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– ¿De modo que juntó ese trágico cadáver con el rostro de un niño que un rapiñador dio por desaparecido, e identificó el cuerpo como el de Walter Figgis? -preguntó Rathbone, abriendo mucho los ojos y esbozando una sonrisa.

Monk se tragó su sarcasmo. Le constaba que Rathbone estaba actuando para un público que observaba las sombras de su rostro y escuchaba la más leve inflexión de su voz.

– No, sir Oliver, el comandante Durban consideró muy probable que el cadáver fuese el de Figgis. Cuando tropecé con ciertas fotografías obscenas de Figgis, tomadas cuando estaba vivo, fue identificado por quienes lo conocían, y entonces el comandante Durban las contrastó con el cadáver. Tenía unas orejas peculiares, y una de ellas aún no la habían deteriorado el agua ni las criaturas carroñeras que la habitan y se alimentan de los muertos.

Rathbone no tuvo más remedio que aceptarlo.

Tremayne sonrió con alivio, relajándose un poco en su asiento.

Sullivan se echó un poco hacia delante en su alto sitial, volviéndose primero hacia Rathbone, luego hacia Tremayne y de nuevo hacia Rathbone.

Rathbone prosiguió.

– ¿Usted vio esas fotografías… obscenas?

– Sí, estaban con los papeles de Durban. -Monk no pudo evitar hacer patente la violencia de su indignación. Lo intentó; sabía que debía controlarse. Estaba dando testimonio. Sólo debían importar los hechos, pero aun así le temblaba el cuerpo y notó que comenzaba a sudar-. Los rostros se veían con absoluta claridad, incluso tres de las quemaduras. Encontramos dos de ellas en los mismos sitios.

– ¿Y la tercera? -preguntó Rathbone con delicadeza.

– Esa parte de él se la habían comido los peces -contestó Monk con voz temblorosa, tomada por el horror y el sufrimiento de las palabras de Durban en la página de caligrafía desgarbada con la que describía una imagen de desintegración y pérdida.

– La imagen de tragedia o de bestialidad que evoca resulta casi insoportable -reconoció Rathbone-. No me extraña que le costara hablar de ella, o que el señor Durban dedicara incontables horas de su tiempo, y también de su dinero, para enjuiciar a quien lo hubiese hecho. ¿Sería correcto decir que usted lo sentía tanto como él? -Encogió muy levemente los hombros-. ¿O quizá no?

Sólo había una respuesta posible. Rathbone había elegido sus palabras con la precisión de un artista. Todos los ojos del tribunal estaban puestos en Monk.

– Claro que lo sentía mucho -dijo.

– El comandante Durban había dado la vida para salvar la de otros -continuó Rathbone con cierta reverencia-. Y le había recomendado a usted para reemplazarlo en su puesto. Ésa tal vez sea la señal más alta de confianza que un hombre pueda ofrecerle a otro. ¿Sería cierto decir que usted tiene una deuda de honor y gratitud para con él?

Una vez más, sólo cabía una respuesta.

– Sí, en efecto.

Se oyeron suspiros y murmullos de aprobación.

– ¿Y hará usted cuanto esté en su mano por satisfacerla, y dar motivo de orgullo a los hombres de la Policía Fluvial que ahora están a sus órdenes y ganarse su lealtad, tal como hizo Durban? -inquirió Rathbone, aunque lo dicho apenas fue una pregunta. La respuesta estaba implícita.

– Por supuesto.

– Sobre todo completando esta tarea de Durban tal como él lo habría deseado. ¿Quizás incluso le otorgaría el mérito de la resolución?

– Sí -dijo Monk sin vacilar.

Rathbone se dio por satisfecho. Dio las gracias a Monk y regresó a su asiento con un gesto de invitación dirigido a Tremayne.

Tremayne titubeó, a todas luces buscando alguna manera de restablecer el equilibrio. Luego rehusó. Tal vez pensó que cualquier cosa que Monk añadiera sólo serviría para caldear más los ánimos, lo cual podría volverse en su contra. Monk fue autorizado a retirarse.

* * *

A primera hora de la tarde Tremayne recapituló para la acusación. Se movía con garbo, hablaba con desenvoltura y confianza, pero Monk sabía que sólo se trataba de una espléndida actuación. Aquel hombre debería dedicarse a la escena. Poseía incluso el atractivo para hacerlo. Pero estaba bregando contra la corriente y por fuerza tenía que saberlo.

Mencionó las primeras deducciones de Durban sólo de pasada, concentrándose en lo que hiciera Monk para retomar la investigación. Evitó el horror siempre que pudo, abundando en cambio con todo detalle en cómo había reunido Monk las pruebas para establecer la identidad de Figgis, los elementos que lo vinculaban con Jericho Phillips y el negocio de la explotación y la pornografía. No podía mencionar las fotografías porque no se habían presentado al tribunal y sólo se sabía de ellas a través del testimonio de Monk. Como pruebas no existían, y Rathbone lo señalaría de inmediato.

También habló de la participación de Hester para relacionar a Phillips con el negocio de satisfacer los apetitos sexuales de quienes pagan con dinero cualquier cosa que deseen, utilizando a los pobres, con su consentimiento o sin él, que no tenían otro modo de sobrevivir. Cuando finalmente se sentó, los jurados se debatían entre sentimientos de ira y compasión, y estaban claramente dispuestos a atar la soga en torno al cuello de Phillips con sus propias manos.

Rathbone se levantó con un aire muy sombrío, como si él también estuviera afectado por lo que acababa de oír.

– Lo que le sucedió a ese niño es atroz -comenzó. Reinaba un silencio absoluto en la sala y no tuvo que levantar la voz-. Debería impresionarnos a todos, y me parece que lo ha hecho. -Estaba muy quieto, sobrecogido ante tanto horror-. El hecho de que fuera un niño pobre e ignorante es completamente irrelevante. El hecho de que al principio se ganara la vida mendigando o robando para luego, muy probablemente, verse obligado a cometer actos de una degradación inefable para satisfacer a hombres dominados por apetitos aberrantes, también es irrelevante. Todo ser humano merece justicia; es lo mínimo. Si es posible, también merece misericordia y honor.

Se oyó un grave murmullo de asentimiento. Los rostros del jurado rebosaban emoción. Estaban apiñados en la tribuna, incómodos y con el cuerpo en tensión.

Sullivan parecía congelado, con el semblante lívido.

– Lo que hemos oído es suficiente para despertar las pasiones, la ira, la compasión de toda persona decente, hombre o mujer -prosiguió Rathbone-. ¿Qué pensaríamos de una mujer como Hester Monk, que dedica su tiempo y sus medios a trabajar para asistir a los enfermos, los indigentes, los olvidados y los marginados de nuestra sociedad, si no tuviera piedad de un niño maltratado? Si ella no lucha por él, ¿quién lo hará? Si no monta en cólera y no llora por él, ¿qué clase de mujer es? Permítanme el atrevimiento de decir que no sería una mujer a quien me gustaría conocer. -Más audibles murmullos de aprobación. Rathbone les estaba hablando con intimidad. Nadie se movía ni hacía el más leve ruido-. ¿Y el comandante Durban, que vio su cadáver recién sacado de la maraña de cabos de la barcaza, destrozado e irreconocible, que vio señales de tortura en la carne muerta? -Gesticuló delicadamente con las manos-. ¿Qué clase de guardián de la ley sería si no hubiese jurado dedicar su vida profesional a buscar al responsable? En su caso, también dedicó su tiempo libre, y su propio dinero, a que se hiciera justicia y, a mi entender, a poner fin a que tales cosas les sucedieran a otros niños también. ¿Queremos policías que no actúen ante semejantes horrores?

En lo alto del banquillo, Jericho Phillips se agitó inquieto por primera vez. Sus ojos parpadearon con pánico y encorvó el cuerpo hasta donde se lo permitían las esposas.

– Y el señor Monk es un digno sucesor del comandante Durban -prosiguió Rathbone-. Demuestra la misma pasión, la misma dedicación, una inquebrantable voluntad que lo impele a pasar día y noche buscando indicios, respuestas, pruebas, allí donde quepa encontrarlos. No descansará, de hecho no puede descansar, hasta que haya capturado al responsable y lo haya conducido hasta el mismísimo pie de la horca.