Выбрать главу

– Ya lo sé. Y estábamos tan convencidos de que sería condenado por el asesinato de Figgis que ni siquiera lo acusamos de haber atacado al gabarrero. Y si ahora presentamos esos cargos parecerá que lo hacemos porque hemos fallado. Dirán que resbaló, que fue un accidente, que luchaba por su vida. Hará que parezcamos todavía más… incompetentes.

Hester se mordió el labio y dijo:

– Esta vez tenemos que saber lo que nos proponemos hacer; con toda exactitud. No basta con ver la verdad, ¿cierto?

Era un desafío, una invitación a enfrentarse a algo mucho peor que la amargura de aquel día. Qué pragmática que era. Claro que para una enfermera era básico tener sentido práctico. El tratamiento de las enfermedades del cuerpo era ante todo práctico. No había tiempo ni lugar para errores o excusas. Exigía una clase de coraje inmediato, de fe en la utilidad de intentarlo prescindiendo del resultado. Fallas una vez y debes seguir dándolo todo la vez siguiente, y otra más.

Hester había dejado de comer su tarta de ciruelas y aguardaba la respuesta.

– Si lo investigo a fondo seguro que puedo demostrar que es culpable de algo -contestó Monk-. Aunque no sirva para ahorcarlo, una buena temporada en Coldbath Fields dejaría a salvo de abusos a bastantes chavales, quizá tantos como cien. Para cuando salga, muchas cosas podrían ser distintas. Quizás incluso muera allí. No sería el primero.

Hester sonrió.

– Entonces comenzaremos de nuevo, desde el principio. -Se comió el último bocado de tarta y se puso de pie-. Pero antes una taza de té. Y aún queda un pedazo de tarta de manzana. Si vamos a pasar toda la noche en vela, más vale que no lo hagamos con el estómago vacío.

La gratitud que embargó a Monk fue tan grande que se vio incapaz de hablar sin ponerse en evidencia. Agachó la cabeza y se concentró en acabarse su tarta.

Después fue en busca de los papeles de Durban, los extendieron sobre la mesa, las butacas y el suelo del salón y los releyeron todos. Por primera vez Monk se dio cuenta de cuan fragmentarios eran. Unos estaban llenos de descripciones, aparentemente sin omitir ningún detalle. Otros eran tan breves que apenas contenían unas pocas palabras apuntadas como recordatorios de hilos de pensamiento jamás completados. Algunos se habían escrito tan deprisa que apenas eran legibles, y a juzgar por la letra picuda y la escasa delicadeza del trazo se habían compilado en un estado de intensa emoción.

– ¿Sabes qué significa esto? -preguntó Hester, levantando un trozo de papel rasgado con las palabras «¿Era dinero? ¿Qué más?» escritas con una pluma distinta.

– No lo sé -reconoció Monk. Había encontrado otras notas, frases garabateadas, preguntas sin respuesta que había supuesto que aludían a Phillips pero que tal vez no lo hicieran. En su momento había releído las notas de todos los casos, tanto las de Durban como las de los demás agentes, y también comprobó todas las acusaciones guardadas en los archivos de la comisaría.

Hester seguía mirándolo. Monk pensó que sabía lo que Hester iba a decirle, si no a propósito de aquel trozo de papel, sí del siguiente, o del que viniera después. El peso que suponía para su mente era como un agujero en el suelo.

– Podría ser algo relacionado con la vida del propio Durban -le dijo a Hester por fin-. Algo personal. No me había dado cuenta de lo poco que en realidad sé acerca de él. -Rememoró aquellos escasos días que pasaron juntos, buscando a la tripulación del Maude Idris. Monk nunca había tenido un caso tan apremiante o terrible y, sin embargo, había surgido un sentimiento de camaradería cuyo recuerdo aún lo hacía sonreír. Durban le había profesado aprecio, y no sabía de nadie más que lo hubiese hecho con una franqueza tan inmediata e incondicional.

Si había tenido algún otro amigo como él, había sido en esa enorme porción de su pasado que le era imposible recordar. Tenía momentos repentinos de luz entre sombras, tan fugaces que le dejaban sólo una imagen, nunca una historia. Según se desprendía de lo que le habían contado y lo que había deducido sobre sí mismo, la inteligencia y la falta de piedad, la implacable energía que lo empujaba, no le habría resultado simpática ni siquiera a Durban. Desde luego, no lo había sido para Runcorn, y ni Hester ni Oliver Rathbone lo conocían entonces. Hester quizá lo hubiese domado, aunque sin la tremenda vulnerabilidad de su confusión y el miedo a ser culpable de la muerte de Joscelyn Gray, ¿por qué se habría molestado en hacerlo? Monk tuvo poca humanidad que ofrecer hasta que se vio obligado a mirar en su fuero interno y analizar lo peor.

Se alegró de que Durban sólo hubiese conocido al hombre en el que se había convertido y no al original.

¿Qué residía en los espacios vacíos de su construcción mental de Durban que Monk no supiera? ¿Acaso el irrefrenable impulso de capturar a Jericho Phillips iba a obligarle a entrometerse en áreas de la vida de Durban que éste había preferido guardarse para sí, quizá porque en ellas hubiese sufrimientos, fracasos, viejas heridas que necesitaba olvidar?

– Recuerdo su voz -dijo Monk en voz alta, mirando a Hester a los ojos-. Su cara, su manera de andar, lo que le hacía reír, lo que le gustaba comer. Le encantaba ver el amanecer en el río y observar cómo salían los primeros transbordadores. Solía pasear a solas contemplando el juego de luces y sombras en el agua, la bruma evaporándose como una gasa de seda. Le gustaba ver el bosque de mástiles cuando teníamos muchos buques aparejados con velas cuadras en el Pool. Le gustaban los sonidos y olores de los muelles, sobre todo cuando descargaban los barcos especieros. Le gustaba oír a las gaviotas y a los hombres que hablaban todas las lenguas extranjeras posibles, como si toda la tierra, con su riqueza y variedad, hubiese venido a Londres. Nunca lo dijo, pero creo que estaba orgulloso de ser londinense. -Se calló, embargado por una emoción demasiado fuerte. Luego inspiró profundamente-. Yo no quería hablar de mi pasado y me traía sin cuidado el suyo. Para cualquiera de nosotros, lo que importa es quién eres hoy.

Hester sonrió, apartó la vista un momento y volvió a mirarlo.

– Durban era una persona real, William -dijo con dulzura-. Buena y mala, sensata y estúpida. Seleccionar los aspectos que te gustan no significa que realmente te gustara. No es amistad, es consuelo. Tú eres mejor que todo eso, tanto si él lo era como si no. ¿Acaso tus sueños, o el recuerdo de Durban, valen más que la vida de otros niños como Fig? -Se mordió el labio-. ¿O Scuff? -Monk hizo una mueca. Había olvidado lo sincera que podía llegar a ser Hester, aunque tuviera que mostrarse severa-. Me consta que es indiscreto escudriñar la vida de una persona -dijo Hester-. Incluso indecente tratándose de un muerto que no puede defenderse o explicarse, o siquiera arrepentirse. La alternativa es dejarlo correr, y ¿no es eso peor?

Era una dura elección, pero si Durban había sido descuidado, o incluso deshonesto, había que enfrentarse a ello.

– Sí -reconoció Monk-. Pásame los papeles. Los ordenaremos entre los que entendemos, los que no y los que dudo que lleguemos a entender alguna vez. Pillaré al cabrón de Phillips, por más largo o penoso que sea el camino. He cometido un error y voy a enmendarlo.

– Lo cometimos -le corrigió Hester, torciendo el gesto-. Dejé que Oliver me presentara como una sentimental que al no tener hijos emite juicios histéricos y carentes de criterio.

Monk advirtió el sufrimiento de su semblante por haberse visto ridiculizada, y eso no se lo perdonaría a Rathbone hasta que hubiese pagado el último céntimo, y quizá ni siquiera entonces. Aquello era otra cosa que Hester había perdido, su auténtica y valiosa amistad con Rathbone. Igual que Monk, Hester no tenía un círculo de familiares próximos que la amaran. Había perdido un hermano en Crimea, su padre se suicidó y su madre, destrozada, no le sobrevivió mucho tiempo. Su único hermano vivo era un hombre envarado y distante, no un amigo. Algún día, cuando tuviera tiempo, Monk tendría que ir a visitar a su hermana, a quien apenas recordaba. Dudaba que hubiesen estado muy unidos alguna vez, ni siquiera antes de perder la memoria, probablemente por culpa de él.