Tardó varios minutos en abrirse paso entre los inmóviles cuerpos de hombres concentrados en saciar la sed y divertirse con los últimos chismes. Se vio obligada a dar empellones para pasar entre dos panaderos muy corpulentos, con harina en las mangas y los delantales, y por poco cayó en el regazo de un hombre pulcro y esbelto que estaba sentado a solas, comiendo un bocadillo de queso y encurtidos. Tenía una jarra de sidra delante de él y un perrillo marrón y blanco a sus pies.
– Señor Sutton -dijo Hester jadeando, al tiempo que se enderezaba e intentaba recobrar un aspecto respetable. El pelo se le había caído de las horquillas, cosa harto frecuente en ella, y lo llevaba recogido en las orejas-. Qué alivio haberlo encontrado.
Sutton se levantó cortésmente, en parte porque no había una segunda silla donde ella pudiera sentarse. Hester vio de inmediato en su expresión que sabía que habían absuelto a Phillips. Sería más cómodo no tener que decírselo, aunque habría preferido que la noticia no se hubiese difundido tanto. Tal vez todo Londres ya estaba enterado para entonces.
– ¿Le pido algo, señora Hester? -preguntó un tanto perplejo.
– No, gracias, ya he comido -contestó Hester. En rigor, no era la verdad, pero le constaba que Sutton no tenía tiempo que perder tratando que le sirvieran algo para ella en plena jornada laboral. Bastantes favores tenía ya que pedirle y no era cuestión de abusar.
Sutton permaneció de pie, con el bocadillo en la mano. Snoot lo miraba expectante pero su amo no le hizo caso.
– Por favor, continúe -le instó Hester-. Sentiría mucho estropearle el almuerzo. Además, he venido a pedirle ayuda…
Sutton asintió con aire adusto, como si un desastre esperado estuviera a punto de echársele encima, y siguió de pie.
– Me figuro que se propone ir otra vez tras ese bellaco de Phillips, ¿verdad? -Fue una afirmación, no una pregunta-. No lo haga, señorita Hester -suplicó preocupado-. Es un mal bicho y tiene amigos por toda la ciudad, gente que ni a usted ni a mí se nos ocurriría que pudieran conocer a sujetos como él. Aguarde. Un día la pifiará y entonces lo pillarán. Nació para la horca, ese tipo.
– Me trae sin cuidado que lo ahorquen o lo encierren en Coldbath Fields y tiren la llave -respondió Hester-. Lo único que me importa es que lo hagan pronto, muy pronto en realidad. Antes de que tenga ocasión de matar a más niños o a cualquier otra persona.
Sutton la miró detenidamente un momento antes de hablar. Hester comenzó a incomodarse. Los ojos de Sutton eran azules y muy claros, como si nada pudiera dificultarle la visión. Se sintió extrañamente vulnerable. Tuvo que hacer un esfuerzo para no abundar en explicaciones.
– ¿Quiere revisar todas las pruebas de nuevo? -preguntó Sutton lentamente, con una expresión tensa y atribulada-. ¿Está segura?
Hester tuvo un escalofrío pese a que el pub estaba caldeado. ¿Contra qué estaba intentando advertirla?
– ¿Se le ocurre algo mejor? -replicó-. Cometimos una equivocación, varias en realidad, pero los errores se dieron al relacionar a las personas, no en el hecho esencial de que Jericho Phillips es un pornógrafo y un asesino.
– Se equivocaron al calcular hasta dónde llegan sus tentáculos -la corrigió Sutton, y por fin mordió el bocadillo-. Tendrá que ser mucho más cuidadosa para capturar a un tipo tan astuto como él. Y esta vez la estará vigilando. -Frunció el ceño con preocupación.
Hester se estremeció.
– ¿Piensa que irá a por mí? ¿No cree que así demostraría que tenemos razón? ¿No sería más seguro para él dejar que nos agotáramos sin demostrar nada?
– Más seguro, sí -corroboró Sutton-. Pero a lo mejor se enfada y va a por usted igualmente, si se acerca lo bastante a él como para ahuyentarle a la clientela. Y eso no es todo. Hay otro asunto a tener en cuenta, y contra eso no puedo protegerla porque nadie puede.
– ¿Qué cosa? -preguntó Hester de inmediato. Confiaba en Sutton; le había demostrado su amistad y su valentía. Si a algo temía, seguro que era peligroso.
– Según me contaron, no sólo usted y el señor Monk fueron un poco descuidados -dijo a regañadientes-. También lo fue el señor Durban. Ustedes se fiaron de lo que él había hecho, así que no se molestaron en demostrarlo todo de manera que ni siquiera un tipo listo como el señor Rathbone pudiera desmontarlo. Pero ¿qué saben del señor Durban, eh? ¿Por qué metió la pata?
– Porque… -Estuvo a punto de decir que no había sido consciente de lo inteligente que era Rathbone, pero aquello no era una respuesta. Tendría que haber estado preparado para enfrentarse a cualquiera-… Él también se dejó llevar por el sentimiento -dijo en cambio.
Sutton negó con la cabeza.
– Con eso no basta, señorita Hester, y usted lo sabe. Paró la investigación y luego volvió a comenzar, según dice. ¿Está segura de que quiere saber por qué? -preguntó con ternura-. ¿Qué sabe a ciencia cierta sobre él?
Hester no contestó. De nada serviría ponerse a la defensiva y decir que sabía que era buena persona. En realidad no lo sabía, sólo lo creía, y lo hacía sólo porque Monk lo hacía.
Sutton suspiró.
– ¿Seguro que quiere?
Esta vez no discutía, sólo aguardaba para darle lugar a echarse atrás, si así lo deseaba.
Pero no tenía sentido; Monk seguiría adelante tanto si ella lo acompañaba como si no. Ahora no lo dejaría correr. Parte de su fe en sí mismo, en su valía como amigo, dependía de que Durban fuera esencialmente el hombre que él suponía. Y si iba a llevarse un chasco, necesitaría de la fortaleza de Hester más que nunca. Si ella se apartaba, Monk se encontraría absolutamente solo.
– Es mejor saber -contestó Hester.
Sutton volvió a suspirar, se terminó el bocadillo sin sentarse y apuró la jarra de sidra.
– Pues entonces es mejor que nos vayamos -dijo con resignación-. Venga, Snoot.
– ¿Qué pasa con sus ratas? -preguntó Hester.
– Hay ratas…, y ratas -contestó Sutton enigmáticamente-. La llevaré a ver a Nellie. Lo que ella no sepa no es digno de saberse. Usted sígame, aplique el oído y no abra la boca. Vamos a sitios poco recomendables. Lo suyo sería que no me acompañara, pero sé que insistirá y no tengo tiempo para una discusión que sé que no voy a ganar.
Hester sonrió sombríamente y lo siguió por la calleja, con el perro entre ambos. Se guardó de preguntar cuál era la ocupación de Nellie, y Sutton no le dio más explicaciones.
Tomaron un ómnibus en dirección al este hasta Limehouse. Después de caminar otro medio kilómetro por una maraña de callejones de adoquines, tejados vencidos que casi se tocaban sobre sus cabezas, Hester había perdido por completo el sentido de la orientación. Ni siquiera acertaba a oler la marea creciente del río por encima de los otros olores de la densa aglomeración urbana: las alcantarillas, el humo, el estiércol de los caballos, el nauseabundo dulzor de una fábrica de cerveza cercana.
Nellie era una mujer menuda y aseada vestida de negro, aunque su ropa se había descolorido tiempo atrás en toda una gama de grises. Llevaba una cofia de viuda de encaje y el pelo con absurdos tirabuzones de niña que enmarcaban un rostro arrugado. Tenía los ojos pequeños, entrecerrados para protegerlos de la luz, y, cuando Hester cruzó una mirada con ella casi por accidente, vio que eran tan penetrantes como barrenas. Seguramente era capaz de ver un alfiler en el suelo a veinte pasos.
Sutton no las presentó, se limitó a decir a Nellie que Hester era de fiar, que sabía cuándo hablar y cuándo no.