– Quiero que lo ahorquen por lo que hace a estos niños -respondió el forense con los labios apretados y la voz ligeramente temblorosa.
– Yo también, pero me conformaré con descubrirlo -repuso Monk.
El forense le dirigió una mirada dura y acto seguido, muy despacio, su indignación fue cediendo y se relajó.
Scuff dejó de moverse inquieto.
– He tenido unos pocos niños que creo que eran suyos -dijo el forense-. Pero si hubiese podido demostrarlo lo habría hecho. A uno lo reconoció. La policía lo interrogó, y vino aquí, con la desfachatez de un alcalde, y dijo que conocía al niño. Dijo que lo había recogido pero que se había escapado. Le constaba que yo no podía demostrar nada. Lo habría diseccionado vivo de buena gana, y se dio cuenta. Disfrutó lo suyo mirándome a sabiendas de que yo era consciente de que no podía hacer nada. -Hizo una mueca-. Aunque también lo habría desmembrado a usted cuando dieron el veredicto. ¡Maldita sea, con lo cerca que estuvo de lograrlo! No tengo derecho; yo tampoco lo logré.
– ¿En qué medida está seguro de que lo haya hecho antes? -preguntó Monk-. Y me refiero a hechos, no a intuiciones.
– Estoy absolutamente convencido, pero no tengo una maldita prueba que lo demuestre. Si lo captura, le estaré en deuda de por vida, y la pagaré. Me da igual que cuelgue de una soga o que lo apuñalen a muerte sus rivales. Sólo pido que desaparezca de nuestro río. -Por un instante fue una súplica con todo su apremio manifiesto. Enseguida volvió a disimular, arremangándose más y dando media vuelta-. Lo único que puedo decirle es que le gusta torturarlos con cigarros encendidos, pero creo que eso ya lo sabe. Y para liquidarlos usa una navaja. -Tenía el cuerpo rígido y siguió dándoles la espalda-. ¡Ahora váyase de aquí y haga algo útil!
Se marchó indignado, dejándolos solos en la habitación húmeda con sus olores a ácido fénico y a muerte.
Una vez en la calle, Monk respiró con gusto el aire fresco. Scuff no dijo esta boca es mía y evitó mirarlo a la cara. Tal vez estuviera asustado por fin, no sólo por los problemas a los que debía enfrentarse a diario sino por algo tan grande y tan turbio que no dejaba lugar a bravuconadas y fingimientos. Le costaba dominar el miedo y no quería que Monk lo viera.
Caminaron uno al lado del otro por el borde del muelle, cada cual sumido en sus propios pensamientos sobre la irrevocabilidad de la muerte y su descarnada inmediatez. Apenas reparaban en el chapalear de la marea contra el muro de la escalinata ni en los gritos de los gabarreros y los estibadores que, a un centenar de metros, descargaban una goleta procedente de las Indias.
– Esto es peor de lo que imaginaba -dijo Monk al cabo de un rato. Debía poner cuidado en el modo de expresarse, pues de lo contrario Scuff se daría cuenta de que intentaba protegerlo y se contrariaría-. Preferiría no involucrarte porque es muy peligroso -prosiguió-, pero dudo que Orme y yo podamos hacerlo sin tu ayuda. Hay chicos que confiarán en ti, pero que no hablarán con nosotros salvo que tú estés presente para convencerlos.
Scuff tenía tensos sus escuálidos hombros como si aguardara un golpe; era el único signo aparente de miedo que mostraba. De pronto se detuvo, con las manos en los bolsillos, y se volvió lentamente para ponerse de cara a Monk. Tenía los ojos opacos, hundidos, avergonzados de lo que consideraba una flaqueza.
– ¿En serio? -preguntó, deseando sobremanera estar a la altura de las expectativas de Monk.
– Creo que vamos a necesitarte en todo momento, para que nos ayudes con los interrogatorios, hasta que lo prendamos -dijo Monk como si no tuviera importancia, echando a caminar de nuevo-. Sería un sacrificio, me consta, pero te buscaríamos un sitio decente para dormir, donde podrías cerrar la puerta y estar a solas. Y habrá comida, por supuesto.
Scuff se asombró tanto que no pudo moverse. Se quedó plantado donde estaba.
– ¿Comida? -repitió.
Monk se detuvo y dio media vuelta.
– Bueno, no puedo ir en tu busca cada día. Voy escaso de tiempo.
De repente Scuff lo entendió todo. La alegría le iluminó el semblante, pero enseguida la reprimió para conservar la dignidad.
– Creo que podría -dijo generosamente-. Sólo hasta que lo capturen, claro.
– Gracias -respondió Monk, dando por hecho que Hester entendería la necesidad de mantener a Scuff a salvo mientras Jericho Phillips estuviera en libertad, aunque eso significase una larga temporada-. ¡Bien, pues manos a la obra! El primer chico con quien tenemos que hablar es el que identificó a Fig después de ver los dibujos de Durban. Quizá sepa algo más, si le hacemos las preguntas apropiadas.
– Pues claro -dijo Scuff, como si estuviera completamente de acuerdo-. Seguro que sí.
No obstante, les llevó el resto del día encontrar al chico y, una vez que dieron con él, se mostró renuente a hablar con Monk. Se hallaban en la bocacalle de un callejón que daba al muelle de Shadwell. La marea estaba bajando y chapaleaba en una escalinata cercana, dejando al retirarse los peldaños más altos cubiertos de limo. Más allá se alzaba un gran barco en la esclusa de New Basin con los mástiles y la jarcia recortados en negro contra el cielo desvaído del atardecer.
– No sé nada más -dijo el chico enseguida-. Ya le dije quién era, igual que se lo dije al señor Durban. No sé quién se lo cargó y no puedo ayudarle.
– No te dejará en paz hasta que se lo digas -dijo Scuff señalando a Monk-. Así que más vale que empieces a hablar de una vez. No es bueno que te vean hablar con la poli si puedes evitarlo. -Se encogió de hombros con un ademán resignado-. Yo ya he pringado, pero tú te lo podrías ahorrar.
El chico lo miró con asco, pero Scuff era inmune a su desdén.
– ¿Qué más te preguntó el señor Durban? -Scuff miró a Monk y luego de nuevo al chico-. No te conviene tenerlo como enemigo, créeme. Si quieres, fingirá que no sabe nada de ti.
El chico sabía cuándo rendirse.
– Preguntaba por una mujer que se llamaba Mary Webster, Walker…, ¡Webber! Algo por el estilo -dijo-. Era como un perro con un hueso. ¿Dónde estaba? ¿La había visto? ¿Alguien había dicho algo sobre ella, aunque sólo fuera su nombre? Le dije que nunca había oído hablar de ella, pero no dejó de insistir. Le dije que preguntara a mi hermana, sólo para que me dejara en paz. Dijo que volvería, que esa Mary tenía más o menos su edad, dijo, pero que no sabía casi nada más sobre ella.
Scuff se volvió hacia Monk.
Una embarcación de recreo navegaba río abajo. A bordo sonaba un organillo, y la música iba y venía con el viento.
– ¿Preguntaste a tu hermana? -dijo Monk, curioso por saber qué buscaba Durban. Nadie había mencionado a una mujer de mediana edad hasta entonces.
– La primera vez no -contestó el chico-. Pero el señor Durban volvió y no paró hasta salirse con la suya. He visto bull terriers que no se aferraban tanto a algo como él. Así que le dije que fuera a preguntar a Biddie y le dije dónde encontrarla.
– ¿Dónde podemos encontrar a Biddie?
El chico puso los ojos en blanco, pero no discutió.
A Monk no le entusiasmaba la idea de llevarse a Scuff consigo a un burdel, pero la alternativa era dejarlo solo. Podría haberle dicho que fuera a Paradise Place, pero sería sumamente injusto obligarlo a explicar a Hester que iba para quedarse. Además, quizá no estuviera en casa si había surgido alguna urgencia en Portpool Lane. Lo único que podía hacer era permitir que le acompañara.
Cuando localizaron a Biddie ya había oscurecido por completo, incluso en aquella clara noche de verano. Al parecer había estado ejerciendo su oficio durante el anochecer, y la encontraron alegremente dispuesta a tomar un vaso de cerveza y conversar a cambio de un par de chelines. Era una muchacha poco agraciada, pero pechugona y relativamente limpia que llevaba un vestido azul muy escotado, cosa que no perturbó tanto a Scuff como Monk hubiese imaginado.