El coche se detuvo. Rathbone se apeó, pagó al conductor y subió por el sendero hasta la puerta de la casa de su padre. Siempre iba allí cuando algún asunto lo inquietaba y necesitaba explicarlo, aclarar las preguntas para que las respuestas surgieran con nitidez. Ahora, de pie en el umbral, consciente de la intensa fragancia de la madreselva, se daba cuenta de que desde su boda había espaciado mucho más sus visitas. ¿Se debía a que Henry Rathbone siempre había demostrado tener mucho cariño a Hester, y Oliver no había querido que la comparase con Margaret? El mero hecho de plantearse la pregunta era, al menos en parte, la respuesta.
La puerta se abrió y el criado le dio la bienvenida con el rostro inmutable salvo por la cortesía que un buen mayordomo debía mostrar en todo momento. Si era preciso que algo le confirmara que últimamente había estado allí pocas veces, bastó con la actitud del sirviente.
En la sala de estar las cristaleras estaban abiertas al jardín que descendía en suave pendiente hacia el huerto de frutales, donde la floración había terminado hacía tiempo. Henry Rathbone caminaba por el césped hacia la casa. Era un hombre alto y delgado, con la espalda ligeramente encorvada. Tenía el rostro aquilino y unos ojos azules que combinaban una aguda inteligencia con una especie de inocencia. Como si nunca fuese a entender de verdad los aspectos más mezquinos y desagradables de la vida.
– ¡Oliver! -dijo con evidente placer, avivando el paso-. Cuánto me alegra verte. ¿Qué interesante problema te trae por aquí?
Oliver sintió una aguda punzada de culpa. No siempre era cómodo que a uno lo conocieran tan bien. Tomó aire para contestar que no se encontraba allí por ningún problema, pero se dio cuenta justo a tiempo de lo estúpido que sería decir tal cosa.
Henry sonrió y entró por una cristalera.
– ¿Ya has cenado?
– No, todavía no.
– Bien. Pues entonces cenaremos juntos. Tostadas, paté de Bruselas…, y tengo una botella de un Médoc bastante bueno. Luego tarta de manzanas con nata -propuso Henry-. Y tal vez un poco de buen queso, si te apetece.
– Suena perfecto.
Oliver olvidó parte de su nerviosismo ante aquella invitación. La de su padre tal vez fuera la mejor compañía que jamás hubiese conocido: amable, sin manipulaciones y, sin embargo, absolutamente sincera. No había lugar para las mentiras, ni intelectuales ni afectivas. Durante la cena tendría ocasión de explicarse, ante todo a sí mismo, la naturaleza exacta de su desasosiego.
Henry habló con su criado y luego él y Oliver pasearon por el jardín hasta el huerto del fondo, contemplando cómo se intensificaban los colores de la luz cuando el cielo comenzó a encenderse en el oeste. El perfume de la madreselva se hizo más penetrante. No había más ruido que el zumbido de los insectos y, a lo lejos, un niño llamando a un perro.
Cenaron en la sala de estar con las viandas dispuestas en una mesa auxiliar entre ambos, delante de las cristaleras aún abiertas al aire vespertino.
– Y bien, ¿qué es lo que te inquieta? -inquirió Henry, cogiendo una segunda tostada crujiente.
Oliver había evitado mencionarlo. De hecho, incluso podría haberlo dejado de lado y simplemente gozar de la paz de la velada. Pero eso era cobardía, y una solución que se evaporaría en cuestión de horas. Finalmente tendría que regresar a su casa y, por la mañana, enfrentarse de nuevo a la ley.
El asunto era difícil de explicar y, como siempre, había que hacerlo como si se tratase de un caso hipotético.
Mientras trataba de formularlo mentalmente cobró conciencia de que buena parte del malestar se debía a la implicación de Monk y Hester, y de que lo que le dolía era la opinión que éstos pudieran tener sobre él, su amistad y el daño que había hecho a esa relación.
– Tiene que ver con un caso -comenzó-. Un abogado, a quien debo ciertos deberes y obligaciones, me dijo que un cliente suyo deseaba pagar por la defensa de un hombre acusado de un crimen particularmente atroz. Dijo que temía que la naturaleza del delito, la ocupación del acusado y su mala reputación imposibilitaran que tuviera un juicio justo. Necesitaría el mejor representante legal que cupiera contratar para que se hiciera justicia. Y me pidió a mí, como un favor personal, que defendiera a ese hombre.
Henry le miró de hito en hito. A Oliver lo puso nervioso la inocencia de su mirada, pero tenía suficiente experiencia como interrogador para que le obligara a hablar antes de lo que quería.
Henry sonrió.
– Si prefieres que no hablemos de ello, no te sientas obligado a hacerlo, por favor.
Oliver fue a protestar pero cambió de parecer. Henry le había hecho dar un paso en falso con suma facilidad, y cabía achacarlo a que se sentía un tanto culpable aunque no supiera de qué.
– Acepté el caso -dijo en voz alta-. Aunque eso es obvio pues de lo contrario no tendría ningún problema.
– ¿Seguro? -preguntó Henry-. Sin duda le habrías negado un favor a un amigo a quien le debes algo. O al menos eso es lo que sentiste. ¿Qué cargos se le imputaron al acusado en cuestión?
– Matar a un niño.
– Deliberadamente.
– Y tanto. Antes lo torturó.
– ¿Supuestamente?
– Estoy casi seguro de que lo hizo. En lo que a mí concierne no tengo la menor duda.
– ¿Y al aceptar el caso…? -preguntó Henry, sin que su tono denotara juicio alguno.
Oliver se detuvo un momento, tratando de recordar lo que había sentido cuando Ballinger le pidió ayuda y había revisado los hechos.
Henry aguardó en silencio.
– Mi razonamiento fue un sofisma -reconoció Oliver con pesadumbre-. Pensé que seguramente sería culpable pero que la ley, para ser perfecta, sólo debía condenarlo si se demostraba. Y percibí cierta venganza personal contra él como la fuerza motriz de la causa. Tomé el bando contrario a fin de darle cierto… equilibrio.
– ¿Y tal vez empujado por cierta dosis de orgullo dado que tienes la habilidad para hacerlo?
– ¿Conoces la causa? -preguntó Oliver sintiéndose tonto, como si hubiese estado haciendo teatro y le hubiesen sorprendido a medio vestir.
Henry sonrió.
– En absoluto, pero te conozco a ti. Sabes cuáles son tus puntos fuertes y flacos. Si no te sintieras culpable no estarías tan desasosegado. Supongo que venciste…, como siempre, darías lo mejor de ti mismo; eres incapaz de otra cosa. Perder en buena lid no te importaría, si el acusado fuese culpable. Vencer injustamente es harina de otro costal.
– No fue injusto -repuso Oliver de inmediato y, con la misma inmediatez, supo que había respondido demasiado deprisa-. No fue mediante métodos deshonestos -se corrigió-. La acusación fue muy torpe, estuvo tan dominada por los sentimientos que no se contrastaron todas las pruebas.
– Fallo que conocías de antemano y que utilizaste -extrapoló Henry-. ¿Por qué te preocupa tanto?
Oliver bajó la vista a la alfombra que tan bien conocía, sus rojos y azules como vitrales a la luz de los últimos rayos de sol que entraban oblicuamente por la cristalera abierta. Con el anochecer, el aroma de la madreselva era más fuerte que el del vino.
Henry aguardó de nuevo.
El silencio se fue haciendo denso. Los pájaros que volvían al nido revoloteaban en el cielo oscurecido.
– Conocía bastante bien a alguno de los testigos principales y aproveché esa ventaja en perjuicio de ellos -admitió Oliver al fin.
– ¿Y perdiste su amistad? -preguntó Henry con suma delicadeza-. ¿No comprendieron que debías defender al acusado sirviéndote de todo tu talento? Eras su abogado, no el juez.
Oliver levantó la vista sorprendido. La pregunta se aproximaba a la verdad más de lo que él deseaba porque ahora tendría que contestar con sinceridad o decidir mentir deliberadamente. Mentirle a su padre jamás había sido una opción. Destrozaría el fundamento de su propia identidad, de su fe en la bondad de lo que importaba de verdad.