Monk comenzó a ver solidez en sus pensamientos.
– Sí, lo es. Y ése no es el hombre que era antes… ¿Verdad?
Cruzaron la calle y caminaron cogidos del brazo cuesta arriba hasta Paradise Place.
– No -dijo Hester cuando al fin llegaron a la puerta de su casa y Monk sacó la llave para abrir. Dentro olía a cerrado después del calor del día aunque el delicado aroma a lavanda y cera de abeja era agradable, igual que en el tendedero de la cocina la frescura de la ropa lavada. Una sirvienta iba dos veces por semana para hacer las faenas más pesadas, y era obvio que había estado allí aquella mañana.
– ¿Crees que ha cambiado tanto como parece? -preguntó Hester, deteniéndose y volviéndose de cara a él.
Monk no supo qué contestar. En aquellos momentos sólo era consciente de lo mucho que había apreciado a Rathbone pese a las diferencias existentes entre ambos. Si Rathbone ya no profesaba las mismas ideas que antes, Monk también había perdido algo.
– No lo sé -dijo sinceramente.
Hester asintió con la cabeza, apretando los labios, y sus ojos reflejaron una súbita tristeza. Se dirigió a la cocina. Él la siguió y se sentó en una de las sillas de respaldo duro, mientras ella cogía la tetera y la llenaba de agua antes de ponerla a hervir. Monk sabía que el cambio que percibían en Rathbone también la haría sufrir, quizás incluso más que a él. La gente cambiaba al casarse, a veces sólo un poco aunque también podía ser mucho. Él mismo era distinto de cuando se casó con Hester, aunque en su caso creía que había sido para bien. No le gustaba reconocerlo pero, volviendo la vista atrás, antes había sido más difícil de complacer, más pronto a perder los estribos y a ver lo desagradable y los puntos flacos del prójimo. Era algo de lo que estar agradecido pero no orgulloso; tendría que haber sabido resolverlo por sí mismo. El orgullo quizás estaría justificado si hubiese sido más amable sin la paz interior y el sentirse a salvo de la hiriente soledad de antaño que le había proporcionado el matrimonio.
Si aquel cambio en Rathbone tenía que ver con Margaret, aún sería una pérdida más amarga para Hester dado que Margaret también había sido amiga suya. Habían trabajado duro codo con codo, compartiendo pesares y miedos, así como buena parte de sus respectivos sueños.
Ahora observaba a Hester mientras ella preparaba la cena sin decir palabra. Algo sencillo, no se disponía a guisar, pero con el calor del verano la comida fría no sólo era más cómoda sino también más apetecible. Resultaba sumamente reconfortante verla ir de una alacena a otra buscando lo que necesitaba, picar y cortar lonchas y rodajas. Sus manos eran delicadas y rápidas, y se movía con gracia. Algunos hombres quizá no la encontraran guapa; de hecho a él mismo no le pareció que lo fuera cuando se conocieron. Estaba demasiado delgada. La moda dictaba curvas más rotundas y un rostro menos apasionado y enérgico, un aire más recatado e inclinación a la obediencia.
Pero él conocía sus diversos estados de ánimo, y el juego de la alegría y el pesar en sus rasgos, la llama de la ira, el súbito dolor de la contrición o la punzada de la piedad le resultaban bien familiares. Sabía con cuánta intensidad influían en ella. Ahora los sentimientos más superficiales de las bellezas anodinas le parecían vacíos, dejándolo sediento de realidad.
¿Qué ofrecía Margaret Rathbone comparada con Hester? ¿Qué quería para que Rathbone hubiese defendido a Jericho Phillips con tanta brillantez? Pues Monk faltaría a la verdad si dijera que su defensa no había sido brillante. Rathbone había convertido una situación insostenible en otra revestida de dignidad, incluso de cierto honor, al menos en apariencia.
Ahora bien, ¿y después? ¿Qué quedaba detrás de la momentánea victoria en la sala del tribunal, el asombro del público, la admiración de su talento y habilidad? ¿Qué pasaba con la cuestión del porqué? ¿Quién le había pagado por hacerlo? Si se trataba de un favor, ¿a quién se lo debía? ¿Quién podía pedir u ofrecer algo que pudiera desear un hombre como el Rathbone que él conocía? En el pasado, Hester, Monk y él habían librado grandes batallas que pusieron a prueba cada gramo de su valentía, imaginación e inteligencia porque creían en las respectivas causas.
Si Rathbone fuera sincero, ¿qué pensaría de aquello? Jericho Phillips era un hombre malvado. Incluso Rathbone se había guardado de decir que era inocente, limitándose a señalar que la acusación no había demostrado que fuese culpable más allá de toda duda fundada. La defensa se centró en tecnicismos legales, no en una valoración de los hechos ni, por descontado, en un juicio moral. Si Rathbone en verdad amaba la ley por encima de todo lo demás, Monk se había equivocado con él desde el principio de su amistad, y aquél no era sólo un pensamiento inquietante sino también triste.
Sólo cabía pensar que a Rathbone le motivaba algo menos prosaico que el dinero. Monk se negaba a creer que fuese algo tan innoble y simple como eso.
La cena estaba lista y se sentaron a comer en silencio. Un silencio cordial y amigable; cada cual estaba perdido en sus propios pensamientos, si bien preocupado por el mismo tema. Monk miró a Hester a los ojos un instante y se dio cuenta de ello, así como de que ella también era consciente de lo mismo. Ninguno de los dos estaba preparado aún para hablar.
No habían conseguido que se hiciera justicia. Poco importaba lo que Rathbone hubiera argumentado, el uso de la ley había posibilitado que un hombre a todas luces culpable saliera en libertad, permitiéndosele repetir sus delitos con tanta frecuencia como quisiera. El mensaje transmitido a la gente era que la habilidad gana, no el honor. Y el propio Monk era tan culpable de ello como Rathbone. Si hubiese hecho su trabajo más concienzudamente, si hubiese sido tan listo como Rathbone, Phillips estaría de camino a la horca. Al darlo por sentado porque tenía razón había adoptado una especie de invulnerabilidad a la derrota, había sido descuidado y había defraudado a Orme, quien tan duro había trabajado y confiado en él. También había defraudado a Durban. Aquello estaba llamado a ser un acto de gratitud, lo único que podía darle incluso más allá de la tumba: hacer su trabajo honorablemente.
Y al llevar a Phillips ante la justicia para que fuera absuelto, lo había librado por siempre de ser acusado de aquel crimen otra vez, lo cual era peor que no haberlo capturado nunca. La Policía Fluvial en pleno había sido traicionada.
La confianza, la paz interior que se había ganado a pulso y que era su bien más preciado se le estaba escurriendo de las manos como el agua entre los dedos. Un día estaba allí, y al otro miraba y estaba desapareciendo sin que pudiera hacer nada para impedirlo. Así era la cruda realidad: él no era el hombre que había comenzado a pensar que era. Había fallado. Jericho Phillips era culpable como mínimo de abusar de niños y de pornografía, y a juicio de Monk, que no abrigaba la menor duda, también de asesinato. Era la falta de cuidado de Monk, su incompetencia al cerciorarse de los pormenores, al comprobarlos una y otra vez, al demostrarlo todo, lo que había permitido a Rathbone retratarlo como una persona que anteponía el sentimiento a la razón, de modo que Phillips se desvaneciera en una bruma de dudas y escapara indemne.
Monk levantó la vista hacia Hester.
– No puedo dejar las cosas así-dijo-. Ni por mí mismo ni por la Policía Fluvial.
Ella apoyó la cuchara en el plato y lo miró fijamente, casi sin pestañear.
– ¿Qué puedes hacer? No puedes volver a acusarlo.
Monk tomó aire bruscamente para responder, pero entonces reparó en la franqueza y ternura de los ojos de Hester.