– Sí, Mary Webber -dijo Biddie asintiendo, rodeando su vaso con ambas manos como si temiera que se lo quitaran-. La buscaba como si le fuera la vida en ello. ¡Me harté de decirle que yo no conocía a ninguna Mary Webber porque era la verdad! Nunca había oído hablar de ella. -Se las arregló para parecer ofendida, incluso mientras se limpiaba la espuma de cerveza del labio superior-. Menudo genio tenía ese tío. Cogió un berrinche de aquí te espero. Le dio una paliza tremenda al señor Hopkins. Le arreó tan fuerte en la sien que por poco lo manda al otro barrio. Y será todo lo mal bicho que quiera, pero sabía tan poco sobre Mary Webber como yo.
Monk se quedó consternado. Aquello no encajaba en absoluto con el hombre que él había conocido.
– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó. Tal vez se tratara de una equivocación, un error de identidad.
Biddie tenía buen ojo para las caras. Quizá se debiera a su oficio. Podría ser la manera de recordar a determinadas personas que fuese aconsejable evitar.
– Alto como usted, algo menos, pero más robusto. Guapo, sobre todo para ser poli. Bonitos ojos, muy oscuros. El pelo canoso, un poco ondulado. Caminaba con soltura, aunque un poco como si hubiese sido marinero.
Aquél era Durban. Monk tragó saliva.
– ¿Dijo por qué quería encontrar a Mary Webber?
Una pareja pasó junto a ellos hablando a voces, empujando a la gente, ignorando las molestias que causaban a los demás clientes.
– No, y no pregunté -dijo Biddie con vehemencia-. Me enteré de que fue a ver al viejo Jetsam, el prestamista, y que se las hizo pasar canutas. Le dio una paliza de miedo. Aún tiene cicatrices, para que se haga una idea. Tampoco es que antes fuera muy agradable a la vista, pero es que ahora ni su madre le abriría la puerta. -Se terminó la cerveza con fruición-. No me importaría que me invitara a otra -comentó.
Monk envió a Scuff a la barra con el vaso vacío y tres peniques. Respiró hondo. No tenía escapatoria, fuera cual fuese la verdad.
– ¿Me está diciendo que Durban pegó al prestamista? -Biddie tenía que estar mintiendo. ¿Por qué iba a creerle si contradecía todo lo que sabía sobre Durban? Y sin embargo no podía dejarlo correr. En su propio pasado la gente le había temido. ¿Él también era violento? Perder los estribos era muy fácil-. ¿Quién se lo contó? -preguntó Monk.
– Lo vi -dijo Biddie simplemente-. Se lo he dicho. Un aspecto horrible.
– ¿Pero cómo sabe que fue Durban quien lo golpeó, o si fue un acto deliberado? A lo mejor Jetsam pegó primero.
Biddie le miró incrédula.
– ¿El viejo Jetsam? Vamos, hombre. Jetsam es el mayor cobarde que haya nacido jamás. No pegaría a un policía ni borracho como una cuba. Miente más que habla, le estafaría seis peniques a su propia madre, pero nunca pegaría a nadie cara a cara.
A Monk se le hizo un nudo en el estómago y tuvo un escalofrío.
– ¿Por qué iba a pegarle Durban?
– Seguramente perdió los estribos porque Jetsam le mintió -contestó Biddie con sensatez.
– Si Jetsam es tan mentiroso, ¿cómo sabe que no fue un cliente estafado quien lo golpeó?
Scuff regresó con la cerveza y se la dio a Biddie, y el cambio a Monk, que le dio las gracias.
– Mire -dijo Biddie pacientemente-. Usted ha sido generoso conmigo y yo no le voy a mentir. El poli del barrio que estaba de guardia tuvo que separarlos. Iba a acusar a Durban porque el viejo Jetsam salió muy mal parado. Faltó poco para que le rompiera la crisma. Me imagino que Durban habría tenido que apechugar con los cargos si no hubiese sido policía y no le hubiese apretado las tuercas al otro.
– Eso no debería importar -dijo Monk, y no bien lo hubo dicho se dio cuenta de su error. Vio desdén en los ojos de Biddie. Supo lo que iba a decirle antes de que abriera la boca y, sin embargo, sus palabras le hirieron en lo más vivo.
Biddie puso los ojos en blanco.
– ¿Ah, no? Bueno, el poli que lo pilló no era más que un agente del barrio, y Durban era comandante de la Policía Fluvial. No creo que sea usted tan idiota como para no verlo. El agente se podría haber quejado pero no hizo nada, y el viejo Jetsam tampoco. Si alguno de nosotros hubiese sabido quién era Mary Webber, se lo habríamos dicho.
Monk no insistió más. El día tocaba a su fin. Era demasiado tarde para ver si podía corroborar algo de aquello.
Anduvo en silencio con Scuff hacia la escalinata más cercana que tuviera luz, donde podrían tomar un transbordador que los llevara a Rotherhithe. Con la bajamar, el largo trecho de cieno y adoquines relucía con el brillo amarillo de las farolas. A su manera, era a un tiempo siniestro y hermoso. La tersa superficie del río apenas se movía. Incluso las naves ancladas permanecían quietas. Sus palos, con los bultos de las velas arriadas, no bailaban bajo el firmamento estival. Una masa de humo flotaba en lo alto: chimeneas encendidas en fábricas donde la industria nunca dormía.
¿Creía a Biddie? ¿Quién era Mary Webber? Nada de lo que había averiguado sobre Phillips hacía alusión a una mujer. ¿Por qué tanto encono? ¿Quién era esa mujer para que Durban perdiera los papeles y contra todo pronóstico acometiera a un hombre para arrancarle información a golpes? Y quizá peor aún, ¡al parecer luego había coaccionado a un subordinado para que faltara a su deber e hiciera la vista gorda!
Monk no se imaginaba a Durban haciendo ninguna de esas dos cosas. Ahora bien, ¿en qué medida había llegado a conocerlo de verdad? Le había caído bien. Habían compartido comida, abrigo y agotamiento físico y mental en la implacable búsqueda de unos hombres que sin saberlo podían asolar medio mundo. Los habían encontrado. Aún revivía el horror en sus sueños.
Pero al final todo ello pudo más que el propio Durban. Había aceptado ir noblemente, por voluntad propia, a una muerte segura a fin de salvar a los demás, negándose a que Monk compartiera su sino. Le había arrojado por la popa a las aguas bullentes de la estela para que no pereciera quemado con él. Durban sabía que Orme detendría la lancha para recoger a Monk y que así perdería la última oportunidad de desembarcarle antes de que la santabárbara explotara.
¿Qué clase de amistad o lealtad puedes darle a alguien tan sumamente valiente y no obstante tan gravemente equivocado? ¿Qué le debes a las promesas hechas o sobreentendidas? ¿Qué ocurre cuando el otro ha fallecido, no pueden pedirse ni darse explicaciones, y aun así tienes que actuar y creer en algo?
Scuff lo miraba, aguardando a ver qué hacía después de aquella última revelación, y Monk era plenamente consciente de ello.
– ¿A lo mejor podría haber mandado a Phillips a prisión? -dijo Scuff esperanzado-. ¿Piensa que por eso andaban tras ella? ¿O cree que Phillips también se la cargó y por eso nadie la encontró?
Monk tenía que contestarle.
– No, no creo.
– Pero es posible. -Scuff levantó la voz para sonar más convencido, tratando incluso de mostrarse alegre. Monk se dio cuenta que lo hacía por él-. Se habrá escondido porque Phillips la tiene muerta de miedo. A lo mejor vio lo que pasó. A lo mejor es la madre de otro chico al que Phillips mató.
– Tal vez -concedió Monk, aunque no lo creía-. El señor Durban no la mencionó ni una sola vez en sus notas, y seguramente lo habría hecho si fuese quien dices.
Scuff pensó en ello un buen rato. Habían parado un transbordador y se encontraban a más de media travesía del río, serpenteando entre los grandes buques fondeados, antes de que diera con una solución.
– A lo mejor lo hizo para mantenerla a salvo…, si había visto algo por lo que Phillips la mataría en cuanto se enterase -sugirió Scuff.
– ¿Cómo iba él a saber lo que había en las notas de Durban? -preguntó Monk, pues no quería tratar a Scuff con condescendencia, fingiendo creer lo que luego tendría que negar.