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– Perdimos -dijo, antes de que Bessie tuviera ocasión de preguntar-. Phillips se salió con la suya.

Bessie era una mujer corpulenta con el pelo peinado hacia atrás y sujeto tan tirante con horquillas que Hester en su momento se preguntó cómo podía soportarlo. Bessie parecía más malhumorada que de costumbre, aunque sus ojos brillaban con una amabilidad inusual.

– Ya lo sé -dijo con aspereza-. Ese abogado lo tergiversó todo para hacer que pareciera culpa de ustedes. Ya me he enterado.

Aquélla era una complicación que Hester ni siquiera se había planteado: lealtades divididas en la clínica. Otra amarga medicina que tomar. Estaba tan tensa que el pecho le dolía al respirar.

– Así es el trabajo de sir Oliver, Bessie. Tendríamos que haber presentado pruebas más consistentes para impedírselo. No fuimos suficientemente cuidadosos.

– ¿Entonces van a dejarlo correr, así sin más? -la retó Bessie con el rostro transido de pena, compasión e incredulidad a la vez.

Hester tragó saliva.

– No. Pienso volver al principio y comenzar de nuevo.

Bessie mostró una fugaz y radiante sonrisa, pero fue un gesto tan breve que bien pudo tratarse de una ilusión.

– Bien. Entonces necesitará que yo y el resto de nosotras sigamos viniendo a diario.

– Sí, por favor. Se lo agradecería mucho.

Bessie gruñó.

– Lady Rathbone está en la cocina; dando órdenes, me imagino -agregó-. Y Squeaky está en la oficina contando dinero.

Observaba atentamente a Hester, juzgando su reacción.

– Gracias -contestó Hester, procurando que su rostro no trasluciera ninguna emoción, y fue a enfrentarse a aquel encuentro lo antes posible. Además, tenía que hablar con Squeaky Robinson en privado, y un buen rato.

Tragó saliva mientras recorría el tortuoso pasillo con sus giros y escalones hasta la cocina. Era una habitación grande, concebida para atender a una familia y añadida cuando habían convertido las dos casas en una.

Sonrió con amargo humor al recordar cómo Rathbone había echado mano de su pericia legal y de una buena dosis de astucia para lograr que Squeaky cediera la propiedad de los burdeles y luego asumiera la contabilidad de su propio local transformado en refugio de las mismas personas a las que antes explotaba. Había sido una maniobra muy osada y, desde el punto de vista de Rathbone, totalmente contraria al espíritu del estamento al que había servido durante toda su vida de adulto. No obstante, también le había proporcionado un profundo placer en el ámbito moral y emotivo.

Pero entonces Hester había dado a Squeaky poca libertad de elección, o al menos tan poca como pudo.

Ya estaba en la puerta de la cocina. Sus pasos rápidos y ligeros sobre el suelo de madera habían avisado a Margaret de su llegada. Margaret se volvió con un cuchillo cebollero en la mano. En casa tenía criados para todo; allí podía meter mano en cualquier tarea que requiriese atención. No había nadie más en la cocina. Hester no estuvo segura de si habría sido más fácil o más difícil si hubiese habido alguien presente.

– Buenos días -dijo Margaret en voz baja. Permaneció inmóvil, con los hombros tensos, la barbilla un poco alta, la mirada directa. Aquella mirada bastó para que Hester viera de inmediato que no iba a disculparse ni tampoco a insinuar, ni siquiera virtualmente, que el veredicto del juicio hubiese sido injusto. Estaba dispuesta a respaldar a Rathbone contra viento y marea. ¿Tendría alguna idea de por qué había decidido defender a Jericho Phillips? Reparando en la postura de su cabeza, su mirada fija y la ligera rigidez de su sonrisa, Hester dedujo que no.

– Buenos días -respondió cortésmente-. ¿Cómo andamos de provisiones? ¿Necesitamos harina o avena en copos?

– De momento tenemos para tres o cuatro días -dijo Margaret-. Si la mujer con la herida de navaja en el brazo se va a casa mañana, quizá nos duren un poco más. A no ser, claro está, que haya un nuevo ingreso. Bessie ha traído huesos de jamón esta mañana, y Claudine una ristra de cebollas y los huesos de unas costillas de cordero. Estamos cubiertas. Creo que deberíamos gastar el dinero que tengamos en lejía, fénico, vinagre y unas cuantas vendas. Pero mira a ver qué te parece.

No era preciso que Hester lo comprobara; hacerlo equivaldría a insinuar que no creía capaz a Margaret. Antes del asunto Phillips ninguna de ellas habría considerado necesaria tan manifiesta cortesía.

Comentaron las existencias de material de enfermería, que eran bien simples: alcohol para limpiar heridas e instrumentos, compresas de algodón, hilo, vendas, bálsamo, láudano, quinina para las fiebres, vino fortificado para fortalecer y hacer entrar en calor. La cauta cortesía flotaba en el aire como un duelo.

Hester sintió un gran alivio al escapar hacia el cuarto donde Squeaky Robinson, el irascible y muy agraviado antiguo dueño de burdeles, llevaba la contabilidad y guardaba cada céntimo para evitar gastos frívolos e innecesarios. Cualquiera pensaría que lo había ganado con el sudor de su frente en vez de recibirlo, por mediación de Margaret, de las almas caritativas de la ciudad.

Levantó la vista de la mesa y Hester cerró la puerta a sus espaldas. El anguloso y levemente asimétrico semblante de Squeaky bajo la mata de pelo de aspecto apolillado reflejaba pura compasión.

– Lo echó todo a perder -señaló Squeaky, sin especificar a quién se refería-. Lástima. Está claro que ese cabrón merecía que le rompieran el cuello. Que ahora tengamos un montón de dinero no sirve de consuelo. Hoy no, al menos. Quizá mañana nos hace sentir mejor. Puede disponer de cinco libras para sábanas, si quiere. -Aquél era un ofrecimiento inusitadamente generoso en un hombre que no soltaba un penique y en cuya opinión las sábanas para las mujeres de la calle eran tan necesarias como los collares de perlas para los animales de corral. Era su manera indirecta de intentar confortarla.

Hester le sonrió y él apartó la vista, incómodo. Le daba un poco de vergüenza mostrarse generoso; estaba saltándose sus propias normas. Ella se sentó frente a él.

– Buena idea. Así podremos lavarlas más a menudo y reducir el riesgo de infección.

– ¡Eso costará más jabón y más agua! -protestó Squeaky, horripilado por la extravagancia que al parecer se había permitido-. Y más tiempo para secarlas.

– Y menos enfermas infectadas, de modo que se marcharán antes -repuso Hester-. Pero lo que realmente quiero es su ayuda. Por eso he venido.

Squeaky la miró detenidamente.

– ¿Ha visto a la señora…, a lady Rathbone? -preguntó, poniendo cuidado en mantener el rostro inexpresivo.

– Sí, la he visto, y hemos hecho las cuentas de la cocina -contestó Hester, preguntándose cuánto sabrían todos ellos sobre el juicio y el veredicto. Daban la impresión de estar muy bien informados.

– ¿Qué puedo hacer yo? ¡Ese canalla está libre! -exclamó Squeaky con súbita fiereza, y Hester se dio cuenta, con renovado dolor, de hasta qué punto ella y Monk los habían decepcionado a todos. Habían indagado allí donde pudieron para dar información a Hester y ella no había logrado que ahorcaran a Phillips.

– Lo siento -dijo Hester en voz baja-. Estábamos tan convencidos de que era culpable que no fuimos lo bastante cuidadosos.

Squeaky se encogió de hombros. No tenía reparos en golpear a un hombre que estuviera deprimido. De hecho, ¡era el momento más seguro para hacerlo! Pero era incapaz de atacar a Hester, ella era diferente. Prefería no pensar en el cariño que le tenía; aquello sí que era sin lugar a dudas una grave debilidad.

– ¿Quién se habría figurado que sir Rathbone hiciera algo así? -inquirió-. Podríamos ver si tenemos suficiente dinero para hacer que alguien le clave un cuchillo en la garganta. Costaría lo suyo, cierto. Tanto como sábanas para la mitad de las putas de Inglaterra.

– ¿A Oliver? -dijo Hester escandalizada.