Estaban sentados en las pacas de lona mientras la embarcación de fondo plano avanzaba lenta y pesadamente río abajo hacia Greenwich.
– Sé muy bien lo que me contó -le aseguró Monk-, y todas las pruebas lo sustentan. Pero no le preguntamos qué dijo el señor Durban, o si le preguntó alguna otra cosa que usted no me haya mencionado.
El gabarrero arrugó el semblante al pensar, desviando los ojos como si mirara los relumbrantes destellos del sol en el agua.
– Estaba turbado -dijo lentamente-. Encorvado como si le hubiesen dado un puñetazo en la barriga. Para serle sincero, eso hizo que me cayera mejor.
Lo mismo le había ocurrido a Monk, pero aquélla no era la respuesta que necesitaba. Ya había hecho a Orme las mismas preguntas, pero Orme estaba tan a la defensiva que sus respuestas ya no tenían ninguna validez. Se limitaba a repetir que Durban había hecho lo correcto. Monk esperaba que el gabarrero recordara algún otro dato que se le hubiese escapado a Durban, una palabra, incluso una omisión que pudiera conducirle en una nueva dirección. Estaba dando palos de ciego y lo sabía. El rostro del gabarrero mostraba su decepción. Había esperado más y no lo había recibido. Se había puesto en peligro para testificar y Monk lo había defraudado.
– ¿Tiene miedo de Phillips? -preguntó Monk de repente, cogiendo al gabarrero desprevenido.
– ¡No! -le contestó indignado-. ¿Acaso debería? Nunca he dicho que él hubiese hecho algo. No tiene motivos para meterse conmigo.
– ¿Si los tuviera lo haría? -preguntó Monk, procurando no traslucir ninguna emoción en la voz.
El gabarrero le miró.
– ¿A usted que le pasa? ¿Es ingenuo o algo así? ¡Me arrancaría las putas tripas y las pondría a secar al viento en el muelle de Execution Dock!
Monk siguió mostrándose escéptico. Scuff miraba ora a Monk, ora al gabarrero, atento a la conversación, con los ojos muy abiertos.
– Y tampoco lo pillarían si lo hiciera -agregó el gabarrero-. Los muy puñeteros de ustedes no pillarían ni un catarro aunque se calaran hasta los huesos en pleno invierno. El señor Durban sabía lo que se hacía. Apuesto a que si no hubiese muerto habría colgado a ese canalla del pescuezo de una vez por todas.
Monk encajó sus palabras como un puñetazo, tanto más cuanto que se trataba del único caso que Durban no había resuelto, y no quería admitirlo. Pero en lo dicho por el gabarrero había un hilo del que merecía la pena tirar.
– ¿De modo que seguía trabajando en ello? -preguntó.
El gabarrero le fulminó con la mirada.
– Pues claro que sí. Creo que nunca lo habría dejado correr.
Escrutó el río entrecerrando un poco los ojos y se apoyó ligeramente en el remo para virar unos pocos grados a babor.
– ¿Hay algún indicio que seguir? -insistió Monk. Le costó lo suyo hacerlo, pues dejaba al descubierto su vulnerabilidad, como si estuviera preguntando al gabarrero cómo hacer su propio trabajo.
El gabarrero se encogió de hombros.
– ¿Cómo demonios quiere que lo sepa? Dijo algo sobre un dinero, y que haría pagar a esos gordos sebosos el doble de lo que les costaban sus placeres. Pero no sé a qué se refería.
– Extorsión -contestó Monk.
– ¿Ah, sí? Bueno, dudo que consiga que alguno de ellos se queje, ¿me equivoco? -dijo con sorna el gabarrero.
Monk mantuvo la voz serena y la cara tan impasible como pudo.
– Es poco probable -reconoció-. Por lo menos a mí.
El gabarrero se volvió lentamente sin cambiar la postura a que le obligaba el remo. Era un hombre enjuto, de rasgos angulosos, pero el movimiento resultó inconscientemente elegante. Por un instante, la sorpresa lo cogió desprevenido.
– ¡Usted no es tan tonto, diantre! Dios lo asista si él le atrapa a usted; es lo único que puedo decir.
Monk no logró sonsacarle nada más y al cabo de veinte minutos él y Scuff estaban de nuevo en el muelle.
– ¿Piensa poner a los clientes de Phillips en contra de él? -dijo Scuff sobrecogido-. ¿Va a hacerlo usted? -agregó preocupado.
– No estoy seguro de qué voy a hacer -contestó Monk, echando a caminar por el muelle. Se encontraban en la ribera norte, cerca de la Comisaría de Wapping-. Por ahora me conformo con averiguar muchas más cosas acerca de él.
– Si consigue demostrar con seguridad que mató a Fig, ¿lo ahorcarán? -preguntó Scuff esperanzado.
– No. -Monk siguió caminando al mismo paso aunque ya no tenía tan claro hacia dónde se dirigía. No quería que Scuff se diera cuenta de ello, si bien estaba comenzando a percatarse de que Scuff era más perspicaz de lo que había creído en lo que a juzgar el carácter de la gente atañía. Resultaba desconcertante que un mocoso de once años le leyera el pensamiento-. No -repitió-. Ha sido hallado no culpable. No se le puede juzgar otra vez aunque encontremos otras pruebas. De hecho, incluso si confesara no podríamos hacer nada al respecto.
Scuff guardó silencio. Se volvió hacia Monk y lo miró de arriba abajo apretando los labios.
Monk tuvo la desagradable sensación de que Scuff estaba siendo diplomático. Aunque lo conmovió, al mismo tiempo lo hirió. Scuff le compadecía porque había cometido un error que no sabía cómo enmendar. Qué situación tan distinta de cuando había sido un hombre brillante y belicoso en la Policía Metropolitana, donde le temían criminales y policías corruptos por igual.
– Pues entonces habrá que pillarlo por alguna otra cosa -dedujo Scuff-. ¿Como qué? ¿Robo? ¿Falsificación? Él no hace esas cosas, que yo sepa. ¿Vender mercancía robada? Eso tampoco lo hace. Y tampoco hace contrabando para no pagar impuestos porque no quiere que los hombres de hacienda le vayan detrás.
Arrugó el semblante como formulando una pregunta tácita.
– No lo sé -dijo Monk con franqueza-. Eso es lo que tengo que averiguar. Hace muchas cosas. Quizá Fig no sea el único niño al que ha matado, pero necesito algo que pueda demostrarlo.
Scuff soltó un gruñido comprensivo y siguió caminando al lado de Monk, con gran esfuerzo para no rezagarse. Monk se preguntó si debía aflojar el paso o no. Resolvió no hacerlo; no quería que Scuff supiera que se había fijado.
El médico forense estaba atareado y de mal humor. Los recibió en una sala de la morgue, un espacio utilitario con el suelo de piedra. Acaba de terminar una autopsia y todavía iba salpicado de sangre.
– Hizo un buen estropicio, ¿eh? -dijo con amargura. Fue una acusación, no una pregunta. Echó un vistazo a Scuff y no le hizo más caso-. Si espera que le rescate, o tal vez que le disculpe, le advierto que está perdiendo el tiempo.
Scuff soltó un gemido de furia y lo contuvo de inmediato, aterrado de que Monk le ordenara marcharse, con lo que dejaría de ser útil por completo. Fue cambiando el peso de un pie al otro, con sus botas disparejas, sin dejar de mirar con hostilidad al forense.
Monk dominó su propio genio con dificultad, sólo porque su necesidad de hallar algún cargo nuevo que interponer contra Phillips era mayor que el impulso de defenderse.
– Usted se encarga de casi todos los cuerpos que se recuperan en este trecho del río -respondió con voz tensa-. No es posible que Figgis sea el único niño de esa edad y complexión. Quisiera que me hablara de los demás.
– Pues va a ser que no -replicó el forense-. Y menos aún en presencia de éste. -Señaló a Scuff-. De todos modos, no le daría ningún dato útil. Si hubiésemos podido vincular a cualquiera de ellos con Jericho Phillips, ¿no le parece que lo habríamos hecho?
Su rostro moreno se veía surcado de profundas arrugas. Lo afligía un íntimo pesar que tal vez no sabía que fuese tan patente.
La ira de Monk se esfumó. De repente tenían en común lo que realmente importaba. La réplica de que al parecer el forense no había sido más listo que los demás se quedó en sus labios.
– Quiero capturarlo por lo que sea -dijo Monk en voz baja-. Por merodear con fines delictivos o por escándalo público; me da igual, con tal de encerrarlo el tiempo suficiente para investigar el resto.