– Sí, ambos lo comprendieron. Lo que no comprendieron y siguen sin comprender es por qué decidí asumir una causa cuando no tenía motivo para hacerlo, sabiendo que ese hombre ya no puede volver a ser juzgado y que proseguirá con su nefando comercio. Si quieres que sea sincero, estoy casi seguro de que volverá a matar.
»Podría haber dejado su defensa en manos de alguien que no poseyera la información privilegiada de la que yo disponía, y le habría proporcionado una defensa adecuada ante la ley, y logrado un veredicto de culpabilidad que, según mi criterio, hubiese sido el correcto. Creo que ése habría sido el resultado de un enfrentamiento equitativo.
Henry sonrió.
– ¿Achacas la absolución de ese hombre a la superioridad de tus aptitudes?
– A tener un conocimiento privilegiado del compromiso emocional de los principales testigos de la acusación -le corrigió Oliver.
– ¿Acaso los sentimientos no están siempre comprometidos, por definición? -Oliver vaciló-. ¿La policía? -preguntó Henry-. ¿Monk?
– Y Hester -dijo Oliver en voz baja, bajando la mirada a la alfombra-. Les afectó tanto el asesinato del niño, que no fueron meticulosos con las pruebas. Se trataba de un caso que Durban dejó sin cerrar al morir. Demasiadas deudas de amor y honor implicadas.
Levantó la vista y miró a su padre a los ojos.
– Y las utilizaste -concluyó Henry.
– Sí.
– Y tu propia deuda de honor, la que te hizo asumir la causa… ¿Está enterado Monk? Me figuro que la descubrirá. Tal vez sería mejor que la investigaras tú mismo. ¿Acaso has hecho que Monk pagara tu deuda a un tercero?
– No. No, he pagado más de lo que debía porque quería estar cómodo -dijo Oliver en un arrebato de desgarradora sinceridad-. Al padre de Margaret, porque quise complacerla.
– ¿A expensas de Hester?
Oliver sabía por qué su padre le había preguntado aquello, así como el motivo exacto por el que había un matiz de dolor en su voz. A Henry siempre le había gustado más Hester. Procuraba disimularlo. Profesaba afecto a Margaret, y habría sido cariñoso con cualquier mujer que Oliver hubiese elegido como esposa. Pero Margaret nunca le haría reír como lo había hecho Hester, y tampoco le haría estar tan a gusto con ella como para discutir por diversión o contar interminables historias con tintes aventureros o de humor mordaz. Margaret poseía dignidad y elegancia, moralidad y sentido del honor, pero carecía de la inteligencia y el apasionamiento de Hester. ¿Era más vulnerable, o menos?
Henry lo estaba observando detenidamente. Percibió el cambio en los ojos de su hijo.
– Hester sobrevivirá a cualquier cosa que le hagas, Oliver -dijo-. Aunque eso no significa que no pueda sentirse dolida.
Oliver recordó el semblante de Hester en lo alto del estrado, transido de dolor y sorpresa. No había contado con que él hiciera semejante cosa, ni a ella ni a Monk.
– ¿Culpabilidad? -preguntó Henry-. ¿O miedo a haber perdido la buena opinión que tenía de ti?
Ése era el quid de la cuestión. Oliver se asustó al comprobar cuánto le escocía. Había deshilachado un lazo que había formado parte de su felicidad durante mucho tiempo. No estaba seguro de que con el tiempo no llegara a romperse del todo.
– Me preguntó si sabía de dónde procedía el dinero con el que me habían pagado -dijo en voz alta-. Y cómo había sido obtenido.
– ¿Lo sabes?
– No sé quién me pagó, por supuesto, pero tampoco sé quién es su cliente ni por qué le importaba tanto la defensa del acusado. Y puesto que no sé quién es el cliente de Ballinger, naturalmente no sé de dónde procede el dinero. -Miró al suelo-. Supongo que me da miedo que el dinero sea del propio acusado y, siendo así, desde luego me consta que es fruto de la extorsión y la pornografía.
– Entiendo -dijo Henry en voz baja-. ¿Cuál es la decisión que debes tomar?
Oliver levantó la vista.
– ¿Cómo dices?
Henry repitió la pregunta.
Oliver lo meditó unos instantes.
– A decir verdad, no estoy seguro. Tal vez no exista ninguna decisión, salvo la de cómo voy a aceptar esta situación. Defendí a ese hombre y cobré por mi trabajo. No puedo devolver el dinero. Podría donarlo a una obra benéfica, pero no desharía el entuerto. Y si soy un poco sincero, tampoco me limpiaría la conciencia. Apesta a hipocresía. -Esbozó una sonrisa, como burlándose de sí mismo-. Quizá sólo quería confesarme. No deseaba sobrellevar a solas esta sensación de haber hecho algo vagamente cuestionable, algo con lo que me parece que no estaré nunca tranquilo.
– Estoy de acuerdo -confirmó Henry-. Admitir que estás insatisfecho es un primer paso. Hace falta mucha menos energía para confesar un error que para intentar ocultarlo. ¿Quieres otra copa de Médoc? Podríamos terminarnos la botella. Y la tarta también, si te apetece. Me parece que queda un poco de nata…
Rathbone llegó a casa bastante tarde y le desconcertó encontrar a Margaret todavía levantada. Aún le sorprendió más, y dé manera desagradable, darse cuenta de que había contado con encontrarla acostada, de modo que cualquier explicación de su ausencia pudiera posponerse hasta la mañana siguiente. A esas horas tendría prisa por marcharse a su bufete y podría eludir el tema otra vez.
Margaret se veía cansada y preocupada, si bien procuraba disimularlo. Estaba inquieta porque no sabía qué decirle.
Él se dio cuenta y quiso tocarla, decirle que tales trivialidades eran superficiales y carecían de importancia, pero le pareció que resultaría poco natural hacerlo. Tuvo que admitir, con una discordante sensación de soledad, que no se conocían lo suficiente, que les faltaba intimidad para vencer tales reservas.
– Debes de estar cansado -dijo Margaret con cierta frialdad-. ¿Has cenado?
– Sí, gracias. Me ha invitado mi padre.
Ahora tendría que explicar por qué había ido a Primrose Hill sin llevarla a ella. No podía decirle la verdad, y le molestó haberse puesto en una situación que le obligaba a mentir. Resultaba a la vez indecoroso y absurdo.
También fue súbita y dolorosamente consciente de que a Hester le habría dicho la verdad. Quizás hubiesen discutido, tal vez incluso se habrían gritado. Ella se habría enfadado tanto que le habría echado la culpa y se lo habría dicho sin tapujos. Al final se habrían acostado cada uno en una punta de la casa, con el ánimo por los suelos. Luego, en algún momento de la noche, él se habría levantado, habría ido a su encuentro y habrían recomenzado la riña porque él no podría soportar la idea de dejar las cosas de aquella manera. El sentimiento habría invalidado la razón y el orgullo. La necesidad de ella habría sido más fuerte que la necesidad de dignidad o que el miedo a hacer el ridículo. La vulnerabilidad de ella habría sido más importante que la suya.
Margaret era más estoica. Sufriría en silencio, para sus adentros, y él nunca estaría seguro de haberla herido en su amor propio. Su rostro, más sereno, bonito y convencional, no revelaría nada. Esa máscara ponía a Rathbone a salvo de ella, convirtiéndola en una esposa mucho más cómoda y apropiada de lo que Hester jamás hubiese sido. Rathbone nunca había tenido que preocuparse de que Margaret dijese o hiciera algo que lo pusiera en evidencia.
Ahora le debía una explicación, algo que no se alejara demasiado de la verdad, pero que no la expusiera a la preocupación de que su padre le hubiese puesto en la situación de defender a Phillips a modo de favor. No era preciso que llegara a enterarse; de hecho, salvo si se lo contaba el propio Ballinger, no debía saberlo. Se trataba de un secreto profesional.
– Tenía que discutir un caso -dijo-. Hipotéticamente, por supuesto.
– Ya -contestó Margaret fríamente. Se sentía excluida, y ese sentimiento la hería en lo más vivo; no podía disimular.