La anciana le dio un bofetón. Monk hizo una mueca al oír la palmada. Scuff soltó un alarido.
– ¿Para qué os voy a contar nada? -replicó enfurecida la anciana-. No moveréis un dedo. No correréis ningún riesgo para salvar a esos pobres diablillos; en cambio él lo hacía.
– ¿Riesgos? -preguntó Monk, tragándose la esperanza y procurando hablar con firmeza. Debía impedir que la anciana se diera cuenta de que era importante. De hacerlo, jugaría con ventaja. Incluso trató de imprimir cierto escepticismo a su voz.
La anciana aún seguía enojada. Su amargo desdén se veía en las profundas arrugas en torno a los ojos y la boca.
– ¿Cogió a Melcher, no? -dijo con sorna, sonriendo desdentada-. Era un tipo muy listo, cuando quería. Y engatusaba a Melcher cada vez, si no vigilaba a otros niños, y Phillips lo sabía. Pearly Boy también. Reilly no se fue hasta después de la muerte de Durban. ¿Pero qué vais a saber? Malditos inútiles. -Escupió al suelo polvoriento-. No me hacéis reír como él. Y no me dais nada de comer.
Monk se alejó con Scuff, sumido en sus pensamientos. Los insultos le traían sin cuidado, lo que quería era ordenar la información que le daba vueltas en la cabeza. Le constaba que Melcher era escamoteador, uno de los más aviesos. Según la anciana, Durban sabía algo que podía usar contra él. Pearly Boy era perista, el que traficaba con los objetos más caros y elegantes de todo el río, un hombre cuya reputación de despiadado y codicioso era bien conocida y le resguardaba de los habituales peligros y rivalidades de ese comercio. Al parecer, Durban también lo había manipulado. Y eso no le habría gustado nada a Phillips.
Ahora bien, ¿quién era Reilly? O, mejor dicho, si la anciana estaba en lo cierto, ¿quién había sido, qué le había ocurrido?
Scuff parecía preocupado. De vez en cuando miraba fugazmente a Monk.
– ¿Qué pasa? -preguntó Monk finalmente mientras cruzaban el estrecho puente sobre la esclusa de Wapping, dirigiéndose al oeste.
– Esa vieja no tendría que haberle hablado de esa manera -respondió Scuff-. Y usted debería haberla puesto en su sitio. Se toma muchas libertades, la vieja.
Scuff tenía razón. Monk había sentido tanto alivio al oír que alguien hablaba bien de Durban que había pasado por alto el hecho de que había permitido que la anciana lo menospreciara sin hacer nada para imponer su autoridad. Se trataba de un error que tendría que enmendar, pues de lo contrario más tarde lo pagaría caro. Lo reconoció ante Scuff, que quedó satisfecho aunque sin disfrutar de aquella pequeña victoria.
A su manera, el chico se preocupaba por Monk, temía que no fuese adecuado para hacer aquel trabajo o para cuidar de sí mismo en los peligrosos callejones y muelles de su nueva ronda. Existía una jerarquía muy estricta, y Monk estaba dejando que su posición decayera.
– Me encargaré de ella -repitió Monk con firmeza.
– Vigile a Pearly Boy. -Scuff levantó la vista hacia él-. Yo nunca he llegado a verlo, por la cuenta que me trae. Pero dicen que es muy amable cuando le tienes delante, pero que te raja en cuanto te das la vuelta.
Monk sonrió.
– Tú no sabes lo que decían de mí cuando trabajaba en la policía regular.
– Ya.
Pero la inquietud de Scuff no disminuyó en absoluto. ¿Estaba Monk siendo diplomático? ¿Temía por él, con un poco de desdén? Le dolió. Monk estaba dejando que su preocupación por Durban socavara la habilidad que solía mostrar en su trabajo. Ya iba siendo hora de que enmendara eso.
– Tendré mucho cuidado con Pearly Boy -aseguró a Scuff-. Pero tengo que hallar información acerca de él, y al mismo tiempo hacerle saber que vérselas conmigo no le será más fácil ni más agradable que con Durban.
Scuff enderezó un poco los hombros y adoptó un aire más ufano, pero no contestó.
Capítulo 6
Monk no pudo posponerlo más. Ya estaba en el bufete de Rathbone cuando el secretario abrió la puerta antes de las nueve.
– Buenos días, señor Monk -dijo un tanto sorprendido y con cierto grado de inquietud. Sin duda sabía más sobre muchas cosas de las que nunca revelaba, ni siquiera al propio Rathbone-. Me temo que sir Oliver todavía no ha llegado.
– Aguardaré -respondió Monk-. Vengo por un asunto importante.
– Sí, señor. ¿Le apetece una taza de té?
Monk aceptó el ofrecimiento y le dio las gracias. En cuanto se hubo acomodado se preguntó si al secretario también le preocuparía que su patrón, a cuyo servicio llevaba ocho años, se hallase en una especie de ciénaga moral y que su vida hubiese dado un giro sombrío. ¿O era una idea descabellada?
Todos estaban inmersos en un dilema moral; Monk también. Apenas podía culpar a Rathbone si el orgullo, una arrogancia profesional, le había empujado a aceptar una causa tan fea como la de Phillips, para demostrar que podía ganarla. Estaba poniendo a prueba la ley hasta el límite, sosteniendo su valor por encima de la decencia que era la suprema salvaguarda de los ciudadanos. Al fin y al cabo, si la arrogancia no hubiese llevado a Monk a estar tan seguro de su habilidad, podría haber dejado morir a Phillips en el río y se habría ahorrado todo lo ocurrido después. No había sido por compasión que no lo hiciera, sino por la certeza de que iba a ganar en el tribunal y así demostrar públicamente que Durban había tenido razón. En vista de esto, el orgullo de Rathbone era muy moderado. Monk nunca se había planteado la posibilidad de perder. ¿Cuántas personas iban a pagar por eso ahora con sufrimiento, miedo y quizá sangre?
Rathbone llegó al cabo de media hora, impecablemente vestido con un traje gris, desplegando su elegancia natural como siempre. Monk sólo recordaba haber visto a Rathbone realmente desconcertado una vez, y eso había sido en las cloacas recién construidas, tan sólo unos meses antes, cuando pareció que todo Londres corría el peligro de sufrir otro gran incendio.
– Buenos días, Monk -saludó Rathbone con una entonación ligeramente inquisitiva. Parecía indeciso sobre qué actitud adoptar-. ¿Un caso nuevo?
Monk se levantó y siguió a Rathbone a su despacho, una habitación ordenada, de una elegancia informal semejante a la del propio Rathbone. Sobre la pequeña mesa auxiliar había una licorera de cristal tallado con un tapón de plata ornamentado. Dos cuadros muy bonitos de barcos navegando decoraban una pared en la que no había estanterías. Eran pequeños y tenían marcos muy anchos. A Monk le bastó echar un vistazo para darse cuenta de que eran muy buenos. Tenían a un mismo tiempo una simplicidad y una fuerza que los señalaba como pinturas fuera de lo común.
Rathbone reparó en su mirada y sonrió, aunque no hizo ningún comentario.
– ¿En qué puedo ayudarte, Monk?
Monk había ensayado mentalmente lo que iba a decir y cómo comenzar, pero ahora lo ensayado le parecía artificioso y le daba la impresión de que pondría de manifiesto la vulnerabilidad de su posición y su estrepitoso fracaso reciente. Pero no podía quedarse allí plantado sin decir nada, y tampoco tenía sentido intentar engañar a Rathbone. La franqueza, al menos aparente, era la única posibilidad que cabía.
– No estoy seguro -contestó Monk-. No logré demostrar que Phillips matara a Figgis, más allá de toda duda fundada, y la Corona omitió acusarlo de chantaje, pornografía y extorsión. Obviamente, no podría reabrir la primera acusación por más pruebas que encontrase, pero en cuanto a lo demás, aún podría presentar cargos.
Rathbone sonrió sombríamente.
– Espero que no hayas venido a pedirme que te ayude en eso.
Monk abrió mucho los ojos.
– ¿Acaso sería contrario a la ley?