyo.

Archery estaba seguro de que aquel chubasquero no estaba allí la vez anterior que visitó la casa. Se acercó a la prenda, embargado por una mezcla de fascinación y horror.

Lo que había ocurrido era fácil de explicar. La casa se había vendido por fin, habían venido unos obreros y uno de ellos se había olvidado el impermeable. No debía alarmarse por eso, pero sus nervios le traicionaban.

– ¡Señora Primero! -llamó, pero como no es muy apropiado llamar a una mujer con la que tienes una cita secreta por su apellido, gritó: ¡Imogen! ¡Imogen!

No hubo respuesta. Y no obstante, Archery estaba seguro de que había alguien más en la casa. ¿Qué era aquello de que «la hubiese reconocido aunque fuese ciego y sordo», se mofó una vocecita interior, de que «la habría identificado por su presencia y su aroma»? El clérigo abrió la puerta del comedor. Le asaltó un olor húmedo y frío. El agua que se filtraba bajo el alféizar de la ventana formaba un charco oscuro que se extendía, evocando una imagen atroz. El líquido y las vetas rojas del mármol de la chimenea le recordaron las salpicaduras de sangre. ¿Quién estaría dispuesto a comprar un lugar como éste? ¿Quién podría soportarlo? Pero alguien debía haberlo hecho, porque la prenda de un obrero colgaba detrás de la puerta…

En ese lugar estaba sentada la anciana cuando envió a Alice a la iglesia. Estaba sentada aquí, con los ojos cerrados por el sueño, cuando la señora Crilling llamó a la ventana. Entonces él llegó, quienquiera que fuese, con su hacha, cuando ella probablemente seguía dormida, profiriendo amenazas y exigencias bajo los golpes del hacha, una y otra vez, hasta que entró en el sueño eterno. ¿El sueño eterno? Mors jauna vitae. ¡Si al menos su entrada en la nueva vida no hubiera pasado por un sufrimiento tan atroz! Se encontró rezando por algo que sabía imposible, que Dios cambiase la historia.

En ese momento, la señora Crilling golpeó en la ventana.

Archery dio un respingo tan violento que le pareció sentir una mano que le apretaba el corazón. Recuperó el aliento y, haciendo un esfuerzo, volvió la mirada.

– Siento llegar tarde -se disculpó Imogen Ide-. ¡Qué noche más espantosa!

«Ella debería haber estado dentro de la casa», pensó, intentando tranquilizarse. Pero, en cambio, estaba fuera y había llamado a la ventana, porque le había visto parado allí en medio, como un alma perdida. Eso cambiaba las cosas, porque ella no había escondido su coche. Éste estaba aparcado sobre la grava, junto al suyo, mojado, plateado y reluciente, como una hermosa criatura salida de las profundidades del mar.

– ¿Cómo ha entrado? -dijo ella, una vez en el vestíbulo.

– La puerta estaba abierta.

– Habrán sido los albañiles.

– Eso creo.

Ella llevaba un traje de tweed y su rubio cabello estaba empapado. Él había sido lo bastante estúpido -«o ruin», pensó- como para creer que, cuando se encontrasen, ella correría a abrazarle. En lugar de eso, ella se quedó parada, mirándole muy seria, casi fría, frunciendo el entrecejo.

– Creo que es mejor que vayamos a la sala del desayuno -dijo ella-. Hay algunos muebles y, además, no tiene connotaciones desagradables.

Los muebles consistían en dos taburetes de cocina y una silla de mimbre. Por la ventana, empañada por la suciedad incrustada, él pudo ver el invernadero, de cuyas paredes de cristal resquebrajado aún colgaban los zarcillos de la parra muerta. Le cedió la silla y se sentó en uno de los taburetes. Tenía la extraña sensación -no desprovista de encanto, por otra parte- de que habían venido con intención de comprar la casa como una pareja y, al haber llegado demasiado pronto, se veían obligados a esperar hasta que llegase el agente que debía enseñársela.

– Éste podría ser el estudio -diría él-. En días de sol, tiene que ser precioso.

– O podríamos comer aquí. Está muy cerca de la cocina.

– ¿Te levantarás todas las mañanas para prepararme el desayuno? (Amor mío…)

– Dijo usted que deseaba explicarse -dijo ella. Por supuesto, ellos jamás compartirían una cama, ni el desayuno, ni el futuro. Éste era su futuro, esta entrevista en el húmedo comedor, contemplando una parra muerta.

Archery empezó hablándole de Charles y de Tess y de la certeza de la señora Kershaw de la inocencia de Painter. Cuando llegó a la cuestión de la herencia, el rostro de Imogen se ensombreció aún más y, sin dejarle terminar, le interrumpió:

– ¿Tenía usted intención de acusar a Roger del asesinato?

– ¿Qué podía hacer? Estaba dividido entre Charles y usted -dijo él. Ella sacudió la cabeza y el rubor coloreó sus mejillas-. Le ruego que me crea cuando le digo que no intenté trabar conocimiento con usted porque era su esposa.

– Le creo.

– El dinero, sus hermanas, ¿no sabía usted nada de eso?

– No, no lo sabía. Sólo que existían y que Roger no las veía nunca. ¡Oh, Dios mío! -Se cubrió las mejillas con las manos, después los ojos y, finalmente, las llevó hasta las sienes-. Hemos estado hablando de ello durante todo el día. Él no entiende que estaba moralmente obligado a ayudarlas. Sólo le preocupa una cosa: que Wexford no considere este hecho como un móvil de asesinato.