Monk salió de nuevo por la mañana, con Scuff a su lado, vestido como la víspera y calzando sus viejas botas. Muy pronto Monk le proporcionaría algo mejor, pero ahora se veía en la obligación de volver a rastrear la búsqueda que Durban hiciera de Mary Webber en su momento. Hubiese preferido ir solo. El esfuerzo de disimular sus sentimientos y mantener una conversación afable pesaba más que cualquier ayuda que pudiera brindarle Scuff. Pero era él mismo quien no le había dejado otra opción. Aparte de herirlo con su rechazo, no se atrevía a dejar que Scuff deambulara solo por ahí. Lo había puesto en peligro y debía hacer cuanto pudiera para protegerlo de las consecuencias.
A media mañana, tras varios intentos fallidos, faltó poco para que le robara precisamente el mismo descuidero que andaba buscando. Se encontraban en la dársena de Black Eagle, entre un cargamento de madera y una cuadrilla de gabarreros que descargaba tabaco, ron y azúcar sin refinar. No soplaba nada de brisa procedente del río y los olores flotaban como suspendidos en el aire. La marea estaba baja, se oía el sorbeteo del agua en las algas de la escalinata y los golpes de las barcazas contra la piedra.
Una discusión entre un gabarrero y un estibador acabó enfrentando a media docena de hombres que se gritaban y empujaban. Era un método de robo que Monk había presenciado muchas veces. Los transeúntes se detenían a mirar, en poco rato se congregaba una muchedumbre, y mientras estaban pendientes de la pelea, los carteristas llevaban a cabo su silencioso trabajo.
Monk notó la sacudida, se volvió sobre sus talones y se topó cara a cara con una anciana sin dientes que le sonreía, y en ese mismo instante percibió un contacto tan ligero a sus espaldas que el ladrón ya se había alejado un par de metros cuando Monk se abalanzó sobre él sin alcanzarlo. Fue Scuff quien lo derribó de una rápida patada en la espinilla que lo dejó despatarrado en el suelo, chillando indignado y sujetándose la pierna izquierda.
Monk lo puso de pie de un tirón sin ninguna piedad. Diez minutos después los tres estaban sentados en lo alto de la escalinata, el descuidero entre Monk y Scuff, mostrándose incómodo pero dispuesto a hablar.
– No le dije nada porque no sé nada -dijo, haciéndose el ofendido-. Nunca he oído hablar de Mary Webber. Le dije que preguntaría por ahí, y lo hice, lo juro.
– ¿Por qué la buscaba? -preguntó Monk-. ¿Qué clase de mujer se suponía que era? ¿Cuándo fue la primera vez que preguntó por ella? Seguro que te dijo algo más que su nombre. ¿Qué edad tenía? ¿Qué aspecto? ¿Qué quería de ella? ¿Por qué te preguntó a ti? ¿Era prestamista, perista, madame, abortista, alcahueta? ¿Qué diantres era?
El carterista tenía los pelos de punta.
– ¡Dios! ¡Yo qué sé! Dijo que tenía unos cincuenta, o algo por el estilo, o sea que puta no era. Por lo menos, no ahora. Podría haber sido cualquiera de las otras cosas. Lo único que me dijo fue su nombre y que tenía los ojos de color avellana y el pelo muy rizado,
– ¿Por qué quería dar con ella? ¿Cuándo te preguntó por primera vez?
– ¡No lo sé! -El ladrón se estremeció y se separó unos pocos centímetros de Monk, encogiéndose-. ¿Cree que no se lo habría dicho si lo hubiese sabido?
Monk percibió un miedo que le reconcomía…, por un motivo absolutamente distinto.
– ¿Cuándo? -insistió-. ¿Cuándo fue la primera vez que te preguntó por Mary Webber? ¿Qué más te preguntó?
– ¡Nada! Fue hace unos dos años, quizá menos. Era invierno. Me acuerdo porque me tuvo a la intemperie no sé cuánto rato y por poco me congelo. Las manos se me pusieron azules.
– ¿Llegó a encontrarla?
– ¡No lo sé! Aquí nadie la conocía. Y conozco a todos los peristas, todas las casas de empeños y a todos los prestamistas que hay entre Wapping y Blackwall.
Monk se volvió hacia él y el otro volvió a estremecerse.
– ¡Ya basta! -le espetó Monk-. ¡No voy a pegarte!
Oyó la ira de su propia voz, casi descontrolada. Los nombres de Durban y Mary Webber bastaban para provocar miedo.
Pero aquel hombre no pudo o no quiso decirle más.
Monk probó suerte con otros contactos que había hecho a lo largo del río durante el medio año que llevaba en la Policía Fluvial, y nombres que habían aparecido en las notas de Durban, personas que Orme o cualquiera de los demás hombres habían mencionado.
– Buscaba al chico de Tilda la gorda -le dijo una anciana que al negar con la cabeza hizo girar el maltrecho sombrero de paja que llevaba. Se hallaban en la esquina de un callejón a unos treinta metros del muelle. Era un rincón ruidoso, polvoriento y caluroso. La anciana llevaba un cesto lleno de cordones de zapatos y daba la impresión de no haber vendido demasiados-. Desapareció de repente. Le dije que a lo mejor había ido a robar y lo habían pillado, pero ella tenía miedo de que hubiese caído en las garras de Phillips. Podría ser. Es tonto de remate.
– ¿Qué ocurrió? -preguntó Monk, armado de paciencia.
– El tontolaba se cayó al agua y lo pescaron unos gabarreros que se lo llevaron hasta Gravesend. Volvió al cabo de tres días, sano y salvo.
Sonrió al recordarlo, como si hallara una profunda satisfacción en ello.
– ¿Pero el señor Durban buscó al chico?
– Pues sí, ya se lo he dicho. Él fue quien lo encontró en Gravesend y lo trajo de vuelta. De lo contrario podrían haberlo embarcado y hubiese acabado sirviendo de cena para unos caníbales de los Mares del Sur. Es lo que les digo a mis chicos: haced lo que os digo o se os llevarán, os hervirán y os comerán.
La mera idea le dio un estremecimiento a Monk.
– Supongo que pensó que Phillips podría haberse quedado con el chico -dijo la anciana, un tanto adusta. Dejó de sonreír-. Es una verdadera lástima que el señor Durban esté muerto. Era el único que quizás hubiese acabado con Phillips. No aguantaba las tonterías de nadie, desde luego, pero era un hombre justo, y nada le parecía demasiada molestia si te veía deprimida.
Scuff se irguió de repente.
Monk tragó saliva.
– ¿Durban?
– Pues claro -espetó la anciana, fulminándolo con la mirada-. ¿De quién piensa que estaba hablando, del alcalde de Londres? Era muy duro con los canallas, pero blando como el estiércol con los pobres y los enfermos, o con las viejas como yo. No me habría tenido aquí, de pie a pleno sol, y con la boca más seca que la cecina. Me habría dado una taza de té y hasta me habría comprado unos pares de cordones.
– ¿Por qué buscaba al hijo de Tilda?
Monk tenía que aprovechar el momento de amabilidad, no fuera a ser que luego se le escapara la oportunidad.
– ¡Porque tenía miedo de que Phillips se lo hubiera quedado, ya se lo he dicho! -replicó la anciana, enojada.
– ¿Era posible?
– Él lo sabía. Hizo todo lo que pudo por pillar a ese canalla, y luego se mató. Y ahora los lerdos de la Policía Fluvial no valen para nada que no sean contrabandistas, carteristas y unos cuantos escamoteadores.
Se refería a los ladrones que robaban bienes en los barcos y los bajaban a tierra escondidos en bolsillos diseñados ex profeso en el interior de sus abrigos. El reproche le escoció menos de lo que Monk hubiese imaginado, y lanzó una mirada de advertencia a Scuff para que no saltara en su defensa.
– Así pues, ¿iba a capturar a Phillips? -preguntó Monk con mucha soltura. La anciana lo miró de la cabeza a los pies.
– ¿Quiere un par de cordones? -le preguntó ella a su vez.
Monk sacó del bolsillo una moneda de dos peniques y se la dio. Ella le dio los cordones.
– Usted no es lo bastante hombre para hacerlo -respondió la anciana-. ¿Tiene que preguntarle a una vieja como yo cómo se hace?
Scuff ya no pudo aguantar más.
– ¡Métete en tus asuntos, vacaburra! -dijo enfurecido-. ¡El señor Monk ha colgado a más asesinos que cenas calientes hayas tomado o te hubiera gustado tomar! El señor Durban tampoco pilló a Phillips y tú no ayudas para nada. ¿Dónde está su barco, eh? ¿Quién entra y sale de allí? ¿Quién hace quemaduras a los niños cuando desobedecen? ¿Quién los mata y por qué, eh? ¿Acaso sabes de qué estás hablando, viejo saco de huesos?